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El mundo es una plaza (comercial)

El mundo es una plaza (comercial)

22 agosto, 2016
por Pablo Martínez Zárate | Instagram: pablosforo

“El mundo es una plaza” suena a precepto clásico —lo es—. En gran medida, las ciudades de la antiguedad (re)afirmaban su identidad a través de la congregación, el intercambio y el reconocimiento mutuo que tenía lugar en espacios abiertos. Abiertos no sólo en el sentido arquitectónico-urbano, sino también si entendemos la plaza como aquel foro donde lo común se abre, donde la cosa pública (la res-pública) se anuncia. Así, desde su origen, estos espacios abiertos han permitido la definición de lo político; ya sea a partir de encuentros ciudadanos, transacciones comerciales o simplemente por medio de la negociación de las pasiones humanas, en sus tantas manifestaciones.

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La plaza es producto mismo de las necesidades de una vida compartida y como espacio histórico es médula de la (r)evolución de las civilizaciones. En la plaza confirmamos la pertenencia a un mismo mundo —entendido éste como “la proyección de patrones significativos hacia el espacio envolvente de la experiencia vivida, y la existencia de un código compartido cuya clave yace en las formas de vida en comunidad”, según Franco ‘Bifo’ Berardi**—.

El término de plaza proviene del griego platea que refiere a una vía sujeta de ser atravesada, una calle con frecuencia ancha donde pueden convivir muchas personas, un escenario de tránsito y contacto. Plaza remite también a lugar (place en francés y en inglés) y guarda algunos vínculos con el término patio –punto de encuentro al centro de una construcción—. Siguiendo las descripción de mundo de Bifo, la plaza es el sitio donde se negocian los valores, lo “verdadero”, los códigos por medio de los cuales damos sentido a esas experiencias compartidas.

La piazza italiana es tal vez el prototipo de plaza pública, mas toda ciudad tiene su(s) plaza(s), e inclusive en poblados menores la plaza resulta fundamental para la supervivencia del grupo e incluso la conservación del habitat. Cuando uno llega a una gran plaza —la Plaza di Popolo en Roma, la Plaza de la Revolución en la Habana, Taksim en Turquía, Plaza de la Constitución en México— el paisaje urbano se distiende, la vida de las avenidas precedentes desemboca sobre la plancha como un afluente cargado de memoria, memoria encarnada, como si el resto de la ciudad también confluyera en la plaza, eco de nuestros pasos, o como si la historia flotara en la forma de un fantasma sobre ese terreno abierto, una voz que nos llama a volver los sentidos sobre la vida en la ciudad y escuchar el murmullo de todas las generaciones que nos preceden, las que nos sucederán.

Hoy en día la plaza ha adquirido un cariz particular: la plaza pública se convierte en una plaza primordialmente comercial. Los grandes espacios abiertos no bastan en nuestra economía política postindustrial, urbana, de mercado, y hemos recurrido a los lugares confinados como complemento de la comunión.  A partir de lo expuesto hasta el momento, en la plaza comercial no tenemos sólo una arquitectura del consumo, sino también una identidad vinculada a ese sitio de transacciones, un cuerpo de valores que identifican a una colectividad, directa o indirectamente. En ocasiones me parece que aquella apertura de las plazas tradicionales se ha replegado en la configuración de  puntos de encuentro cerrados (en lo arquitectónico y en lo social).

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La plaza de antaño era pública por naturaleza, la plaza contemporánea es privada por imposición. A diferencia de la plaza pública (donde lo común se expresa), el centro comercial es el templo de lo individual, el sitio donde vamos a satisfacer nuestros caprichos personales. Sobre lo anterior, siendo un espacio privado, en esta plaza no se negocian derechos, se aceptan reglas de particulares. Southdale Center, el primer mall cerrado y climatizado de Estados Unidos, inaugurado en 1956, estableció la pauta para la posterior explosión del centro comercial como ícono de la vida en sociedad, vigente hasta nuestro capitalismo tardío. La misma noción de aclimatar el lugar sugiere un condicionamiento (del espacio, del cuerpo y de la mente).

La arquitectura de la plaza ha evolucionado, pero su función no sólo se ha mantenido, sino que se ha expandido a otras áreas de la vida en sociedad. En un inicio, la arquitectura del centro comercial reflejó un principio de diseño novedoso atado a tendencias de moda (y modernidad); un modo de vida de temporada.  Estos anhelos de novedad han inspirado la creación de espacios de fantasía, como el Schwabylon de Munich o el Helicoide de Caracas; y lo que es tan vez más significativo,  la transformación de sitios históricos en malls, como Las arenas de Barcelona y el Schloss Arkaden en Braunschweig. Tal vez el City Outlet de Bad Munstereifel, un pueblo alemán en el olvido que fue convertido en centro comercial (cada casa un local), es la metáfora a pequeña escala de este mundo mall en el que hoy vivimos.

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Cada vez más los centros comerciales atraen al exterior a sus entrañas: pistas de ski y de patinaje, juegos mecánicos, áreas verdes, lagos, fauna y flora exótica. Todo el mundo cabe en la plaza comercial, lo que recuerda al ímpetu imperialista de los glass houses decimonónicos, que buscaban conservar especies provenientes de todo el globo.

El mundo migró (de menos como idea) al interior de la plaza comercial, lo que significa que hoy el mundo se define en gran medida en los confines del mall. Si el mundo antes fue la plaza pública y hoy el mundo es la plaza comercial, así como el mall captura la intemperie al interior de sus galerías, también percibimos el movimiento inverso: la lógica del centro comercial contamina los espacios públicos. La plaza comercial extiende sus tentáculos a la calle, el jardín, las avenidas, el hogar. Anuncios que nos bombardean por doquier y nos recuerdan que hoy el dominio público pertenece a marcas privadas, sellos de vida sin los cuales perdemos el rostro, el nombre, la memoria. Tal vez los centros comerciales en abandono (ver el proyecto http://deadmalls.com)  sean una imagen apropiada para definir una identidad en crisis, una imaginación desierta. En este sentido, quizás más que arquitecturas del consumo, las plazas comerciales son arquitecturas de la desolación.

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* Este artículo surge de una visita a la exposición World of Malls: Architectures of Consumption (https://www.pinakothek.de/en/exhibitions/world-of-malls-architectures-of-consumption) exhibiéndose en la Pinakothek der Moderne (https://www.pinakothek.de/en) de Munich.

** Franco ‘Bifo’ Berardi (2015). Malinche and the End of the World. En The Internet is Dead. e-flux journal. Berlín: Sternberg Press.






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