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Columnas

La sensación de la ciudad

La sensación de la ciudad

6 febrero, 2019
por Juhani Pallasmaa

La ciudad en tanto percibida, recordada e imaginada

La ciudad, más aún que la casa, es un instrumento con función metafísica, un intrincado instrumento que estructura la acción y el poder, la movilidad y el intercambio, organizaciones sociales y estructuras culturales, identidad y memoria. Sin duda el más significativo y complejo artefacto humano, la ciudad controla y alienta, simboliza y representa, expresa y oculta. Las ciudades son excavaciones habitadas para la arqueología de la cultura, exponiendo el denso tejido de la vida social. La ciudad contiene más de lo que puede ser descrito. Un laberinto de claridad y opacidad, la ciudad agota la capacidad humana para describir e imaginar: el desorden juega contra el orden, lo accidental contra lo constante y la sorpresa contra lo anticipado. Las actividades y las funciones se interpenetran y entrechocan unas con otras, creando contradicciones, paradojas y una excitación de naturaleza erótica.

La ciudad contemporánea es la ciudad del ojo. El rápido movimiento mecanizado nos separa del contacto corporal e íntimo con la ciudad. En tanto la ciudad de la mirada hace del cuerpo y los otros sentidos algo pasivo, la alienación del cuerpo refuerza la visibilidad. La pacificación del cuerpo crea una condición similar a la de la conciencia adormecida por la televisión. Cartesiana y en perspectiva, gradualmente la ciudad ha eliminado la especificidad del lugar y ha separado la verticalidad de la horizontalidad. En vez de unir sin interrupciones para dar lugar a una plasticidad del paisaje, esas dos dimensiones se han convertido en proyecciones separadas; el plano ha sido separado de la sección. La ciudad visual nos deja fuera como extranjeros, espectadores voyeuristas y visitantes momentáneos, incapaces de participar. La alienación visual se refuerza con la invención de la fotografía y de la imagen impresa, que han creado un «Mar de los Sargazos» de imágenes en constante expansión. La cámara se ha convertido en el primer instrumento del turista. «La omnipresencia de las fotografías tiene un efecto incalculable en nuestra sensibilidad ética», escribe Susan Sontag al describir una «mentalidad que ve al mundo como un conjunto de fotografías potenciales». En consecuencia, «la realidad se ha vuelto cada vez más lo que mostramos mediante las cámaras», observa, asumiendo que «tomar fotografías ha instaurado una relación voyeurista crónica con el mundo que nivela y aplana el significado de todos los eventos».

De hecho, con facilidad podemos sorprendernos al observar una escena enmarcada como si fuera una imagen fotográfica; la ciudad del turista es una colección de imágenes visuales preseleccionadas. El uso, cada vez mayor, del vidrio espejo, una superficie que devuelve la mirada sin afecto, contribuye a la experiencia de superficies superficiales, opuesta a la de profundidad y opacidad. La ciudad de la transparencia y de la reflexión ha perdido su materialidad, su profundidad y su sombra. Necesitamos del secreto y de la sombra con urgencia tanto como deseamos ver y saber; lo visible y lo invisible, lo conocido y lo que está más allá del conocimiento, tienen que estar equilibrados. La opacidad y el secreto alimentan la fantasía y hacen que imaginemos la vida detrás de los muros de la ciudad. La ciudad funcionalizada de manera obsesiva se ha vuelto demasiado legible, demasiado evidente, dejando sin oportunidad al misterio y al sueño. En tanto la ciudad pierde su intimidad háptica, su secreto y su seducción, pierde sensualidad y carga erótica.

La ciudad háptica acoge a sus ciudadanos, los autoriza plenamente a participar en su vida cotidiana. La ciudad háptica evoca nuestro sentido de la empatía e involucra nuestras emociones. La imagen de la ciudad placentera no es una experiencia visual, sino una percepción encarnada basada en una doble fusión peculiar: habitamos la ciudad y la ciudad habita en nosotros. Cuando entramos en una ciudad nueva, de inmediato empezamos a acomodarnos a sus estructuras y cavidades, y la ciudad empieza a habitarnos. Todas las ciudades que visitamos se vuelven parte de nuestra identidad y de nuestra conciencia. La experiencia mental de la ciudad es más una constelación háptica que una secuencia de imágenes visuales; las impresiones de la mirada se insertan en el continuo de la experiencia háptica, que es más inconsciente. Incluso cuando el ojo toca y la mirada traza siluetas distantes y contornos, nuestra visión siente la dureza, la textura, el peso y la temperatura de las superficies. Sin la colaboración del tacto el ojo no sería capaz de descifrar el espacio y la profundidad, y no podríamos moldear el mosaico de impresiones sensoriales en un continuo coherente. La sensación de continuidad une fragmentos sensoriales aislados en la continuidad temporal de la sensación del yo.

«Mi percepción no es, por tanto, la suma de los datos visuales, táctiles o audibles: percibo de manera total con mi ser; capto una estructura única de la cosa, una manera única de ser, que le habla a todos mis sentidos a un mismo tiempo», escribió enfáticamente Maurice Merleau‑Ponty. Por tanto, confronto a la ciudad con mi cuerpo: mis piernas miden la distancia del pórtico y el ancho de la plaza, mi mirada, de modo inconsciente, proyecta mi cuerpo sobre la fachada de la catedral, donde vaga sobre las cornisas y los contornos, tan‑ teando el tamaño de huecos y proyecciones, el peso de mi cuerpo se encuentra con la masa de la puerta y mis manos toman la perilla, pulida por incontables generaciones, al entrar en el oscuro vacío detrás de mí. La ciudad y el cuerpo se complementan y definen mutuamente. El capítulo final de Experiencing Architecture de Steen Eiler Rasmussen lleva por título, significativamente, «Escuchar la arquitectura». Sin duda cada ciudad tiene su propio eco, dependiendo de la escala y el patrón de las calles, así como de los estilos y materiales de la arquitectura dominante. El encuentro más íntimo con cualquier ciudad es el eco de los propios pasos. Los oídos re‑ gistran los límites del espacio y determinan su escala, forma y materialidad. Los oídos tocan los muros. Rasmussen nos recuerda la arquitectura del eco en los túneles subterráneos de Viena en la película de Carol Reed, El tercer hombre, protagonizada por Orson Welles: «tu oído recibe el impacto tanto de la longitud como de la forma cilíndrica del túnel».

El poder de escuchar al crear sensaciones espaciales puede ser inmediato e inesperado; despertar con el sonido de una ambulancia en la noche de la ciudad nos hace reconstruir al instante nuestra identidad y localización. Antes de volver al sueño solitario, tomamos conciencia de la inmensidad de la ciudad que duerme con incontables habitantes que sueñan. Los parques y las plazas acallan el ensordecedor barullo de la ciudad, permitiéndonos escuchar la onda en el agua y el gorjear de las aves. Los parques crean oasis en el desierto urbano, que nos permiten sentir la fragancia de las flores y el olor del pasto. Los parques hacen posible que estemos al mismo tiempo rodeados por la ciudad y fuera de ella. Son metáforas de la ausencia de la ciudad, al mismo tiempo que son naturalezas muertas en miniatura, imágenes de una naturaleza construida y del paraíso.

Las ciudades ubicadas cerca del agua son afortunadas; el encuentro de la piedra y del agua es metafísico. En palabras de Adrian Stokes, «la vacilación del agua revela la inmovilidad arquitectónica». El cosmopolitismo del puerto y su yuxtaposición de imágenes de permanencia y movimiento, estabilidad y travesía, enciende la imaginación. El olor del alga marina nos hace pensar en la profundidad del océano, en tierras distantes y costumbres exóticas, en la excitación del viaje y en la dulce nostalgia del hogar. La ciudad es una forma de arte de collage y montaje cinematográfico por excelencia; la experimentamos como un collage y un montaje infinito de impresiones. La obsesión contemporánea con el collage refleja una fascinación por el fragmento y la discontinuidad, y una nostalgia por los rastros del tiempo. La increíble aceleración de la velocidad —de movimiento, de información, de las imágenes— se ha colapsado al tiempo en la plana pantalla del presente, sobre la cual se proyecta, de manera simultánea, el mundo. Cuando el tiempo pierde su duración y el eco del pasado arcaico, el hombre pierde su sentido del yo y su ser histórico y se ve amenazado por las sombras del tiempo. «Las novelas largas que se escriben hoy son, probablemente, una contradicción», escribió Italo Calvino. «La dimensión del tiempo ha sido desmantelada y no podemos vivir o pensar más que en fragmentos de tiempo, cada uno siguiendo su propia trayectoria y desapareciendo de inmediato. Podemos redescubrir la continuidad del tiempo sólo en las novelas de aquel periodo en el que el tiempo no parecía haberse detenido y aún no parecía haber explotado…».

La ciudad estructura la captura y preserva el tiempo del mismo modo que las obras literarias o artísticas. Los edificios y las plazas nos permiten regresar al pasado, experimentar el lento tiempo curativo de la historia. Los más grandes monumentos arquitectónicos detienen y suspenden el tiempo por la eternidad. Tenemos una capacidad innata para recordar e imaginar lugares. La percepción, la memoria y la imaginación están en constante interacción; el dominio de nuestro presente se funde con las imágenes de nuestra memoria y de nuestra fantasía. Continuamente construimos una ciudad inmensa de evocación y recuerdo, y todas las ciudades que hemos visitado son recintos de esa metrópolis mental. Las ciudades invisibles de Italo Calvino han enriquecido para siempre la geografía urbana del mundo. La literatura y el cine habrían perdido su encanto sin nuestra capacidad de entrar en un sitio que recordamos o imaginamos. La memoria nos devuelve a ciudades lejanas y las novelas nos transportan a ciudades invocadas por la magia de las palabras del escritor. Las habitaciones, plazas y calles de un gran escritor son tan vívidas como cualquier ciudad que hayamos visitado. San Francisco, por ejemplo, se despliega en toda su multiplicidad en los montajes de Hitchcock en Vértigo: entramos en edificios que nos agobian mientras seguimos los pasos del protagonista y los vemos a través de sus ojos bien abiertos. Nos convertimos en ciudadanos de San Petersburgo en los conjuros de Dostoievsky: estamos en la habitación del doble estremecedor asesinato de Raskolnikov, somos uno de los aterrorizados espectadores viendo a Mikolka y a sus ebrios amigos golpear a un caballo hasta la muerte, frustrados por nuestra incapacidad de prevenir la enferma crueldad sin propósito.

Hay, sin embargo, una diferencia entre las ciudades visitadas y las imaginadas; los detalles de las ciudades intangibles de la imaginación no pueden recordarse, se borran inmediatamente como los sueños se alejan y no pueden evocarse de nuevo más que gracias a las palabras mágicas del escritor. Hay ciudades que se mantienen como imágenes visuales distantes al recordarlas y hay ciudades que se recuerdan con toda vivacidad. La memoria evoca de nuevo con placer una ciudad con todos sus sonidos y olores, y con su juego de luces y sombras. Puedo escoger, incluso, si camino del lado soleado o del sombreado de la calle en la agradable ciudad que recuerdo. La medida de la sensación de una ciudad es ésta: en la ciudad de nuestra memoria, ¿puedes escuchar la risa de los niños, el aleteo de los pichones, los pregones de los vendedores? ¿Puedes recordar el eco de tus pasos? En la ciudad de tu mente, ¿puedes imaginarte enamorado?


Este texto se publicó en el libro Habla Ciudad, con motivo de la primera edición del Festival de Arquitectura y Ciudad MEXTRÓPOLI. Aparta la fecha y acompáñanos a vivir la ciudad extraordinaria en su próxima edición que tendrá lugar del 09 al 12 de marzo de 2019. 

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