“Selling Sunset” o el fetichismo de la mercancía
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16 mayo, 2024
por Sandra Loyola Guízar
Las azoteas fungían como lugar de reunión y esparcimiento aún en el siglo XIX, como lo muestra esta vista del paisajista Carl Nebel. http://hdl.loc.gov/loc.pnp/pga.07639
En 1629, hace 395 años, llovió durante 3 días seguidos en la Ciudad de México, que se inundó por los siguientes 5 años. Los sobrevivientes se movían en canoas y las ventanas se convirtieron en puertas. Muchas familias migraron, pero las que se quedaron convivieron con la inundación por más de media década. La ciudad casi desapareció bajo el agua. Sin embargo, las misas y muchas otras actividades continuaron en las azoteas, por un tiempo. [1]
Las azoteas son espacios verdaderamente multiusos porque no, no solamente se usan para secar la ropa en jaulas parceladas con candado. En la azotea de mi edificio, mientras cuelgo mi ropa, puedo encontrarme a mi vecina en algún lavadero bañando a su perro; he visto rituales de santería cubana; sesiones de fotos; clases de aerobics en la azotea contigua; niños escondiéndose para fumar; gente quemando papeles; y, durante la pandemia, yo, como otras muchas personas, intenté sembrar jitomates, perejil, jalapeño y albahaca en una de las jaulas que me pareció un invernadero en potencia.
La azotea de los edificios es un espacio de todos y de nadie, es un espacio de esparcimiento. Pero no todo es alegría y sana convivencia, porque hay quien abusa del agua de lavaderos ajenos, hace rapiña de la ropa seca, acumular basura y heces de perros, hay incluso quien decide subarrendar los cuartos de servicio generando infraviviendas. La azotea, como todo espacio compartido —como lo es una cocina, o la ciudad misma— es un espacio de convivencia, sí, pero también de disputa de voluntades, de idiosincrasias dispares y necesidades cambiantes.
El concepto de “la quinta fachada”, propuesto por Le Corbusier a mediados del siglo XX es, en mi opinión, una de las ideas más interesantes y olvidadas de este arquitecto. Consistía en diseñar las azoteas de los edificios de las ciudades para el uso y espaciamiento de los vecinos. Él hablaba de techos ajardinados. La cubierta de la Unidad Habitacional Marsella, por ejemplo, se diseñó como un espacio social que alojaba guardería infantil, gimnasio, solarium y, además, cumplía con espacios funcionales como chimeneas de ventilación y la caja del elevador. La quinta fachada ahora se ha convertido en el roof garden. Un espacio que, a pesar de su nombre, puede no estar ajardinado y que tiene restricciones de por medio. En muchos casos el roof garden de los edificios es de todos, pero es gestionado por una administración rigurosa. Eso quiere decir que, para usarse, debe ser reservado con antelación y así se evita la mezcla de actividades, el roce entre vecinos y cualquier convivencia no planificada. Los roof gardens son diferentes a las azoteas heredadas del funcionalismo, porque en ellos hay reglamentos, horarios, control e incluso podría haber vigilancia. En general, los departamentos que tienen acceso a un roof garden son más costosos que los departamentos que tienen acceso a una azotea con jaulas y, muchas veces, no es porque el roof ofrezca mayor felicidad ni mucho menos mayor disponibilidad, sino porque contratar un gobernante-administrador del condominio implica un costo por indiviso.
Hoy, a estos espacios que se suponen compartidos, pero hiperadministrados se les llaman también amenities, así, en inglés, porque ahora los espacios los nombran y definen las áreas de ventas. Espacios “amenos”, destinados al goce y disfrute exclusivo de los habitantes del edificio. Pero la azotea, ese espacio que ganó la arquitectura moderna gracias a que las cubiertas pudieron ser utilizables con la llegada del concreto, se han hecho cada vez más privativas; hasta llegar a convertirse del todo en espacios exclusivos; así que, si la azotea es parte de la propiedad privada del habitante del último piso, entonces no es azotea, es: penthouse.
Las azoteas virreinales, en las que se llevaron a cabo las misas durante La Gran Inundación de 1629, no eran placas de cemento liviano, sino techos pesados que contenían una capa gruesa de tierra vertida y apisonada sobre tabletas de madera llamadas tejamaniles, soportadas por un sistema de viguería apoyado en anchos muros bien cimentados. Y, en la parte superior, el acabado del techo podía ser de argamasa o ladrillo. [2] Esto las hacía resistentes, pero inhabitables, ni como solarium ni como terraza-jardín.
La palabra azotea viene del árabe suteih, y de sath (planicie, terraza). En la arquitectura árabe del norte de África, como en la arquitectura habitacional de Marruecos, se ocupaba este espacio de terraza o azotea para el descanso, el esparcimiento, para mirar la ciudad o contemplar el horizonte al atardecer.
El habitar humano en las ciudades densamente pobladas ha demostrado que las cubiertas de los edificios tienen infinidad de posibilidades que no se han pensado, diseñado ni planificado de manera suficiente; pero las azoteas colectivas constituyen un lugar de estancia y convivencia muy importante y, cada vez más, en peligro de extinción.
Referencias
[1] Richard Everett Boyer, La Gran Inundación, SepSetentas, México, traducción de Antonieta Sánchez Mejorada, 1975.
[2] Enrique Tovar Esquivel, “Vivencias y convivencias en las azoteas de Ciudad de México”. en Relatos e historias en México, núm. 107, julio de 2017.
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