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Columnas

La Polis ingobernable

La Polis ingobernable

12 agosto, 2015
por Ernesto Betancourt

Hablo de la ciudad construida por los muertos, habitada por sus tercos Fantasmas, regida por su despótica memoria,
La ciudad con la que hablo cuando no hablo con nadie y que ahora me dicta estas palabras insomnes,
Hablo de las torres, los puentes, los subterráneos, los hangares, maravillas y desastres,
El estado abstracto y sus policías concretos, sus pedagogos, sus carceleros, sus predicadores.

Octavio Paz, Hablo de la ciudad (fragmento).

La ciudad de México está —creo— al comienzo de una era de transformación distinta y novedosa. Por primera vez en su historia no hay crecimiento demográfico y su tasa de natalidad, mortalidad e inmigración se ha estabilizado, al mismo tiempo la composición por edades y la nueva estructura social de convivencia y co-habitación está demandando más y distintos espacios de habitación, de trabajo o consumo, y la disponibilidad del suelo barato se ha agotado —y claro, no todos tienen la posibilidad financiera de adquirir una vivienda, ni hay una oferta diferenciada de habitación, empleo o créditos. El principal riesgo ante este nuevo escenario es mantener los patrones de ocupación horizontal, expandido e informal que han prevalecido en la zona metropolitana del Valle de México (ZMVM), y que puede ser que por primera vez ese patrón ponga en riesgo el equilibrio ambiental de la urbe ,y asimismo, los muchos asentamientos precarios en áreas naturales protegidas o de riesgo, ya no pueden ser atendidos con servicios, infraestructura o transporte, ni los gobiernos a través de sus tradicionales canales de dotación de viviendas: Fovissste, INVI o Infonavit, ya no están pudiendo paliar la demanda creciente. El resultado: delincuencia e ingobernabilidad.

Durante las cinco últimas décadas las diferencias socio-económicas se han agudizado. El mercado de capitales inmobiliarios compite cada vez más por los mejores espacios dentro de la ciudad para asegurar su reproducibilidad. La población sin acceso al crédito tiene que desplazar su espacio vital a muchos kilómetros alejado de sus empleos y la legislación que rige la ocupación del territorio es una copia atenazada y trasnochada de los muchos planes y ordenanzas generados en economías foráneas, abiertas y desarrolladas. Resultado: expulsión y re-conformación de enclaves urbanos hasta ahora inmóviles y arraigados, disgusto, protestas, inconformidad. Más ingobernabilidad. Quejas vecinales, corrupción, ineficiencia y más delincuencia son algunos de los rostros de la ingobernabilidad.

Los sismos del 85 desenterraron las redes ocultas de corrupción, clientelismo y explotación que mantuvieron por años un frágil y anquilosado pacto entre intereses, conveniencias y acuerdos y que finalmente se derrumbaron junto con los edificios que les albergaban. Tras un corto periodo de re-acomodo y reconstrucción, a partir del año 97 la Ciudad de México se abrió a un intento democrático y mudó de gobierno. Hoy lleva 18 años gobernada por un partido de izquierda (lo que eso signifique) que ha querido responder a esa des-gobernabilidad con programas sociales y obra pública. Hace falta al día de hoy, creo, un corte de caja: programas sociales como la ayuda a adultos mayores, becas escolares o mejoramiento barrial han sido más simbólicos que efectivos —cuando no demagógicos o francamente populistas. La realidad es que no hacen gran diferencia entre quién los posee y quién no. No rompen la barrera de la movilidad social y mucho menos la de la pobreza. Las obras públicas de este periodo en general han sido realizadas con mayor o menor éxito: autopistas urbanas, espacios públicos, transporte o calles recuperadas. Pero su realización difícilmente responde a un plan o a una idea de ciudad. Son efectivas algunas y efectistas otras. No ha existido la articulación entre ellas: un paso a desnivel por aquí, un parque por allá, una linea de transporte más allá. No se entrelazan ni funcionan coordinadas entre sí y no generan urbanismo, sólo “spots”: soluciones focalizadas y sectorizadas generalmente hacia núcleos sociales específicos, tradicionales estamentos o elites monolíticas que no acaban de tejer comunidad o democracia afirmativa.

Quizás las calles Madero, 16 de Septiembre o el Paseo de la Reforma sean de las más exitosas, pero siendo autocríticos habría que decir que la Plaza de la República sigue hoy tan desolada como antes de la intervención y el paseo público por excelencia de la Alameda en el Centro Histórico hay que mantenerlo custodiado por escuadrones de policía para evitar el comercio informal o menesteros. Así no se genera comunidad. Mejor no hablar de la línea 12 del metro o de los programas de vivienda social secuestrados por grupos clientelares. Es decir, ni los programas sociales, ni las obras públicas han podido diluir del todo la des o la in-gobernabilidad. Es cierto que habría que reconocer que al menos no han contribuido a exacerbarla.

Hoy parece que ese modelo de concertación cupular y de pactos con la clientela que aporta votos corporativos se ha agotado. El gobierno apenas tiene dinero para la manutención de las redes de infraestructura y para el gasto corriente del funcionamiento de sus redes burocráticas. Ya no hay suelo para expandirse, el suelo de la ciudad central es muy caro y lo disputa el capital rentable. La red de agua, energía y drenaje es casi ruinosa, dependiendo del rumbo del que se trate, Las escuelas públicas (y muchas de las privadas) se caen de viejas,. Las banquetas son una desgracia y la mayoría de los parques están secos, terrosos y muchos secuestrados por la delincuencia. La in-gobernabilidad está en cada esquina: franeleros, ambulantes, vendedores de lo ilegal, menesterosos, vienen de la periferia a cobrar su cuota diaria de vida metropolitana. Automovilistas y transportistas peleando con otros automovilistas, con peatones y ciclistas por cada centímetro de calle. Residentes propietarios indignados con cualquiera que invada su zona de confort —que por degradada o estéril que esté, es su desgracia y de nadie más. Ciudadanos cabreados todos e infringiendo la ley en cada esquina, a la vista de los agentes que debían de hacerla cumplir.

A dieciocho años de gobiernos “democráticos” y de “izquierda,” la ciudad y su gobierno, envueltos en esa realidad, tratan de paliar nuevamente esa des e in-gobernabilidad con estrategias distintas —al menos en lo que a obras de gran escala se refiere. Hoy se licitan y contratan éstas en base a esquemas de asociación público-privada: carreteras, CETRAM, parques o calles. Hoy se exige mayor participación y a más sectores para hacer efectiva la solvencia social, no sólo a través de programas gubernamentales etiquetados en presupuestos exiguos. Sin embargo la normatividad vigente en todos los ámbitos del gobierno es obsoleta, complicada y no es extraño para nadie que genere más corrupción que desarrollo. Urge una reforma de pies a cabeza. La solidaridad y la participación ciudadana son más griterío y negación que propuesta y civismo. Para colmo, la izquierda —lo que eso signifique— que ha venido administrando esas leyes y gobernando la ciudad, se separa. Los ciudadanos, como los hijos de padres divorciados, no saben a qué atenerse con uno o con el otro ni con quien acabaran viviendo. Esos ciudadanos desamparados y vulnerables son los verdaderos afectados de ese vulgar pleito de alcoba.

Ante ese panorama, la urgencia está en encontrar cómo implementar políticas públicas y dinámicas económicas que por fin articulen la ciudad en áreas mas homogéneas en lo físico y heterogéneas en lo social, mixtas en su uso y uniformes en su calidad, mezcladas y no segmentadas. Los esquemas de asociación público-privada parecen ser el futuro de las ciudades para desarrollar infraestructuras y equipamientos, pero siempre y cuando los proyectos sean evaluados y seleccionados con transparencia, con responsabilidad social y profesionalismo. Porque si, como en otros estados, se usan ya para proyectos populistas, políticamente rentables o para financiar carreras políticas, casas o yates, se acabará por dinamitar un magnífico esquema productivo con futuro.

Hacia la reforma constitucional del Distrito Federal habrá que considerar nuevas reglas de juego, no hacer un remiendo de las leyes y normas actuales que ya no funcionan. Habrá que abrir la ciudad al capital económico en el mercado y al capital social en el Estado. No será el que ofrezca más lineas de autobuses, más concreto en segundos o terceros pisos, mas subsidios u otras ocurrencias quien se haga de la ciudad y su Estado, sino quien ofrezca una agenda de civilidad y de gestión participativa. Sin ello hoy en día realizar cualquier cosa se ha vuelto imposible, desde construir un puente hasta poner un miserable parquímetro se ha vuelto un tema de policía, de ideologías o de vil pillaje. Quien logre ponernos o, mejor: proponernos un acuerdo en lo básico, quien logre crear mecanismos de participación y discusión que sean funcionales y productivos, tendrá las llaves de la ciudad. De otro modo seguiremos escuchando a merolicos de plaza ofreciendo baratijas y engañifas a la venta, no estrategias, ni bien común. Hoy tenemos un bono demográfico positivo, capitales privados en busca de oportunidades y una ciudadania con mayores niveles educativos que en la mayoría del país. Si no lo aprovechamos, la crisis se volverá exponencial y la des-gobernabilidad será inmanejable. Hoy como nunca, hay que confrontarnos y confrontar la ciudad. Octavio Paz escribió el poema cuyo fragmento apostilla este texto en 1987. A 28 años de su publicación ha llegado el momento de hablar de la ciudad.

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