José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
La Ciudad de México, entendiéndola como una extensión territorial que abarca tanto al centro como la periferia, fue dura, sinónimo [...]
25 agosto, 2017
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
Ante los hechos ocurridos en Charlottesville, que sobra detallarlos aquí, podemos proponer una posible problematización respecto a la democracia contemporánea en Occidente, y a una de sus herramientas más celebradas desde la Ilustración francesa: la libertad de expresión. Una de las constantes más o menos generales de los grupos conservadores hoy es que comienzan a reconocer el derecho a la opinión como una vía de enunciación. Desde una ingenuidad terrorífica ya no buscan la represión operativa y franca, o más bien, esta queda traducida a una necesidad de formar parte de una conversación política cada vez más centrada en conflictos identitarios, como pueden serlo el género, la raza y la clase. Si algo tienen en común el Frente Nacional por La Familia con los supremacistas del estado de Virginia es que justifican y realizan sus acciones de la misma manera que cualquier disidencia lo haría: están visibilizando sus demandas ante la presencia de una mayoría que comienza a solidificarse y a detentar la voz y el voto. De esta manera, los fines opresivos de estos grupos quedan vaciados de sentido, así como los significantes de la libertad de expresión (disenso, oposición, puesta en crisis de las ideas imperantes). En teoría, lo que ellos están haciendo no es otra cosa más que ocupar la plaza pública y tomar su turno. Trump mismo ha declarado que todos sus insultos no albergan ninguna intención racista o misógina, pero que, de todas maneras, alguien lo tiene que decir. Pareciera, entonces, que no existe tal cosa como los conflictos identitarios antes mencionados. Pero los sucesos de Charlottesville demuestran lo contrario.
En The liberal monument: urban design and the late modern project de Alexander d’Hooge se propone un perímetro teórico que nos podría ayudar a entender la escultura pública propia de la ciudad moderna como una que meramente marca un sitio territorial; enmarca una vida comunitaria (las esculturas públicas que están en parques o en plazas); es abstracta (lo abstracto aquí funciona como lo contrario a lo representativo; es decir, una escultura abstracta no es una escultura ecuestre, no encarna una ideología) y forma parte de una ciudad cuyo trazo está basado en la agrupación de las necesidades fundamentales de sus habitantes como el consumo (centros comerciales) y las facilidades para realizar cualquier recorrido. Pero el autor también menciona que estas esculturas, aún cuando estén inscritas en la abstracción, de todas maneras son tan simbólicas como cualquier tótem antiguo o como cualquier monumento estalinista. Puntualmente, d’Hooge comenta que son símbolos de la política liberal. Pero la estatua del General Lee que provocó los enfrentamientos en Charlottesville es el símbolo de una ideología totalmente tangible no sólo en la teoría política sino también en el espacio público. La figura de un militar confederado que era dueño de esclavos es también la de la segregación racial contemporánea (y digo contemporánea porque, hace apenas 70 años, existe este sistema de separación entre ciudadanos con derechos y aquellos que no pueden tenerlos) sucede en las calles, en los servicios de transporte, en los restaurantes. ¿Cuál será el número oficial de ataques por parte de ciudadanos blancos y estadounidenses hacia migrantes que hablan en español en espacios públicos? ¿Cuántos policías blancos han asesinado a jóvenes negros sin tener ni siquiera una causa probable? A pesar de toda la retórica historicista y patrimonializante de Trump sobre los monumentos confederados (Tina Fey, en su última intervención en Saturday Nigh Live, dio el acertado comentario que que el presidente derribaría en cualquier segundo esas estatuas si pudiera levantar en su lugar condominios), el General Lee de Virginia es una actualidad para aquella ciudadanía que, en sus manifestaciones, sigue levantando las banderas de uno de los grupos que, durante la Guerra Civil, se oponía a liberar a sus esclavos.
El conflicto racial se está liberando en la esfera privada. Charlottesville demuestra que el racismo no se ha ido de Estados Unidos, que el triunfo presidencial de Donald J. Trump fue predecible. Pero en la esfera físicamente pública es donde el conflicto es en verdad productivo: las protestas no son símbolos abstractos del pasado, y ponen en la superficie que la identidad de las minorías persiste a pesar de los intentos de mantener una “discusión racionalizada”, que la opresión sí es operativa y que sí hay una población que, factualmente, está siendo oprimida. La violencia en Charlottesville no tiene zonas grises, y la calle seguirá siendo el lugar en el que se resuelva.
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