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¡Felices fiestas!
25 febrero, 2017
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Bernhard Valvrojenski nació en Butrimonys, en la actual Lituania, en 1865. Cuando tenía diez años su familia emigró a Boston, donde cambiaron su apellido por Berenson. Estudió en la Universidad de Boston y luego en Harvard y a principios del siglo XX se convirtió en el más respetado especialista en arte del Renacimiento en los Estados Unidos, aconsejando a los más ricos coleccionistas sobre la autenticidad de las obras que les ofrecían a cambio de una comisión del cinco por ciento. Entre muchas otras obras publicó Los pintores florentinos del Renacimiento, donde escribió que “la pintura es el arte que busca dar una impresión duradera de la realidad en sólo dos dimensiones. Para hacerlo, el pintor debe hacer conscientemente lo que nosotros hacemos de manera inconsciente: construir las tres dimensiones.” Berenson explica que en la primera infancia, para construir esas tres dimensiones nos basamos antes en sensaciones físicas como el tacto que en la mirada, aun inexperta. El pintor debe hacer lo mismo con su cuadro: dotarlo de la capacidad de despertar en quien lo ve sensaciones táctiles, que nos den la impresión de profundidad, y no sólo visuales. Berenson afirma que el Giotto fue un maestro supremo en el manejo de ese poder de estimular sensaciones táctiles mediante la pintura.
En Letonia, a poco más de 250 kilómetros de Butrimonys, está la ciudad de Daugavpils, donde el 25 de septiembre de 1903 nació Marcus Rothkowitz. A los diez años, Marcus y su madre alcanzaron a su Padre y hermanos mayores en Portland, Oregon, donde estudió hasta que recibió una beca para ir a Yale. En 1923 ya vivía en Nueva York, donde empezó a pintar. Mark Rothko —el nombre que su familia tomó ya en los Estados Unidos— tuvo su primera exposición a mediados de los años treinta. Aquejado por constantes depresiones a lo largo de su vida, Rothko se suicidó a los 66 años, el 25 de febrero de 1970. Su hijo, Christopher Rothko, tenía entonces seis años. En el 2015, Christopher Rothko escribió en The Wall Street Journal:
Mi padre fue esencialmente autodidacta. Fue a Yale un par de años pero dejó la escuela sin jamás haber tomado ninguna clase de arte. Un año después, en Nueva York, un amigo lo invitó a asistir a una clase de dibujo con él y creo que al instante se enamoró de eso. Durante unos veinte años fue un pintor figurativo, abstracto y muy experimental. En los años cuarenta, se tomó un año para estudiar filosofía y se interesó también en la mitología. Regresó a la pintura y en 1945 era surrealista o neo-surrealista, inspirado por los artistas de ese movimiento. Su obra se volvió abiertamente mítica por un par de años y cada vez más abstracta.
En el 2004, Christopher Rothko editó un libro que había escrito su padre, La realidad del artista, filosofías del arte, cuyo manuscrito Rothko elaboró a principios de los años cuarenta, pero que jamás se publicó durante su vida. En la introducción al libro, su hijo explica que no trata de su obra en particular sino sobre su idea de la pintura. El libro “está dedicado principalmente a la descripción de los elementos plásticos,” escribe Mark Rothko en el capítulo titulado, precisamente, Plasticidad. En ese capítulo Rothko cita las ideas de Bernhard Berenson sobre el Giotto y el espacio táctil. También cita a Edwin Blashfield, pintor y muralista estadounidense que nació en Brooklyn en 1848 y que en su libro Italian Cities, publicado en 1903, habla del Giotto como un pintor primitivo —y no el primer moderno, como lo ve Berenson—, aun incapaz de representar el mundo con absoluto realismo. Rothko apunta que se trata de dos visiones distintas y antagónicas de la pintura. Donde Berenson busca una realidad táctil, Blashfield quiere ver una realidad aparente —o, dicho de otro modo, sólo quiere ver. “La diferencia es realmente fundamental —explica Rothko—. Nos provee de dos categorías que son, podríamos decir, las básicas para las que todas las otras diferencias resultan corolarios.”
El siguiente capítulo del libro de Rothko se titula Espacio y ahí continúa su exploración de esos dos modos antagónicos de concebir acaso no sólo la representación sino la realidad misma a la que se supone aquella apunta. “El espacio táctil o, por amor a la simplicidad, llamémoslo aire, existe entre los objetos o las formas de la pintura y es pintado de manera que da la sensación de un sólido. Es decir que el aire, en una pintura táctil, se representa como una sustancia real en vez de como vacío.” Lo podríamos concebir, agrega Rothko, como una sustancia gelatinosa. En cambio, “el artista que crea un espacio ilusorio, está interesado en crear la ilusión de la apariencia. Intenta ser fiel a las apariencias pero no puede darle ninguna apariencia real a un gas que no puede ser visto.” El pintor que busca representar la realidad de las apariencias y no la realidad táctil —¿podríamos decir la realidad del cuerpo, de los cuerpos?— coloca cosas y objetos pesados en un espacio que imagina vacío. En las obras del pintor que busca representar la realidad táctil, acaso veremos las cosas borrosas, no abandonadas al vacío sino conectadas por un espacio pleno. Dos tipos de fe espacial, dirá Rothko, que del Renacimiento a nuestros días se oponen y, a veces, se combinan en la historia de la pintura y quizás, también, de la arquitectura.
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