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La extraña pax de Tlatelolco

La extraña pax de Tlatelolco

14 diciembre, 2015
por Ernesto Betancourt

Tlatelolco es un laberinto sin un ápice de glamour. Uno puede entrar caminando fácilmente, no hay rejas o no muchas, únicamente hay que librar las playas donde se encuentran detenidos los autos en espera de sus amos y de tiempos mejores, la mayoría avejentados, de segundo o tercer uso, algunos sin neumáticos, sin defensas y con la pintura desvaída. A esa hora no hay mucha gente, son alrededor de las cuatro de la tarde y algunas personas regresan caminando a sus viviendas dentro del conjunto, jóvenes principalmente, adolescentes y niños con sus madres que vuelven de la escuela.

Apenas cruzar el estacionamiento hay que comenzar a decidir: de frente, izquierda, derecha, no hay rutas preferentes o jerarquizadas, un andador con la cubierta oxidada que recuerda Ciudad Universitaria podría servir de hilo conductor de quién sabe qué Ariadna conectada con quién sabe qué monstruo. Es difícil para cualquier mexicano ajeno a la cotidianidad del complejo de habitación, cruzar el umbral arbolado que rodea la frontera del polígono sin ser asaltado por ideas, memorias o sonidos en torno a las muchas desgracias que ahí han sucedido. Decido tomar uno de los andadores que me presenta la mejor vista hacia los prismas regulares que Mario Paní, su arquitecto, dispuso para albergar más o menos 50,000 almas —después de todo he venido a ver arquitectura o eso creo. Tlatelolco es muchas cosas pero es sobre todo arquitectura. Es imposible no sentir el peso de una idea construida, en pocos lugares puede uno constatar así la contundencia del dogma corbusiano hecho realidad —ni siquiera en las obras del propio Le Corbusier, que en lo único que nunca fue dogmático fue en su propia obra, tan llena de sorpresas. Aquí la única sorpresa es la ausencia de las mismas. A pocos minutos de andar la arquitectura se vuelve predecible: prados repetidos, rutas preestablecidas, cajones de concreto y acero idénticos dispuestos a noventa grados, bautizados con retazos de historia y geografía nacional de México. Lo que no resulta en nada monótono es el mundo a ras de piso. Veo gente, esparcida y en esparcimiento, principalmente mujeres arriba de los cuarenta, sentadas en las ruinosas bancas charlando apaciblemente, la tarde lo permite y el arbolado -disperso pero abundante, ayuda a filtrar la luz del atardecer otoñal, algunos niños juegan a la pelota y jóvenes en patineta improvisan sus rutinas. Los únicos que no respetan el orden planimétrico del diseño de Pani, son la multitud de perros que juguetean y corren entre los parterres y los andadores. Algunos ejemplares de buen tamaño me hacen preguntar como pueden cohabitar dentro de los departamentos. Dudo mucho que el arquitecto pensara en esa eventualidad. Coincido en mi recorrido con al menos dos hermosos ejemplares de dálmata, que no son tan comunes y con los que tengo una afinidad personal.

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Me desvío para tomar un andador que me acerca a la entrada de uno de los bloques, quiero ver el vestíbulo de acceso con mayor detenimiento. Imposible, no hay como transgredir el umbral de lo privado. Toda la libertad que encuentro para deambular por el exterior está fuertemente protegida con cerraduras y rejas hacia el interior. De los cinco puntos de le Corbusier aquí solo se cumplen dos: la fachada libre y la ventana longitudinal, los pilotis, la planta libre y la azotea jardín no existen. Las plantas bajas generalmente albergan pequeños comercios: misceláneas, pizzerías, salones de belleza, cerrajerías, gimnasios, veterinarios, dentistas y hasta psicoterapeutas.

Sigo entre los pequeños jardines, andadores estrechos y bloques ortogonales. Mi afán anecdótico trata de conducirme hacia los hitos del guión “Tlatelolco” que tantos traemos en la cabeza, deseo ver lo único que no es posible ver: el espacio donde ocurrió la cobarde emboscada que el gobierno de Diaz Ordaz planeó contra los jóvenes estudiantes del 68 mexicano, y el edificio Nuevo León cuyos huesos y músculos no resistieron el sismo del 85. Nada de eso existe hoy, es seguro que Marc Augé jamás estuvo aquí para reformular su teoría del no lugar. Tlatelolco no solo carece de cualquier tipo de glamour posmoderno, sino resulta totalmente anti climático, los sitios históricos están vacíos y literalmente vaciados, es lo propio de los rastros de historia aun sin tamizar por leyendas para turistas. Hay apenas unas deslucidas placas conmemorativas o algunos intentos de memorial de los infortunios de los muchos sucesos acontecidos en este “cumulo de tierra redondo”, atendiendo a su toponimia mexica; incluso el más significativo: la caída de Tenochtitlán cuyo último caudillo fue vencido aquí, apenas y es notorio.

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Todo ello reconforta, me complace la falta de parafernalia oficialista o sentimentaloide. En uno de los lugares más emblemáticos de la saga mexicana lo mas visible es lo invisible. Es eso, creo, lo que preserva la épica y le hace autentica, ojalá no se le ocurra a alguno de los sobrevivientes del 68 —hoy coptados por el poder oficialista— hacerse un memorial. Llego a la Plaza y recorro esa ala del complejo en total soledad, de costado veo el edificio Aguascalientes, uno de los que fueron usados por francotiradores para disparar a la masa concentrada de jóvenes. El azar —que casi siempre hace bien las cosas— dispuso a mi paso unos trabajadores construyendo algún artilugio —hasta ese momento no me había percatado del silencio apaciguador dentro del conjunto conviviendo al lado de una ciudad tan ruidosa como México. El ruido del martillo neumático desbastando los restos de una estructura paraboloidicocandeliana, me hace recordar el sonido de una ametralladora y fragua en mi conciencia un minúsculo y espontáneo homenaje privado a los jóvenes idealistas asesinados aquí. Atravieso el espació más basto del conjunto donde se concentran los edificios que no albergan viviendas, hoy dedicados a la cultura y el culto.

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El templo colonial del apóstol Santiago del siglo XVI es espléndido, atrae la mirada y los pasos, más incluso que los pequeños adoratorios prehispánicos demasiado maquillados por los arqueólogos. Tomo algunas fotos —las primeras, hasta ahora no había encontrado locaciones atractivas que fotografiar. Ingreso al templo, los muros desnudos de aplanados de cal dejan al descubierto y a flor de piel la piedra sanguinolenta de tezontle. La primitiva imagen de Santiago colocada en el ábside, patrono de las causas bélicas de cristianos contra herejes, resulta más que emblemática, contrasta con el arte y el oficio de Mathias Goeritz, ineludible presencia y mucho mas contundente que el fervor católico del templo. Estoy totalmente solo en ese espacio magnífico de crudeza arcaica, Goeritz tuvo razón al colocar esos vitrales de color, en los que predomina el rojo carmesí, e hizo desnudar la piel de la arquitectura para exponer la piedra esponjosa color sangre coagulada. Este es el único interior transitable y que transmite emoción. Todo fuera de estas bóvedas, es exterioridad —la desmesura de Tlatelolco comulga bien con el urbanismo prehispánico de exterioridad pura. La iglesia del siglo XVI sirve de descanso y contrasta con la arquitectura mas bien dogmática de Pani.

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Prosigo mi tarde deambulando en este conjunto que me tiene fascinado por todo lo demás. No por su geometría ni por su esquematismo de urbanista o por sus estructuras, sino por la transfiguración de la teoría en practica, por la evolución de todo lo solido que se disuelve en el gas de lo vital, diría Berman parafraseando a Marx. Cuesta trabajo identificar este sitio con la ciudad de México, alejado del fragor y del hacinamiento vial en el que se vive todos los días —pensado como un receptáculo de alta densidad, no se nota congestión alguna al caminar por aquí, es un lugar de familias tradicionales, madres solteras, viejos apacibles en ropas deportivas que nunca han sido usadas para hacer deporte, colegiales alegres y uniformados, todos parte de una clase empobrecida que parece vivir en el nivel más bajo de subsistencia de la clase media: autos viejos, antenas parabólicas adosadas a las fachadas deslucidas, tenis imitación de marcas, escuelas públicas, ropa de rebajas y comida chatarra. Y sin embargo percibo dignidad y serenidad en los que veo transitar y algo parecido a un orgullo sincero por vivir ahí. No se nota inseguridad —no sé si aflore por la noche, pero no se ven signos excesivos de defensa delincuencial. Abunda la basura plástica y escasea el grafitti. Encuentro durante la travesía algunos policías —muy pocos— diseminados por el conjunto, más atentos a su teléfono que a la ciudadania.

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El conjunto Tlatelolco parece mantener una población familiar, impermeable a la pauperización delictiva o a la “hipsterización” de barbones arribistas en bicicleta. Me encanta la anónima indiferencia de sus habitantes y sus perros disolutos para con la geometría racionalista y el glamour pasajero. Atravieso un paso inferior desolado y subo por un puente gracioso que cruza sobre la Avenida del Trabajo, voy buscando una salida a este laberinto que desafiaría a cualquier navegante cartógrafo: no me imagino dando instrucciones para encontrar una dirección en el edificio tal, ruta tal, número tal, piso tal, departamento quien sabe cual. Aun así me siento feliz, registro una extraña paz. Los reforzamientos de concreto que fueron necesarios para mantener la estabilidad de los bloques más altos después del 85 son muy poco afortunados y destruyeron la unidad hilberseimeriana que Paní imprimió en su proyecto. Sin embargo preservan lo fundamental: una comunidad heterogénea dentro de la uniformidad homogénea. El conjunto de Nonoalco-Tlatelolco es una utopia transfigurada en pura realidad palpable, famosa por lo que ya no existe. Tlatelolco es más una idea poderosa, presente y emblemática para los que no viven ahí que para los muchos que lo habitan a diario y hasta para los que se vieron forzados a deshabitarlo. Ante el pasado omnipresente e invisible, lo que aquí encuentro es mucho presente. Me retiro complacido pensando cual será su futuro.

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