Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
22 octubre, 2016
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Se acercaba una tormenta a la costa noroeste de los Estados Unidos. Los meteorólogos preveían que sería una de las peores en décadas, mientras los noticieros advertían hacerse con víveres, agua y baterías para cuando la energía eléctrica fuera cortada por los fuertes vientos. El sábado al medio día llovía en Seattle. Era una llovizna constante que empapaba la ropa y los zapatos, pero una llovizna, no un aguacero. Menos una tormenta. A las dos de la tarde los encargados de la Biblioteca Pública de Seattle anunciaron que, extraordinariamente, cerraría en media hora a causa de la tormenta por venir. Un edificio revestido todo en vidrio no podía arriesgar a sus ocupantes si las fachadas cedían al viento. La gente salía por las largas escaleras eléctricas color amarillo. Filas de visitantes tan largas como las escaleras. Algunos iban cargados con bultos más bien grandes y vistiendo largos abrigos encima de largos sacos encima de largas camisas, como llevando toda su ropa puesta y como llevando todas sus pertenencias en los bultos que cargaban. Y así era.
En diciembre de 1999, Koolhaas y OMA escribieron en la presentación a su propuesta para el concurso de la Biblioteca Pública de Seattle que la biblioteca representaba uno de los últimos universos moralmente incuestionables: un albergue comunitario para actividades “buenas” (o necesarias). Afirmaban que esa bondad estaba conectada íntimamente con el valor del libro y que, al surgir otros medios de almacenamiento y transmisión de la información, la biblioteca se veaía amenazada, a punto de ser tomada por sus enemigos, los bárbaros medios electrónicos. Eso mataría aquello. Al mismo tiempo que la letra impresa era acosada por los formatos digitales, según Koolhaas y su equipo el ámbito público era sustituido por formas cada vez más sofisticadas y entretenidas de lo privado. Si el chip y el bit sustituían al libro, el anuncio luminoso y la pantalla suplantaban a la calle y a la plaza. Aquellas ideas se tradujeron en un diagrama en el que con palabras en color gris oscuro se dibujaban bloques de almacenamiento de información y, entre estos y con letras en color verde y amarillo, zonas de estar, incluyendo las áreas de lectura. El edificio construido sigue rigurosamente al diagrama que expresaba aquellas primeras ideas.
En la ciudad neoliberal no sólo se mermó, consumido por lo privado, el espacio público entendido como calle y plaza sino también como bien y bienestar. Esa ciudad se ha convertido en una eficaz máquina para producir desigualdad y pobreza. Es notable el creciente número de desamparados o excluidos en muchas ciudades del mundo antes llamado desarrollado. Homeless, es el nombre preciso en inglés, mientras los franceses les llaman con una sigla que es un eufemismo: esdéef, sans domicile fixe, y en nuestra sociedad no tener un domicilio fijo es casi peor que no tener nombre. El domingo la Biblioteca prometía abrir en su horario habitual, de medio día a seis de la tarde, si la tormenta lo permitía. Y lo permitió. La tormenta no pasó de una lluvia constante en la noche y vientos que lograron romper algunas ramas de árboles viejos. A las 11:30, frente a la puerta principal de la Biblioteca, se empezaba a formar un grupo de personas esperando que abrieran las puertas. Algunos turistas. Otros, eran los mismos que el día anterior salieron cargando bultos y vestidos con largos abrigos sobre largos sacos sobre largas camisas. Los homeless de la ciudad buscaban refugio en la Biblioteca que ofreció, desde su concepción, ser un baluarte ya no sólo del libro y de la información sino de lo público. Mientras los turistas nos ocupábamos en recorrer los diez niveles del edificio, pasando de un espacio abierto a otro a través de las plataformas que hacen las veces de contenedores de libros y paseando por escaleras y rampas que son casi un laberinto —como debe tenerlo cualquier gran biblioteca se respete—, los homeless encontraban amparo y domicilio en sus salas de lectura. Ahí no sólo se refugiaban ese día del viento y la lluvia, como otros días lo hacen del frío o del calor. También leían, buscaban información en la red o respondían, supongo, correos personales, escuchaban música o, en las salas acondicionadas para eso, la tocaban. El éxito de la Biblioteca Pública de Seattle como refugio y más, como centro comunitario ya ha sido comentado en varios medios locales. No es una condición única de ese edificio sino compartida con muchas bibliotecas públicas en distintas ciudades de los Estados Unidos y de otras partes del mundo. Y hoy, también en muchas ciudades, estos edificios, universos moralmente incuestionables, refugios de lo público, están también bajo el ataque de “políticas” —el nombre nunca fue menos adecuado— que ceden ante la voracidad de lo privado haciendo que, quizá, al sdf haya pronto que sumarle otras siglas: sin domicilio fijo y sin espacio público.
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