La casona y la semilla
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3 marzo, 2020
por Alfonso Fierro
El edificio apareció de repente, luego de que salí de uno de los senderos que atraviesan los árboles y desembocan en la plaza de los museos. En medio de la oscuridad, las luces verdes que palpitaban adentro de la California Academy of Sciences lo hacían parecer un organismo latiente. Durante el instante en el que las luces permanecían encendidas, se revelaba la silueta del lugar: una estructura de vidrio y metal con la que Renzo Piano se había comido el viejo edificio decimonónico de la academia, como uno de esos árboles gigantes que crecen y extienden sus raíces encima de las pirámides. El escenario era medio futurista: la vibración de la música electrónica que se oía adentro, las luces verdes que la acompañaban, la noche y un edificio de alta tecnología ingenieril que parecía emplazado en la tierra misma, como si ya hubiera echado sus raíces artificiales. Pensé que venía bien con la imagen con la que San Francisco se había renovado, la de una ciudad al mismo tiempo exitosa y bienpensante, productiva y consciente, tecnológica y orgánica. Y sin duda ese edificio de un starchitect —al igual que el de enfrente, de Herzog y De Meuron— se había puesto ahí para darle cuerpo a esa marca, credibilidad financiera.
El lobby de la academia estaba a oscuras. Las luces verdes provenían de la cabina del dj hasta el fondo del patio central. Las personas que atravesaban parecían sombras deslizándose. Algunas iban hacia la música o se acumulaban en una de las barras. Otras deambulaban hacia una de las dos esferas que había a cada lado del patio. Me dirigí primero a la esfera de vidrio que contenía una selva tropical en su interior. Se entraba por abajo, a la altura de un río donde nadaban peces de agua dulce, y poco a poco se iba subiendo hasta alcanzar la cima de los árboles. Había muchas mariposas volando ahí adentro. Uno pensaba luego luego en los grandes jardines botánicos de Europa, esa parte fundamental del proyecto colonial en donde la arquitectura construía las condiciones artificiales para conservar especies que afuera morirían. En esos ambientes fabricados se podían coleccionar, clasificar y estudiar aquellos organismos que los europeos desconocían pero que ansiaban dominar junto con las tierras y la gente conquistada, en ese perfeccionamiento del poder colonial que pasaba por el conocimiento. Ahí se guardaba en miniatura, como si fuera un frasco, la experiencia ensordecedora de sus naturalistas al confrontar una explosión de formas de vida que no comprendían muy bien, tal como Henry Bates lo describe en El naturalista en el rio Amazonas (1873). “Luego me enteré”, dice Bates en algún punto, “que este rugido de la vida nunca cesa del todo, día o noche”. Por otro lado, este jardín botánico en específico estaba construido con una maestría ingenieril que lo proyectaba hacia el futuro. Parecía, desde este ángulo, algo más similar a un invernadero dentro de una nave espacial o una de esas ciudades aéreas que se han imaginado arquitectos como Buckminster Fuller o artistas como Tomás Saraceno frente a la catástrofe ambiental del planeta. En cualquier caso, un ecosistema cerrado donde ese “rugido de la vida” ya solo puede sostenerse aislado del exterior, controlado, en respiración artificial.
Enfrente estaba el planetario, una esfera plateada que parecía una nave espacial, otro ecosistema aislado de su exterior, producido y sostenido a partir de la ingeniería. Decidí no entrar a la película, que en teoría discutía las posibilidades de colonizar Marte. Pensé que quizá estuviera basada en la novela Red Mars de Kim Stanley Robinson, donde un grupo de cien científicos es enviado a colonizar Marte. A lo largo del trayecto, cada quien va construyendo su propia posición de lo que debe hacerse, pero todos ven en Marte algún tipo de salvación o posibilidad más allá de la Tierra. En vez de entrar a eso, decidí bajar al acuario, que sugiere un descenso a las profundidades submarinas. Ahí abajo todo estaba a oscuras, salvo por las luces de las peceras cuyas intensidades se correspondían con la distancia de cada uno de esos ecosistemas de los rayos del sol. Pasar de una pecera a otra era como irse asomando por las ventanitas de un enorme submarino. Me detuve frente a una pecera muy grande en la que una medusa alumbrada de naranja pulsaba como un corazón, ascendiendo poco a poco hasta que de pronto se dejaba caer a pique para luego empezar de nuevo. Medio ensimismado, pensé que en otros tiempos, antes de encajonarse como una máquina de guerra, el submarino se veía como una nave acondicionada para bajar a explorar todos los misterios que guardaba el fondo del mar: ciudades subacuáticas, Atlantis, el centro de la tierra, las veinte mil leguas. “Las grandes profundidades del océano son completamente desconocidas para nosotros” decía el profesor al inicio de Veinte mil leguas de viaje submarino “la sonda no ha podido alcanzarlas. ¿Qué pasa en esos abismos lejanos? ¿Qué seres habitan y pueden habitar a doce o quince millas debajo de la superficie de las aguas?”. Hermético, aislado de las aguas y alumbrándolas con sus luces, el submarino era un vehículo exploratorio, una nave de reconocimiento cuyo propósito quizá no fuera tan distinto de lo que los naturalistas hacían en las selvas coloniales o, más tarde, lo que los astronautas soñaban con hacer afuera de la Tierra.
Subí finalmente al techo verde, cuyas cúpulas imitaban los cerros de San Francisco. En teoría, ese techo era capaz de monitorear el clima, aislar y regular la temperatura del interior del edificio, proveer oxígeno, capturar agua y energía solar. En conjunto, el edificio se presentaba como una verdadera máquina de habitar autosuficiente, capaz de regularse a sí misma para garantizar de este modo las posibilidades de sostener la vida al interior. Un sistema de aire acondicionado o de acondicionamiento del aire, como decía Sloterdijk. Si aquello ofrecía una imagen del futuro, era tal vez la imagen de comunidades encapsuladas, organismos ingenieriles capaces de regularse tecnológicamente, habitables solo en aislamiento del exterior, como naves o submarinos resguardándose de un planeta inerte.
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