Saberes al borde. Materialidades para habitar el río Medellín
Construir al borde de la precariedad constituye saberes valiosos que se vuelven ilegítimos en la medida en que existe un [...]
26 mayo, 2020
por Ricardo Vladimir Rubio Jaime | Twitter: VladimirRub
“Pero el Estado miente en todas las lenguas del bien y del mal; y diga lo que diga, miente —y posea lo que posea, lo ha robado.”
“Existe una vieja ilusión que se llama bien y mal. En torno a adivinos y astrólogos ha girado hasta ahora la rueda de esa ilusión.”
Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra
Sobre la moral se construye el bien y el mal, la ética sucumbe sus cimientos; su labor es confundir toda jerarquía de valor, difuminando toda altura de lo bueno sobre lo malo. La moral es una costumbre prevista, la ética es siempre inaugural, no de contenido sino de sentido.
En el jardín de la moral se poda y arranca la mal-eza para dejar crecer “lo bueno”. La ética es poner a cualquier planta del jardín en el mismo valor de existencia —más allá de su utilidad; sea ésta de consumo orgánico o estético. Cuando ponderamos algo sobre otra cosa, lo hacemos desde nuestra identidad, desde nuestra costumbre, defendiendo nuestro cerco, lo que nos define, nuestro yo. Rara vez nos enseñan a imaginar desde lo otro para ser más que uno mismo.
En los valores del espacio, yace también la moral. Decimos a menudo —y de forma obvia—, que lo estrecho, oscuro y húmedo suele ser un mal espacio; que en cambio, lo amplio y luminoso, es un lugar bondadoso. Pero hay categorías morales en el espacio que no son tan fáciles de ver o defender. Una de ellas es la forma en que comprendemos cada vez más el afuera, la calle; ese lugar de tránsito, de trance.
En variadas conferencias el antropólogo español Manuel Delgado ha dejado claro que, detrás de su reflexiones antropológicas en libros como: El espacio público como Ideología o La Ciudad Mentirosa, está el análisis de narrativas religiosas renovadas, es decir, de morales institucionalizadas.
Cuando abandonamos, nos dice, “el presunto nido de verdad, que es el hogar —el adentro—, encontramos un escenario infernal, donde la actuación principal es la del demonio, y que la única instancia que nos puede proteger de él es el estado” 1
Toda concepción moderna de la calle parte de esta premisa; de que el afuera es un mal que debe ser redimido, salvado, controlado, transformado en triunfo, convertido en bien. Para eso, hacemos de los espacios oscuros y degradados lugares bien iluminados, reticulados, previsibles, vigilados, quitamos árboles para que los insectos del jardín de la moral no se guarden, escondan o propaguen. Que no exista sospechoso alguno, incluyendo todo caminante ocioso, todo andante sin destino definido. El espacio de afuera es hoy más que nunca solo un durante de lo productivo. No dura, no aglutina, no invita a la demora, a la contemplación, no nos convoca.
¿Quién es el transeúnte? Pues el que yace en trance, el poseído, es decir, el que se abandona a condiciones que no puede o quiere controlar; que difumina su yo, que lo con-funde con lo otro y los otros. A eso, cuando somos también otros, Elias Cannetti lo denomina; la masa:
“La masa aparece donde antes no había nada (….) no reconoce casas, puertas o cerraduras” —es decir, confunde el adentro con el afuera—, y en su etapa más fecunda “todos los que pertenecen a ella quedan despojados de sus diferencias y se sienten como iguales, (…) En esta densidad, donde apenas hay huecos en entre ellos, donde un cuerpo se oprime contra otro, uno se encuentra tan cercano al otro como así mismo. Así se consigue un enorme alivio. En busca de este instante feliz, en que ninguno es más, ninguno mejor que otro, los seres humanos se convierten en masa.” 2
Para evitar que en la calle, en el afuera, surja el trance, la posesión, la pérdida de identidad, donde por un instante las personas olvidan su nombre para formar parte de otra cosa, el estado arguye —con su moral institucionalizada— que la calle debe ser regularizada, tranquilizada, vigilada, educada, pedagógica, manteniendo distancias, imponiendo ritmos, cadencias, sin lugar para la aglomeración, para la protesta, para cualquier tipo de conflicto. El edén en la tierra.
En la película: Paris, Texas del director Wim Wenders, el personaje principal es aparentemente poseído por un deseo incontrolable de caminar hasta el desfallecimiento. El nombre de la película ya es suficientemente sugerente: funde dos lugares y los vuelve uno solo, literalmente; un desierto sin identidad.
En seres cuya posesión ocurre de forma individual, singular, como lo es el personaje de esta película, también el estado y el sistema evita su propagación y crecimiento. Al respecto Consejo Nocturno nos dice:
“Nunca antes observamos tantos tránsitos recorriendo la totalidad de este mundo sin que surjan fugas, devenires y procesos de singularización. El turista metropolitano parte de lo mismo para llegar a lo mismo, no solo espacial sino temporalmente.” 3
Con todo esto, podemos decir que los cuerpos pueden ser entendidos y vividos de dos formas: cuerpos en todo momento localizados y mesurables, y cuerpos que; “no son ni están, sino que suceden; pertenecen no al orden de la estructura y de la función, sino del acontecimiento.” 4 El “orden” del sistema no puede reconocer fuera alguno. Todo es dentro.
El tema es pertinente por lo que acontece. Cómo no ver que en la cúspide y el regreso de las masas —el estallido social en Chile, las caravanas migrantes de centroamericanos que recorren países enteros, las movilizaciones feministas en todo el mundo, las protestas incontrolables de Hong Kong aún con su más alta tecnología de control, y como todo esto comenzaba a verse como un bien necesario— un virus aparece para volver a colocar a la calle como el lugar del mal, ese lugar incontrolable, impredecible, de riesgo, de contagio, que nos obliga no solo a “guardar distancia con el otro, sino a medirla”, que nos invita a salir poco y de forma ordenada, previsible, básica, solo para lo esencial; vigilada, como ocurre en Guadalajara, con helicópteros que vocean desde el aire la contingencia en la que vivimos, y patrullas que repiten el mensaje desde la tierra, por si alguien llegase a olvidar nuestros tiempos. Dentro nos llega una misa, fuera está el exorcismo.
Lo que ocurre ahora, nos dice el filósofo argentino Darío Sztajnszrajber desde su casa y frente al computador, es el regreso de instituciones que yacían dormidas. Despiertan los Estados Nación y la ciencia, y son de pronto héroes que pueden y deben tomar el control. Hay un retorno a las políticas intervencionistas, justificadas y apoyadas por el miedo, por lo que yace afuera; un mal incontrolable al que no debemos exponernos y del que el bien debe salvarnos eficazmente. Nos recuerda también que en el fondo todo orden es un acto de violencia.
El filósofo francés Paul Ricoeur, en su libro Si mismo como otro, bien complementa la peligrosidad de esta obsesión purista entre el bien y el mal:
“La producción interrumpida de positividad tiene una consecuencia terrorífica (…) Cualquier estructura que acose, que expulse y exorcice sus elementos negativos corre el peligro de una catástrofe por reversión total, de la misma manera que cualquier cuerpo biológico que acose y elimine sus gérmenes, sus bacilos, sus parásitos, sus enemigos biológicos, corre el peligro de la metástasis y el cáncer, es decir, de una positividad devoradora de sus propias células, o el peligro viral de ser devorado por sus propios anticuerpos, ahora sin empleo”. 5
En el Jardín de la moral, el jardinero ha dispuesto que cortar para que el jardín siga siendo jardín y no prado, ni bosque.
La ética se asfixia, el bien y el mal vuelven a ser aparentemente claros e institucionalizados. Se ha podado la maleza, la nueva normalidad ha de ser de cuerpos identificables, de rostros sin barba, con cubrebocas, sanitizados, desinfectados, con un afuera controlado; en temperatura y ritmo, en motivo, en cercanía, en aglomeración.
No es que se ponga en juicio las medidas necesarias para salvar vidas, es lo pertinente de la situación para que el orden de la moral se instaure y vuelva a imponerse sobre la posibilidad de cualquier otra forma de vida, de sentido, de existencia, de masa, de transe, de ética. De poder ver la calle como un lugar para ser más que uno mismo, un verdadero afuera, más allá del bien y del mal.
Notas:
Construir al borde de la precariedad constituye saberes valiosos que se vuelven ilegítimos en la medida en que existe un [...]
La arquitectura, a diferencia de la escenografía, no sólo genera atmósferas, sino que es un actor y actante de la [...]