Los dibujos de Paul Rudolph
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¡Felices fiestas!
30 octubre, 2024
por Miquel Adrià | Twitter: miqadria | Instagram: miqadria
La casa que Ludwig Wittgenstein proyectó para su hermana era un manifesto, una propuesta, una reinterpretación desnuda y protomoderna de la casa burguesa decimonónica en clave del siglo XX, donde el orden de los espacios domésticos se manifestaba en sus alzados. Las puertas, a toda altura, ritmaban los alzados, componían —si cabe el término beauxartino— y proporcionaban sus salones. Como Loos en la casa Müller, las secuencias de espacios domésticos definirían la forma resultante del contenedor. Pero lejos de certificar la indiferencia por la forma final (tantas veces argumentada en aras de exaltar las virtudes del Raumplan) ambos componían prototipos arquitectónicos, remitiéndose a las pirámides escalonadas mesopotámicas, al templo egipcio de Hatshepsut o al Walhalla de Leo von Klenze.
En el contexto todavía selvático de la periferia de Tulum, el equipo de Macías Peredo proyectó doce villas en un predio de una hectárea delimitada por un virtual entramado urbano. Las villas se construyen en el perímetro salvaguardando intacto el centro, como una muestra de la selva que está desapareciendo rápidamente tanto por el excesivo desarrollo turístico de Tulum como por las recientes infraestructuras (aeropuerto y Tren Maya), despiadadas e indiferentes con el escositema de la selva baja yucateca. Una organización panóptica que, como las doce horas de un reloj, organiza la posición exacta de cada villa.
Cada villa una emerge como un zigurat atemporal, arcaico y moderno, que remite tanto a las pirámides mayas de Cobá, como a aquellas casas radicalmente protomodernas —y a su vez tan burguesas— de Wittgenstein y Loos. Sobre un basamento de piedra, la docena de unidades se desplanta al mismo nivel, mientras la topografía irregular de rocas se eleva y desliza entre las nuevas construcciones, conservando los árboles preexistentes. El volumen, escalonado por dos de los cuatro lados de cada villa, libera terrazas indiferentes a la orientación, siempre uniformadas hacia la colindancia casi ciega de enfrente, tamizada por la densa arboleda selvática de chukum, chaká, chechén, palma chit y palma nakás.
En la planta baja de cada villa se localizan las áreas sociales consecutivas: cocina abierta, comedor, sala interior y sala exterior, rematada por una alberca y la selva inmediata. Las recámaras se ubican en los dos niveles superiores, comprimiendo sus dimensiones de acuerdo a la volumetría predefinida. Una terraza con jacuzzi en la azotea, en la línea de horizonte de las copas de los árboles, remata cada una de la docena de construcciones radiales. Y la escalera, los clósets y los baños conforman un bloque alineado sobre el largo muro trasero.
La exquisitez austera de los interiores hace eco al lema de los autores: “calmar el ruido”, ese texto extraordinario de Bilie Tsien que contextualizaba la obra de esos arquitectos en su primera monografía (Arquine, 2013). La mínima paleta de materiales, con chukum en exteriores e interiores, travertino veracruzano y maderas; junto a la suave iluminación natural desde las puertas y ventanas verticales, y la tenue iluminación artificial desde cajillos triangulares en la mejor tradición tapatía, conforma los espacios platónicos, altos y estáticos de cada villa. Si los interiores (decorados por Habitación 116) son secuencias de espacios que, literalmente, responden a las necesidades del programa, sin las compresiones y expansiones barraganianas, no podía faltar un guiño al maestro supremo en las terrazas escalonadas que, con la precisión de las agujas de un reloj, siguen los trazos radiales de la composición del conjunto.
Algunas obsesiones de los autores —como el énfasis en lo íntimo y lo común que aparecía en el hotel Punta Caliza de Holbox, o los marcos de las puertas y ventanas como pautas para establecer el orden de las fachadas del edifico Turín de Guadalajara o la casa Guzmán Jiménez en El Salto— estarían implícitas en este conjunto, aunadas a la complicidad de un cliente dispuesto a cumplir y exacerbar los propósitos del proyecto arquitectónico, para proponer (quizá hasta imponer) una manera de vivir.
Loos dibujó un gran hotel para el Zócalo de la Ciudad de México en forma piramidal, asumiendo las virtudes de las terrazas escalonadas. En Tulum, Salvador Macías, Magui Peredo y Diego Quirarte fragmentan la pirámide en doce piezas erectas entre la densa flora para convertirse en vestigios de una civilización perdida o por venir, para desaparecer en una jungla en vías de extinción, en un acto de resistencia y empatía por domesticar la selva.
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