Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
8 octubre, 2017
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
[En la vieja Salpia] año con año había enfermedad hasta que finalmente, sus sufridos habitantes hicieron una petición pública a Marco Hostilio que acordó buscar y encontrar un lugar apropiado para mudar su ciudad.
Vitruvio
No con usura
Ezra Pound
1. Los rascacielos de Manhattan
En 1968 Christopher J. Schuberth publicó su libro The Geology of New York City and Environs, uno de los pocos libros publicados hasta entonces, según escribió Anastasia van Burkalow en The Geographical Review al año siguiente, dedicados a entender la geología local. Además de explicar los tipos de suelo y los procesos de formación de las distintas capas que los componen, al libro de Schuberth se le debe una hipótesis que, por su aparente claridad, muchos han dado por válida: que el perfil que dibujan los rascacielos en Manhattan reproduce el del subsuelo de la isla, donde la capa dura se encuentra a pocos metros de profundidad en Lower Manhattan y al sur de Central Park y baja hasta más de 45 metros de profundidad en Midtown y al norte de Central Park. Esa condición geológica fue la que facilitó que en ciertas partes se construyeran desde finales del siglo XIX edificios cada vez más altos, mientras que en otras, incluso hoy todavía, la ciudad des de menor altura. “El perfil de rascacielos de Nueva York —escribió Schuberth— está agrupado en Midtown, donde la capa dura está a pocos metros de la superficie y en Downtown, donde de nuevo reaparece a menos de diez metros cerca de Wall Street. En cualquier caso, se ve claramente cómo la facilidad de llegar a la capa dura, hasta cierto grado, controló la planeación arquitectónica de la ciudad.”
Sin embargo, en el 2010, Jason Barr, Troy Tassier y Rossen Trendafilov publicaron un estudio titulado Bedrock Depth and the Formation of the Manhattan Skyline, 1890-1915, que algunos años después sería comentado en medios no especializados en artículos con títulos como el mito de la capa dura: la evolución del skyline de NYC se debe más a los dólares que a las rocas. Ross, Tassier y Trendafilov inician su artículo diciendo que “a finales del siglo XIX un conjunto de innovaciones tecnológicas permitió la construcción de rascacielos. Estructuras de vigas de acero relativamente ligeras pero de gran resistencia hicieron innecesario el uso de muros de piedra gruesos y pesados. La introducción de ascensores con frenos de emergencia hizo que el transporte vertical fuera seguro y rápido. Sin embargo —agregan— cuando los rascacielos se vuelven tecnológicamente posibles, los desarrolladores tienen que considerar la geología bajo sus edificios. Idealmente, un rascacielos debe anclarse a la capa dura para prevenir asentamientos (probablemente) desiguales.” Y esto sobre todo en las partes de la isla donde la capa dura es profunda y el suelo que la cubre es muy húmedo. También explican que cuando el costo del suelo y la demanda de espacio se incrementaron, los inversionistas buscaron aumentar la altura y debieron resolver problemas técnicos. Citan, por ejemplo, un artículo de 1912 en el que se explica por qué la dificultad para realizar excavaciones profundas, “de gran riesgo sin importar qué tan bien entrenadas estén las unidades de construcción de cimientos de una compañía,” incrementaban los costos. Pero, según su estudio, ese no es el único factor que determinó la construcción de rascacielos en Manhattan.
Ross, Tassier y Trendafilov realizan un análisis económico más que geológico. Estudiando 53 grandes desarrollos comerciales construidos entre 1899 y 1915, encontraron que “tener que excavar hasta la capa dura sí incrementa significativamente los cosots de construcción de esos proyectos, pero los costos asociados con la capa dura más profunda son pequeños en relación al costo total de la construcción del rascacielos y al de los terrenos en la ciudad.” En sus análisis, Ross, Tassier y Trendafilov determinaron que el aumento del costo total no era mayor al 7% en promedio. Para ellos, las razones de la distribución de rascacielos en el territorio de la isla son más complejas, incluyendo el costo de los terrenos y la aglomeración de construcciones, servicios y transporte. En otras palabras, un terreno al lado de donde ya se construyeron varios edificios altos tendrá mayor costo pues habrá inversionistas buscando construir más en esa zona. En la relación entre inversión y retorno —el motor del desarrollo urbano guiado por el libre mercado— las decisiones sobre dónde construir rascacielos “no fueron afectadas de manera primordial por la profundidad de la capa dura. Más bien fueron factores económicos y demográficos, como el acceso al transporte público y la densidad poblacional, los que tuvieron mucho más peso que la geología.” Por supuesto, dicen, “la geología puede afectar la estructura urbana espacial de otras maneras” y “no tomarla en cuenta puede tener graves consecuencias, por ejemplo importantes estructuras en la Ciudad de México se hunden porque el agua de los acuíferos es extraída.” Y otra comparación que habría que hacer entre Nueva York y México, en términos de riesgos geológicos, es que evidentemente acá tenemos además terremotos —aunque es un error suponer que en Nueva York “no tiembla:” el último sismo “fuerte” registrado fue en 1884, de unos 5 grados de magnitud, y los geólogos piensan que la falla de Ramapo, unos 300 kilómetros al norte río arriba del Hudson, bien puede causar un sismo de hasta 7 grados de magnitud, potencialmente devastador para la ciudad.
2. El Atlas de riesgo de la Ciudad de México
La Ciudad de México podría considerarse un monumento a la irresponsabilidad o, siendo menos pesimistas, al desafío. Instigados por un águila, acaso los primeros temerarios fueron los aztecas al fundar México-Tenochtitlán a medio lago, aunque tenemos la idea de que supieron establecer una relación virtuosa con su medio, como jamás ha vuelto a darse en las ciudades que después han llevado el mismo nombre y ocupado el mismo territorio. Desde que Enrico Martínez se empeñó en abrir el Tajo de Nochistongo hasta la decisión de construir un nuevo aeropuerto en el lecho seco del lago de Texcoco, sorprende cómo hemos invertido tantos recursos materiales e inteligencia con tan poco tino. La ciudad se hunde y se inunda y pese a eso el agua potable escasea. El suelo es frágil y poco estable donde es plano y donde es sólido y firme la topografía es caprichosa. El riesgo, pues, parece grande y omnipresente: cae del cielo como lluvia o surge desde el fondo del suelo como fallas geológicas y terremotos.
Tras el terremoto del pasado 19 de septiembre, creció la exigencia de que el gobierno local hiciera pública la información sobre los riesgos naturales que enfrentan los habitantes de la Ciudad de México. Ya desde el 2002, el ingeniero geofísico Cinna Lomnitz publicaba en la revista Nexos un artículo titulado La callada advertencia en el que advertía que “no parece existir en México un programa diseñado para proporcionar al ciudadano afectado y a las propias autoridades una información confiable sobre los riesgos específicos que afectan a cada población, a cada colonia y a cada casa.” El 27 de septiembre, Héctor de Mauleón escribió en El Universal sobre el Programa de Desarrollo de la delegación Cuauhtémoc, publicado en la Gaceta Oficial del ex-Distrito Federal el 22 de octubre del 2013, que advertía que “prácticamente todo el territorio de la delegación se encuentra en condición de peligro sísmico alto” y que una falla geológica afecta a diez colonias de dicha delegación. Un par de días después, Héctor Aguilar Camín publicó en el periódico Milenio un artículo titulado Riesgos escondidos en CdMx. Ahí explicaba que desde la época de Marcelo Eberard como jefe de gobierno de la ciudad se habían invertido 103 millones de pesos para elaborar un Atlas de riesgos para la Ciudad de México y que esa información no era pública pese a las peticiones expresas, mediante el instituto de transparencia, de al menos 113 ciudadanos. La excusa para no hacer público el Atlas, según dijo el senador priista Emilio Gamboa le explicó el jefe de gobierno de la Ciudad de México, eran motivos de seguridad: “cualquiera que quisiera hacer algún mal uso o travesura metería en una gran, gran crisis a esta ciudad que tiene millones de personas” —como hubiera acotado Monsivais: sic. Finalmente, quizá ante la presión pública, el Gobierno de la Ciudad de México abrió un sitio en la red para el Atlas público de riesgos de peligros y riesgos de la Ciudad de México —sí: sic. En ese sitio se presentan varias capas de información con mapas geológicos (que incluyen información sobre zonificación geotécnica y sísmica, fallas y fracturas y de hundimientos, entre otras), hidrológicos, meteorológicos, químico-tecnológicos, socio-organizativos y escenarios para fallas de los emisores poniente y central y del gran canal. Así, además de la ya conocida división de la zona urbana del Valle de México en lomas, transición y lago —y esta a su vez en cuatro sub-zonas—, podemos enterarnos si vivimos o trabajamos en zonas donde el suelo es endeble y amplifica las ondas sísmicas, es proclive a padecer inundaciones o hay alguna falla geológica —o, en el peor de los casos, todas juntas.
Con toda esa información la pregunta pareciera obvia: ¿cómo ha afectado el conocimiento de tales riesgos en las decisiones de planeación urbana a pequeña, mediana y gran escala en la ciudad? Y, más aun, ¿cómo se utilizará dicha información al tomar decisiones sobre el futuro inmediato de la ciudad —hablemos de la reconstrucción que viene— y el futuro a un plazo mayor? Más allá de los factores de diseño estructural en los diversos tipos de suelo de la ciudad, por ejemplo, ¿qué decisiones de planeación urbana pueden tomarse entendiendo estos mapas de riesgos? Sabemos hoy que la decisión de desarrollar la ciudad hacia Santa Fe fue un error —y quienes la tomaron terminarán en el círculo del infierno dedicado a los malos planificadores—, así como el crecimiento desmedido y de baja altura, pero el regreso a la ciudad central y su densificación, proclamados como la salvación de la metrópoli, ¿qué rumbo deben tomar envistas de los diversos riesgos que las capas del Atlas acumulan más en unas zonas que en otras? Si atendemos a lo que Ross, Tassier y Trendafilov descubrieron en su análisis del crecimiento de Nueva York, hay factores demográficos y económicos que resultan con más peso en el desarrollo urbano que las características geológicas de una ciudad, sobre todo si este es dominado por el mercado inmobiliario, pero ¿hasta dónde se puede diseñar contra la naturaleza y sin atender los riesgos?
Al año siguiente de que Christopher J. Schuberth publicó su estudio sobre la geología de Nueva York y sus alrededores, el arquitecto escocés Ian L. McHarg publicó su libro Design with Nature, una promesa “para un mejor mundo” gracias a la “ecología y al diseño ecológico,” según escribió Lewis Mumford. El planteamiento de McHarg se puede resumir con algo que dice en el capítulo de su libro que dedica, precisamente, a la isla de Manhattan:
“La proposición básica empleada es que cualquier lugar es la suma de proceso históricos, físicos y biológicos y que éstos son dinámicos, que constituyen valores sociales y que cada área tiene una oportunidad intrínseca para ciertos usos del suelo y, finalmente, que ciertas áreas se prestan a múltiples usos del suelo coexistentes.”
En ese capítulo McHarg muestra en una serie de mapas “que son más como mosaicos que como carteles, “ que los “atributos discretos” que “presenta” la tierra puede, “al sobreponerse unos con otros, revelar gran complejidad. Y esa es la complejidad real tanto de la oportunidad como de las limitaciones.” En ese sentido, McHarg propone “abandonar los valores económicos absolutos que cubren sólo un pequeño espectro de los valores de costo y, empleando un sistema relativo de máximos y mínimos, incluir todos los factores que niegan la precisión ilusoria de la economía costo-beneficio.” En otras palabras, citando aquél canto de Ezra Pound, para planear una ciudad no con usura.
Unos capítulos antes, McHarg afirma que “la formulación de estas regulaciones no requiere una nueva ciencia; no necesitamos acercarnos más que al umbral del conocimiento a finales del siglo XIX. Podemos inicialmente describir los más grandes procesos naturales y sus interacciones y luego establecer el grado en el cual estos permiten o prohiben ciertos usos del suelo. Hecho eso, es trabajo del gobierno y el poder judicial asegurar nuestra protección mediante el ejercicio apropiado del poder policiaco.” Y acá de nuevo habría que citar a Lomnitz y su idea de que la mejor, acaso la única defensa que tenemos contra el próximo sismo que sabemos inevitable es el buen gobierno. Quizá no haga falta un Marco Hostilio para pedirle buscar y encontrar un lugar apropiado para mudar la ciudad, pero sin duda habría que esperar que, tras el segundo terremoto de un 19 de septiembre, las políticas urbanas sean cada vez más claras y responsables y el desarrollo urbano responda, además de a la economía y a la demografía entre otros factores, a las oportunidades y, ante todo, a los riesgos que presenta la particular geología de la cuenca de México.
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