Un vacío entre muros y techos
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1 noviembre, 2013
por Pablo Martínez Zárate | Instagram: pablosforo
La invención del espacio cinematográfico se debe en gran medida a películas siderales. Tres de ellas, entre otras, han marcado la historia de cine: El viaje a la Luna, 2001: Odisea en el espacio y, recientemente, Gravedad.
Las aportaciones de la película de George Melies van más allá de los valores intrínsecos a toda su producción. Esto es, no radican únicamente en el fantástico diseño escenográfico, sino también en artefactos narrativos que nos permiten desplazarnos por el espacio exterior y que nos cautivan incluso a más de un siglo de su realización. Podríamos decir que fue el primer ser humano capaz de hacer visible la superficie lunar gracias a su magia óptica y su tan audaz creación de personajes.
Por otro lado, Stanley Kubrick tuvo una ventaja considerable en los casi setenta años que separan a las dos películas tanto en la evolución de la industria del cine, como en los avances científicos que acompañaron dicho periodo. En ambos casos, pero bajo premisas distintas, los directores partieron de textos literarios para desarrollar su ciencia-ficción. La diferencia es quizás la profundidad científica con la cual Kubrick preparó su película (vale mucho la pena ver el detrás de cámaras para entender la complejidad del proyecto).
Del mismo modo que Melies inventó técnicas narrativas, Kubrick hizo historia al desplazar la cámara en entornos sometidos a gravedad cero. La combinación de las composiciones de Strauss (Richard y Johann) y Ligeti, con las secuencias labradas por Kubrick, John Hoesli (director de arte), Geoffrey Unsworth (cinematografía) y el resto del equipo de producción, concibieron una fórmula nunca antes vista de trayectoria fílmica en el espacio exterior y, ultimadamente, en el espacio mismo visto a través del ojo mecánico del cine; la cámara, como supuestamente las naves donde se mueven los personajes, parece estar suspendida en el espacio, flotando a miles de kilómetros de la Tierra.
Y entonces llegamos a nuestros días, con una ya “vieja” historia de exploración espacial, y la cinematografía de Lubezki combinada con las ocurrencias de los Cuarón. Fueron cuatro años para diseñar una tecnología capaz de transmitir la sensación de gravedad cero sin sacrificar la vida de los actores (que hubiera sido sin duda un sacrificio costosísimo). Así, cinematográficamente, continúa la vanguardia impuesta por los dos ejemplos citados anteriormente, regalando al espectador secuencias caracterizadas por un dominio de lenguaje inigualable. El plano secuencia inicial es prueba de ello: la cámara inventando el espacio, casi con inteligencia propia, al seguirle la pista al trabajo en suspensión de los astronautas. Pero después de verla a profundidad, compararla con la destreza ya manifiesta en los otros títulos de Cuarón, nos encontramos ante una disyuntiva.
A diferencia de las dos películas citadas con anterioridad, Gravedad no habla en momento alguno de una inteligencia extraterrestre. Ni irrisoriamente antropomórfica ni geométricamente imponente. La amenaza de padre e hijo Cuarón da vueltas alrededor de la tierra dos veces en hora y media, multiplicando su potencial destructivo. Esa es quizás la única fuerza narrativa, más allá de los guiños, símbolos y chistoretes que sueltan a lo largo de la historia. Pero esa fortaleza es también su condena. Mientras la amenaza viaja a cientos de kilómetros por hora, sin ayuda de nadie la heroína y el héroe caído (hasta su caída) se mueven alrededor de la órbita terrestre detrás de lo imposible y, por supuesto, alcanzando ese imposible espectacularmente, al puro estilo de Hollywood. Entonces, tal parece que el logro de Cuarón y compañía es meramente técnico, de lenguaje cinematográfico, mas no de diseño narrativo. Esto implica que la obra se resuelve en lo que solamente es verosímil para un espectador no científico. Y funciona muy bien, como muchas películas de Hollywood. Pero tal funcionamiento se sostiene únicamente en su dimensión cinematográfica, pues en el eje narrativo no hay una exigencia mayor por parte de los creadores. Lo anterior no se debe solamente a la inverosimilitud, que siempre puede excusarse mientras las reglas mismas que sostienen la historia se integren a un mismo universo, a un mismo orden de las cosas. He ahí el problema de Hollywood en muchas ocasiones, y el de Cuarón en relación a Melies y Kubrick. En Gravedad, los realizadores no diseñan un mundo nuevo, pero tampoco respetan las reglas del mundo al que han sometido a sus personajes. El colmo llega en el momento de la agnición y todo se reduce a un problema de inconsistencia. Inconsistencia magistralmente realizada (se gana un 10 redondo), pero inconsistencia a final de cuentas. ¡Vaya! El ser humano no es perfecto.
Cuarón, en una visita a México, confesó ser “esclavo de la narrativa”. Qué pena, pero en esta película lo comprueba. Éste, uno de los pocos títulos del director que no parten de textos literarios, confirma el irremediable destino de Alfonso: México ha perdido a su mejor director de cine, quien hoy se ha convertido ya, innegablemente, en un gringazo. Lo extrañaremos. Ojalá regrese algún día.
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