10 octubre, 2014
por Arquine
por Pablo Martínez Zárate | Instagram: @pablosforo
La historia del cine y la historia de la arquitectura tienen un vicario común, vicario de casi todas las historias: el capital. A casi 150 años de la salida de Das Kapital, ¿qué viene a la mente cuando escuchamos aquella palabra? Difícil. Parece ya un término comodín; todo el mundo es capitalizable, cosas y cuerpos y nombres y emociones por igual. Una palabra bastarda, como otras más que son hijas de la tiranía mediática que se ha consolidado en el último siglo: comunista, hippie, terrorista, hipster. Palabras cuyo significado se ha vaciado a tal grado que ahora podemos imponer sobre cualquier sujeto-repositorio: su poder político y comercial radica precisamente en el vacío de significado o, para decirlo con mesura, su ambivalencia. La palabra capital, incluso, sería el primer eslabón de esta cadena de la administración del vacío lingüístico (que en gran medida es consciente y se desprende de estrategias propagandísticas y publicitarias, pero que al mismo tiempo es un subproducto del mismo sistema económico que sostiene el culto al capital). ¿Por qué? Porque cualquier palabra que remita a algo no capitalizable, no existe: el capital se convirtió, desde la máquina de engranes y la máquina de ideas, en la condición del sentido, en la posibilidad de atribuirle valor simbólico a las cosas que el lenguaje enuncia.
Las palabras son como edificios. Los edificios son como películas. Lo que he descrito en el párrafo anterior me permite reflexionar sobre lo siguiente: el capital como rector de las ambiciones de los hombres, como medio para alcanzar la felicidad (como único medio para medir la felicidad), es el pilar del sistema de comunicación que opera en la mayoría del mundo contemporáneo, con sus respectivos matices territoriales. El capital justifica los medios. Todos los medios: electrónicos, impresos, comerciales, artísticos. El capital es un dogma moral que se posa sobre toda expresión. El mundo del capital depende de que las palabras (y en consecuencia los edificios y las películas y las pinturas y, al final, las fantasías) sean carcasas dispuestas a llenarse de lo que sea.
Pero las palabras no son los únicos recipientes vacíos-listos-para-llenarse. Así como las palabras vagan vacías por los paisajes espectrales del siglo XXI, así también los hombres y las cosas que nombran. Las casas que habitamos. Los cuentos que nos contamos. Si el compromiso etimológico se ha esfumado, también se han evaporado la memoria y las pasiones que la conciencia del tiempo de la humanidad levanta en los espíritus más elevados. El capital, como motor proteico del sistema de valor vigente (volátil, crítico, errático, cínico), ya no remite exclusivamente al dinero; de hecho, el dinero mismo (como los “terroristas” y los “hipsters”) carece de rostro —la gran mayoría del dinero a nivel mundial no existe, es decir, es enteramente virtual y jamás será impreso—. Ante esta condición, nuestra posibilidad de satisfacción está condenada a la frustración constante.
Esta lógica (o ilógica) de la virtualidad que sostiene al poder en la actualidad, este teatro de la imagen imposible, del absurdo vestido en traje de diseñador, nace de un matrimonio estrechísimo entre el vacío del capital y la promesa de realidad que trajo la fotografía y, posteriormente, la transmisión de imágenes y sonidos en movimiento (radio, cine, tv, internet). En la promesa de realidad fotográfica depositamos, desde hace más de un siglo, la fe. Entonces la imagen y sus subordinados texto y sonido, irrumpió en nuestras construcciones de verdad y el tejido siempre inacabado de lo real. Los esfuerzos propagandísticos del cine temprano nos remiten al punto de partida (la complicidad entre arquitectura y cinematografía, o más en general, entre la construcción del mundo físico y las construcciones imaginarias sobre las que ese mundo físico se sostiene).
Resulta que, en la mayoría de los casos, la proliferación tanto de edificaciones como de producciones audiovisuales, confirma una estandarización no de los procesos, sino de la imaginación. La imagen, así sea arquitectónica o cinematográfica, supeditada a los cánones del capital y el éxito que estos suponen, agota su potencial antes de producirse: nada podemos representar a través de ella. La imagen misma (en cadena, masiva, industrializada, de circulación desmedida) confirma el vacío de significado y anuncia la pérdida de la identidad. Una pérdida de la que ni los arquitectos ni los cineastas ni los ladrones, ni las casas ni las películas ni los botines, podemos escapar.