Murmullos de la ciudad
Si en cualquier contexto es pertinente el énfasis en la dimensión acústica del hecho de estar juntos, como humanos, lo [...]
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¡Felices fiestas!
13 julio, 2018
por Manuel Delgado
(Publicado originalmente en el número 70 de la Revista Arquine)
Es interesante ver cómo han proliferado en los últimos tiempos todo tipo de ramas del saber y de la producción que se han presentado como audiovisuales, pero que han atendido siempre en exclusiva el campo de la imagen, mucho más que del sonido. Así, por ejemplo, existen todo tipo de ofertas académicas y de tendencias que, dejando atrás lo que fue el viejo cine etnográfico, fundamentan toda una subdisciplina llamada antropología visual. En cambio, no existe una antropología audial, de igual modo que —experimentos aislados aparte— no se puede decir que exista una ciencia social sónica, que realizase en el campo de la audición aquel apremio a una etnografía de las cualidades sensibles que apuntaba Lévi-Strauss en sus Mitológicas. Pero ello no implica que no se sea consciente del papel central que juega nuestro poner oído a lo que sucede de significativo a nuestro alrededor y que no se expresa sino mediante sonoridades, la cultura sonora ordinaria. Los ejemplos podrían tomarse de aquí y de allá, del arte y de la literatura, y también de la misma antropología, mucho más pensando en la fundamental dimensión sonora de la actividad urbana. Piénsese en la manera como Lluís Mallart, en la introducción de su libro sobre los evuzok de Camerún, menciona el ruido de las motocicletas de los adolescentes de su barrio, Sarrià, en Barcelona, como una suerte de venganza que se toman contra aquellos que les privaron del derecho a la calle cuando eran niños (Soy hijo de los evuzok. Ariel). Pero antes de tal constatación ya las fuentes estéticas eran numerosas. Recuérdese la secuencia de The Clock, una de las primeras películas de Vincente Minnelli (1945), en la que Judy Garland y Robert Walker pasean de noche por Central Park, en Nueva York, luego de haberse conocido casualmente en la Gran Central Station. El muchacho llama la atención sobre el silencio que parece reinar en el lugar. La protagonista le desmiente y le invita a prestar aten-ción a los sonidos urbanos que llegan desde lejos —los cláxones de los coches, las sirenas de los barcos, voces de gente distante—, que se van configurando entre sí hasta transformase en una melodía y en la señal que indica el momento de un primer beso. Al poco de arrancar el cine sonoro, en 1932, Rouben Mamoulian dedicaba los primeros minutos de su Love Me Tonight a registrar el amanecer de una ciudad a través de los sonidos elementales que indicaban su despertar. Son los “murmullos en la ciudad” con que se presentó en español People Will Talk, una de las películas más desconocidas e interesantes de Joseph L. Mankiewicz (1951). Recuérdese Brief Encounter, esa joya precoz de David Lean (1945), en esa escena en que Cecile Johnson, que ha visto partir a su amado y se ha quedado a solas con una impertinente amiga que ha aparecido en escena inoportunamente, parece escuchar la anodina perorata de ésta, cuando sólo tiene oídos para el silbido del tren en que Trevor Howard, él, se aleja. En un sentido parecido escribiría Walter Benjamin a partir de su experiencia marsellesa:
Arriba en las calles desiertas del barrio portuario están tan juntos y tan sueltos como las mariposas en canteros cálidos. Cada paso ahuyenta una canción, una pelea, el chasquido de ropa secándose, el golpeteo de tablas, el lloriqueo de un bebé, el tintineo de baldes. Pero es necesario estar solo y errante en este lugar para poder perseguir estos sonidos con las redes de cazar mariposas cuando, tambaleantes, se disuelven revoloteando en el silencio. Porque en estos rincones abandonados todos los sonidos y las cosas tienen su silencio propio, así como la tarde en las alturas existe el silencio de los fallos, el silencio del hacha, el silencio de los grillos. Pero la caza es peligrosa y finalmen-te el perseguidor se desploma, cuando una piedra de afilar, como un enorme avispón, lo atraviesa con su aguijón sil-bante desde atrás.*
En efecto —y Wim Wenders demostró que lo entendía muy bien, a través de ese sonidista que pasa su tiempo grabando ecos por las calles de Lisboa en Lisbon Story (1985)— si es pertinente en cualquier contexto, el énfasis en la dimensión acústica del estar juntos humano, resulta todavía más cuando nos referimos a ambientes urbanos, en los que la exuberancia y la intensidad de los materiales sonoros nos podrían dar la impresión de que se ha producido un nivel ya ininteligible de saturación. Bien, al contrario, es en las ciudades y en especial en sus calles donde más adecuadas se antojan las analogías sónicas, puesto que en verdad la ciudad constituye —como reconocía el título de una célebre película de Walter Ruttmann, Die Sinfonie der Großstadt (1927)— una sinfonía, dando pie a todo un género cinematográfico asociado a las primeras vanguardias que no en vano ha sido denominado sinfonías urbanas.
Es ahí, en el trajín de la vida pública urbana, donde parecería más importante asegurar las sintonías en la comunicación persona-persona y donde el concierto entre los seres humanos resulta al tiempo más costoso y más creativo. Lewis Mumford llegaba a esa misma conclusión en La cultura de las ciudades: “Mediante una orquestación compleja del tiempo y del espacio, y, asimismo, mediante la división social del trabajo, la vida en la ciudad adquiere el carácter de una sinfonía. Las aptitudes humanas especializadas y los instrumentos especializados producen resultados sonoros que ni en volumen ni en calidad podrían obtenerse empleando uno sólo de ellos”. La sociedad es acuerdo; también acuerdo entre sonidos. Virginia Woolf hace que Clarissa, la protagonista de La señora Dalloway, lo explicite, cruzando Victoria Street, al principio de la novela: “En los ojos de la gente, en el ir y venir y el ajetreo; en el griterío y el zumbido; los carruajes, los automóviles, los autobuses, los camiones, los hombres anuncio que arrastran los pies y se balancean; las bandas de viento; los órganos; en el triunfo, en el campanilleo y en el alto y extraño canto de un avión en lo alto, estaba lo que ella amaba: la vida, Londres, este instante de junio”. Aunque no son sólo las calles quienes generan sonoridades. Los mismos edi-ficios lo hacen: murmuran, gimen, debaten… Así lo notaba Paul Valéry cuando, en Eupalinos o el arquitecto, Fedro le dice a Sócrates, hablando de arquitectura a orillas del Ilysus: “¿No has observado, al pasearte por esta ciudad, que entre los edificios que la componen, algunos son mudos, los otros hablan y otros en fin, los más raros, cantan? No es su destino, ni siquiera su forma general lo que los anima o lo que los reduce al silencio. Eso depende del talento de su constructor, o bien del favor de las Musas.” No hay que olvidar que, en sus primeros pasos, la etnografía de la calle, cuando sólo existía bajo la forma de intuiciones poéticas, entendió enseguida que ese tipo de escritura que estaba por hacer y que asumiría el objetivo de captar una vida social marcada por la inestabilidad y el movimiento, tendría que ser en buena medida una musicología, puesto que era en las ondulaciones sonoras irregulares de la vida en la calle y en sus accidentes donde se encontraba el núcleo más sorprendente e inasible de la experiencia urbana. Así, Charles Baudelaire podía escribir a Arsene Houssaye, en una carta que recoge en Mi corazón al desnudo:
¿Quién de vosotros no ha soñado, en sus días de ambición, el milagro de una prosa poética musical, sin ritmo, sin rima, tan flexible y dura a la vez como para poder adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia? Es especialmente el contacto de las grandes ciudades y del crecimiento de sus innumerables relaciones que nace este obsesionante ideal. Usted mismo, mi querido amigo, ¿no ha intentado acaso traducir en una canción el estridente grito del vidriero y de expresar en una prosa lírica todas las desoladoras sugestiones que envía este grito a través de las más altas incertidumbres de la calle hasta las más re-cónditas buhardillas?
En efecto, una ciudad podría ser pensada en términos de una armonización sonora escondida, algo parecido a una melodía oculta o un bajo continuo en el substrato de las motricidades cotidianas. Ello justificaría la viabilidad de una sonografía de los usos del espacio urbano, que consistiría en tratar de distinguir, entre la actividad de hormiguero de las calles y de las plazas, la escritura a mano microscópica, desarrollo discursivo no menos secreto, en murmullo, que enuncian caminando los transeúntes, cuyas actividades motrices son variaciones sobre una misma pulsión rítmica de base. De ahí la importancia de la labor del Centre de recherche sur l’espace sonore et l’environnement urbain (CRESSON) dependiente de la Ecole Nationale Supérieure d’Architecture de Grenoble, que ha ensayado una lectura cifrada de las secuencias funcionales y poéticas que protagonizan los simples paseantes, un trabajo que lleva a una suerte de pentagrama las calidades práctico-sensibles de los escenarios de la vida cotidiana. Un trabajo metódico e interdisciplinar, este que compromete a ingenieros de sonido, arquitectos, urbanistas, musicólogos, sociólogos, antropólogos…, centrados en el estudio de las marcas acústicas que definen espacios frecuentados o habitados, la codificación sonora de las interacciones humanas, el valor simbólico de los sonidos tanto emitidos como escuchados. Todo ello para generar una clasificación tipológica de los efectos sonoros que conoce un determinado entorno urbano: reverberaciones, máscaras, distorsión, emergencia, paréntesis, crepitación, muro, inmersión… Otro asunto al que el CRESSON ha prestado atención es el de cómo el con-trol sobre el espacio urbano no es tanto panóptico como pan-sónico, es decir, que se ejerce mediante sonidos que advierten de una desviación o una excepcionalidad: las sirenas, las alar-mas, las barreras sonoras de seguridad. No se olvide que los cuerpos transeúntes que se apropian de los espacios por los que circulan y que, al hacerlo, generan, son ante todo cuerpos rítmicos, en el sen-tido de que obedecen a un compás secreto y en cierta manera inaudible, parecido seguramente a ese tipo de intuición que permite bailar a los sordos y que, como los teóricos de la comunicación han puesto de manifiesto, está siempre presente en la interacción humana en forma de unos determinados “sonidos del silencio.
Para E. T. Hall, por ejemplo, las personas que interaccionan y que intentan ser mutuamente previsibles, “se mueven conjuntamente en una especie de danza, pero no son conscientes de sus movimientos sincrónicos y lo hacen sin música ni orquestación consciente” (Más allá de la cultura). No es tanto que el sonido pueda verse, sino que la visión puede recibir una pauta sutil de organización por la vía de lo auditivo. Ha sido una de las más destacadas formalizadoras
teóricas de la etnografía urbana, Colette Pétonnet, quien, al titular un texto suyo, se refería también a lo urbano como “el ruido sordo de un movimiento continuo” (en Chemins de la ville). Y es que se ha repetido que la sociedad es comuni-cación, un colosal e inagotable sistema de signos que, puesto que son signos, sólo pueden ser concebidos en y para el inter-cambio. Una parte inmensa y fundamental de eso que no hace sino circular y que nos liga unos a otros y con el universo en que vivimos es sonido. Existe una materia sonora que no hace sino metabolizarse en vida social humana, puesto que sea cual sea su fuente de emisión, son los humanos quienes la convier-ten en sentido y estímulo para la acción.
La sociedad suena, las ciudades suenan; uno puede reconocer la voz de un ser querido u odiado, pero también la voz, como si fueran la de esos seres vivientes que en realidad son, del mercado, del puerto, de la catedral o del prostíbulo. Podemos incluso oír las voces de lo que no está o de quien se ha ido, puesto que eso que llamamos memoria no es otra cosa que mera psicofonía y lo que se presenta como la Historia su institucionalización. Todo ese telón sonoro hecho de susurros, ecos, aulllidos, bramidos, chirridos y chillidos no es un ambiente, un paisaje o un contexto sensible que nos rodean pasivos a la manera de un envoltorio; procedan de otros seres humanos o de las cosas con las que estos dialogan, esa masa de sonoridades testimonia nuestra existencia como seres que escuchan y son escuchados.
Si en cualquier contexto es pertinente el énfasis en la dimensión acústica del hecho de estar juntos, como humanos, lo [...]