Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
1 abril, 2024
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Al decir que la Bauhaus es importante hoy o, mejor, que ha vuelto a ganar importancia, tenemos en mente otra Bauhaus. Una cuyas ideas se han proclamado con regularidad pero rara vez se han llevado a cabo, una Bauhaus frustrada que intentó, aunque sin éxito, abrir una perspectiva humanista para la civilización técnica, es decir, ver el entorno humano como “un campo concreto de la actividad de diseño”.
Tomás Maldonado, “¿Tiene importancia la Bauhaus en nuestros días?”
Usé esa misma cita como epígrafe para otro texto aparecido aquí hace cinco años, cuando la Bauhaus cumplió cien años de haber sido fundada, el 1 de abril del 1919. Quizá cinco años no sea el tiempo suficiente para revisar un texto que, sin ninguna pretensión académica ni crítica, se tituló “Actualidad de la Bauhaus”; ni para escribir otro cuyo título parece apuntar en dirección contraria. Aunque en esos cinco años han pasado algunas cosas que invitan, si no es que exigen, repensar ciertas ideas que se entretejen en la posibilidad misma de plantear una “perspectiva humanista para la civilización técnica” de la que habló Maldonado.
Esos cinco años, tras el primer centenario de la apertura de aquella famosa escuela de diseño, abrieron con una pandemia que paralizó o alentó al mundo entero o, de menos, a aquella parte del mundo cuyas condiciones de vida ya ofrecían la posibilidad de “trabajar a distancia” y sobrevivir, educación, diversión y delivery incluidos, en un arresto domiciliario que aumentaba de manera notable las probabilidades de evitar el contagio. Pero otra parte del mundo, en muchos casos mayor que la anterior, no sólo no contaba con las condiciones para guardar la distancia y mantenerse a salvo, sino que era una pieza esencial del dispositivo tecnoeconómico y político que garantizó la supervivencia de la otra parte: desde las personas trabajando en servicios de salud o de mantenimiento de sistemas indispensables para la vida moderna, hasta el delivery, ese modelo que asegura que los gestos del dedo índice sobre la pantalla —o, para nombrarla con mayor precisión, la interfaz— del móvil y la caja de pizza se encuentren en la entrada de casa en el tiempo prometido, borrando o escondiendo las condiciones reales de vida de la persona que, a pie, en bici o en moto, completa el modelo o cierra el circuito. En un tiempo que históricamente resultó cortísimo, investigadores, científicos y médicos encontraron el agente patógeno, entendieron su funcionamiento y diseñaron pruebas, incluidas varias vacunas para prevenir el contagio. Pero la producción de la cantidad de dosis necesarias para inocular “al mundo entero” se vio entorpecida por el alentamiento de cadenas de abasto que el capitalismo global soñó aseguradas, y la distribución también global que la pandemia requería se enfrentó con obstáculos, sobre todo políticos y económicos, que se revelaron a la vez como causa y efecto de ese mismo sistema tecnoeconómico y político del mundo contemporáneo.
Cinco años después, vemos cómo los valores supuestamente más altos que se han enarbolado como base de la civilización occidental moderna —libertad, justicia e igualdad, por ejemplo; y que ésta ha buscado “imponer”, por las buenas y más por las malas, como un estándar ético universal:“los derechos humanos”— se revelan como un andamiaje retórico vacío de organismos e instituciones internacionales incapaces e impotentes ante el ataque criminal a una población civil encerrada en un campo de concentración y a merced de un ejército que combina armamento pasado de moda —por el daño excesivo que causa— con la más sofisticada inteligencia artificial y la ausencia total de una ética de guerra. Mientras todo eso se registra visualmente con altísima definición en “teléfonos” —cuya manufactura implica la extracción de materiales con el trabajo mal pagado de menores y la destrucción de ecosistemas— y se intenta comunicar “al mundo”, como un mensaje de auxilio luchando para sobresalir entre algoritmos que, sin ninguna neutralidad, “deciden” qué información tiene el peso suficiente para aparecer entre la dosis diaria de fotos y videos de perros felices, cuerpos escultóricos y paisajes de postal.
Entre pandemias y genocidios, ninguno de estos acontecimientos ha sido por sí solo el fin del mundo, aunque les hayan y estén costando la vida a miles de humanos, sino que ha sido parte del largo desmoronamiento de cierto mundo —recordemos que Oswald Spengler publicó el primer tomo de su Decadencia de Occidente el mismo año que inició la Primera Guerra Mundial, 1914; y, el segundo, en 1918, cuando supuestamente terminó esa guerra—. Y en ese desmoronamiento el diseño, entendido como la serie de procesos que buscan cambiar situaciones existentes en otras preferibles —usando libremente las ideas que planteó Herbert A. Simon en su libro The Sciences of the Artificial—, parece utilísimo al reconfigurar o inventar dispositivos cuyos efectos colaterales —o muchas veces principales y buscados— resultan catastróficos para algunos y, al mismo tiempo, impotente o casi sin agencia para modificar las condiciones que permiten que el uso de objetos de diseño —sea el dron que dispara o el que fotografía— no implique el abuso de otras personas, seres vivos o ecosistemas. De ahí la inactualidad de la Bauhaus y su sueño de cambiar al mundo entero desde la mesa en que se dibuja la estructura de una silla de acero tubular cromado. Y si se piensa que pandemias y genocidios son eventos demasiado complejos, grandes y supuestamente desconectados del diseño como para endilgárselos a la Bauhaus como prueba de su inactualidad, entonces ofrezco otra prueba, más concreta y precisa: el precio que hoy tiene una de esas sillas que, en su origen, fue pensada como demostración de la posible alianza entre diseño, industria y capital para proveer a todos de mejores condiciones de vida. I rest my case.
Pero no, este texto en el fondo no dice lo contrario del que escribí hace cinco años y que terminaba con una cita también de Maldonado y otra de Éva Forgács, que vuelvo a copiar aquí:
La Bauhaus hoy es importante no porque las condiciones actuales sean favorables para algo así, sino al contrario, porque reconocemos que no lo son y que tal vez jamás lo han sido. No porque la Bauhaus sea una tradición asimilada, reconocida o institucionalizada, sino al contrario, porque es una tradición cuyo vigor ha sido redescubierto e inesperadamente se ha revelado como un programa aun por realizar.
Hoy, más que nunca, podemos encontrar en la Bauhaus un modelo útil de una comunidad democrática buscando un equilibrio precario en un mundo de poder político.
La potencial actualidad de la Bauhaus reside, pues, en aquél ideal no cumplido de transformar al mundo cosa por cosa y casa por casa, soñando que el diseño y la igualdad, o la belleza y la justicia, podían encontrarse con la producción industrial y la libertad en un espacio común, sea escuela, taller o fábrica, o la casa de cualquier trabajador. La inactualidad de la Bauhaus se debe a 105 años de confundir el ejercicio pedagógico y compositivo —la línea y el punto sobre el plano, o el inútil ejercicio en que derivó con sus 36 cuadritos de un centímetro de lado en papel de colores— con aquél mundo ideal tan añorado.
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