13 septiembre, 2014
por Arquine
por Alejandro Hernández Gálvez | @otrootroblog
El martes pasado, entre los diversos textos que publicamos en Arquine en relación al recién anunciado proyecto de Norman Foster, asociado con Fernando Romero, para el nuevo aeropuerto de la ciudad de México, Ernesto Betancourt escribió uno titulado Foster o similar. El argumento básico de Ernesto es que, pese a que entre los arquitectos es común “atacar los proyectos del prójimo” por las fallas con las que resultan, comúnmente, los proyectos de obra pública al construirse, la culpa realmente la tiene la “anquilosada y disfuncional” Ley de Obra pública y de los Servicios relacionados con la misma.
Aunque el espíritu de a ley, dice Ernesto, debiera ser “la transparencia y la equidad en la asignación de contratos,” con “su innecesaria cantidad de papeleo,” lo que realmente hace es generar licitaciones que “son pantomimas” —dice— “sea por corrupción abierta o porque es la única forma de cumplir con una traumatología inexplicable, infinita y amañada”. Por supuesto, afirma Ernesto, “que a las empresas ganadoras se les solicitan ‘dádivas’ de muy diverso tipo, desde contribuciones encubiertas a campañas políticas hasta aportaciones personales para engrosar el patrimonio de funcionarios y políticos de muy diverso monto y rango”.
No citaré más el texto pues el lector lo puede consultar en este mismo blog por entero. Sólo insistiré en un resumen que espero no desfigure el argumento de Ernesto: hay una ley, mala por su forma y su contenido, que es la culpable de que en la arquitectura pública en México, entre otras cosas, se hagan proyectos a las carreras, asignados según la voluntad de un funcionario, mal construidos y que suponen gastos innecesarios además de corrupción.
El texto de Ernesto fue comentado y celebrado por varios arquitectos en las redes sociales, ya que lo que dice, en principio, es cierto. Pero me parece que el que el texto construya explícitamente, como parte central de su argumento, una excusa o literalmente una coartada a las prácticas que genera la ley no sólo es equívoco sino, en el fondo, perverso. Habría aquí recordar la traducción que proponía Alfonso Reyes a la obra de Oscar Wilde, The importance of being Earnest: no Ernesto, Severo: riguroso, exacto y rígido en la observancia de una ley, dice el diccionario.
Decir que la culpa es de la ley y no de quienes la aplican a su antojo es hacer de este asunto un tema casi abstracto. Podríamos imaginarnos, como en la Parábola de la Ley de Kafka, una ley inconmensurable, incapaces de transformarla —aunque el acceso a la misma esté abierto sólo para nosotros— pese a reconocer sus nefastos efectos.
Resultaría entonces que la ley, en este argumento, juega un papel similar al de lo cultural en la respuesta que dio hace unos días Peña Nieto al cuestionamiento sobre la corrupción en México. En otra parte escribí que, desgraciadamente, estoy parcialmente de acuerdo con Peña, siempre y cuando lo cultural no sirva como coartada, sino que se entienda que cultural ahí quiere señala el cuidadoso cultivo de un sofisticado sistema en el que “el mayúsculo robo o abuso de poder del gobernante en turno se equilibra con cientos o miles de pequeñas —o no tanto— faltas de los gobernados. Es un toma y daca complejo pero balanceado: a los grandes abusos corresponden multitud de pequeños abusos de los de abajo”.
La Ley de Obra Pública será mala, defectuosa, complicada e incomprensible como en relato kafkiano, pero el gobernante que por capricho hace de una ocurrencia un proyecto y el arquitecto que lo ejecuta, así como el constructor que lo construye y todos a los que beneficia con porcentajes que a su vez le garantizan su participación en el entuerto, todos ellos, son parte de ese sistema que, quizás, la Ley propicie, pero que ellos, con su complacencia y franca complicidad, fomentan. La corrupción —en muchos casos pero aquí, en particular, en la obra pública con sus perversos efectos en la arquitectura y el urbanismo— no es sólo efecto de una lejana Ley a la que hay que seguir como un mecanismo a ciegas, la corrupción, como decía la frase famosa, somos todos —aunque, parafraseando a Orwell, unos somos más corruptos que otros.