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19 abril, 2024
por Carlos Rodríguez
Fotograma de "Días de otoño" (1963), de Roberto Gavaldón.
“Las azoteas en México tienen vida propia, ahí pasa de todo, vive la gente, suceden crímenes. Las azoteas aquí no son como las de ninguna parte del mundo”, decía Manuel Fontanals, escenógrafo de muchas de las películas más importantes del cine nacional de los años 40 hasta los 60. A juzgar por ciertos filmes que utilizan este espacio arquitectónico —y que, siguiendo a Fontanals, es un personaje en sí mismo—, se trata de una presencia y, sobre todo, un testigo de la intimidad de los hombres y mujeres que aparecen en pantalla. Con sus tanques de gas, lavaderos, jaulas para tender la ropa, trebejos y cachivaches, la azotea es un lugar para huir del mundo. Quizá por eso niños y adolescentes se esconden, juegan e inventan historias ahí, lejos de los adultos. Antes de que la arquitectura y el comercio la disfrazaran como rooftop, la azotea ya era una zona cinematográfica única que permitía satisfacer la pulsión escópica: observar la ciudad con vista panorámica, mirar sin ser visto, apreciar más allá de lo que permite nuestra estatura.
En las películas de Roberto Gavaldón, por ejemplo, la azotea no sólo es escenario sino cómplice de los personajes. La protagonista de La otra (1946), que trabaja como manicurista en un salón contiguo al Hotel Regis, vive en un cuarto de azotea. “Qué misteriosa sensación mirar la ciudad desde arriba. Atrás de cada luz, en cada casa, existe un intenso mundo del cual ignoramos los sufrimientos y las miserias”, dice María (interpretada por Dolores del Río), filmada de espaldas, mientras observa el paisaje gris de edificios apretados que parecen exhalar fumarolas industriales. La azotea de María, reflejo del pesimismo que ennegrece sus intenciones, fue diseñada por Gunther Gerzso quien, antes de dedicarse por entero a pintar, tuvo una carrera como escenógrafo. En la secrecía de la azotea, María planea y ejecuta el asesinato de su hermana gemela.
En otra película de Gavaldón, Días de otoño (1963), Luisa (Pina Pellicer), cansada de que la espíen las vecinas chismosas, se muda a un cuarto de azotea. Luisa protege su libertad en ese sitio que Gavaldón emplaza y filma en un edificio cerca de la esquina de Bucareli y Reforma, desde donde se ve el edificio El Moro, sede de la Lotería Nacional, y también anuncios de Coca Cola y Carta Blanca. En esa ocasión, Gavaldón colaboró con Fontanals para mostrar, por medio del espacio arquitectónico y la dirección de arte, el vaivén entre ficción y realidad que experimenta Luisa, bamboleo que también puede abreviarse en su intensa pero solitaria vida en su cuarto, donde cumple sus obligaciones como esposa y madre imaginarias.
Entre tendederos y jaulas se confiesan las mujeres de El cumpleaños del perro (1974), la segunda película de Jaime Humberto Hermosillo. Mientras sus esposos permanecen en el departamento, Gloria y Silvia (Lina Montes y Diana Bracho, respectivamente) platican y se sinceran en la azotea. Más que una desilusión, para Gloria el matrimonio es un chasco; para Silvia, recién casada, es un inicio. Hermosillo usa de manera metafórica la distinción entre el arriba (la azotea) y el abajo (el departamento) para sugerir las relaciones entre los personajes. La secuencia de la azotea, además, es el motivo de la elipsis que sostiene la película: es decir, lo que sucedió entre los hombres, mientras esperaban a sus esposas, queda vedado al espectador, que deriva en el asesinato de Silvia y la relación homosexual entre ellos.
Por su parte, Arturo Ripstein, fascinado con espacios arquitectónicos como los patios y los pasillos de las vecindades, desarrolla en un plano secuencia el encuentro furtivo de Clara e Israel (Delia Casanova y Alonso Echánove), la pareja de Mentiras piadosas (1989). Acostados entre macetas y envases vacíos de refrescos, él le pregunta “por qué no quiere coger allá abajo, hasta en las lluvias quieres acá arriba”. Ella asegura que el amigo de Israel los espía, así que la azotea es el lugar ideal para esconderse, aunque termine “toda tiznada”. Por esta película, Juan José Urbino, a cargo del diseño de producción, ganó un reconocimiento en el Festival de Cine de Bogotá.
En la Perfume de violetas (2001), película de Marisa Sistach, este espacio arquitectónico, ya desprovisto de cualquier tipo de poesía visual, austero y accidentado, aparece varias veces para apostillar las relaciones de Yessica (Ximena Ayala), una estudiante de secundaria, con su madre. Mientras la chica friega en el lavadero de la azotea, la madre aparece para reclamar por qué se sigue orinando en la cama. Más reciente es el caso de Los días francos (2021), película de Ulises Pérez Mancilla sobre Amanda Suárez (Stephanie Salas), una actriz de escaso talento que tampoco ha tenido suerte para desarrollarse profesionalmente. Madre de un hijo, Amanda está desempleada, pero no quita el dedo del renglón. Aludiendo al título de la película, uno de sus amigos le aconseja que ponga los pies en la tierra, que ya deje de soñar y se haga responsable de su hijo. Luego de tender la ropa, se dan un abrazo fraternal que se recorta en el cielo chilango; como un respiro, la azotea es un espacio amplio en una situación que parece un callejón sin salida.
Como personaje, la azotea está presente en el cine como lugar alejado de la casa o el departamento, una zona para ocultarse o ser libre, un sitio de encuentros y desencuentros, también un espacio para darle rienda suelta a los deseos. Si es un testigo, habría que preguntarle a la azotea qué revela de quienes la ocupan. Como colofón, una escena para la eternidad: Antonietta y Gabriele (interpretados por Sophia Loren y Marcello Mastroianni) tendiendo la ropa en la azotea del Palazzo Federici (Roma, Italia); ella, un ama de casa harta y olvidada por su familia; él, un homosexual errante. Solos, pero acompañados en Un día muy especial (1977, Ettore Scola).
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