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La cabaña y la cueva

La cabaña y la cueva

27 agosto, 2020
por Betina Rincón

El arquitecto que construye su casa lo hace como un acto de libertad individual. En la casa propia, el arquitecto da forma a su cobijo y nos muestra con ello su manera de entender la vida y la arquitectura, el cómo vivir y cómo construir. Construye para sí mismo lo que no puede hacer para los demás. Lo arriesgado, lo extremo, lo paradigmático, lo radical. Ejemplos de pura arquitectura que finalmente son sometidos al devenir y al habitar.

“La mayoría de los mortales quizá tenga una casa por castillo, pero el arquitecto a menudo considera la suya como un laboratorio, para poner a prueba sus ideas, él y su familia son capaces de comer en semicuevas, usar sillas de pedestal, dormir en recámaras subterráneas y cultivar jardines murales”.

Con esas palabras, publicadas en el periódico El Universal el 9 de enero de 1952, Juan O’Gorman describe lo que suponía proyectar y construir la que fue para él mismo la mejor de sus obras: su propia casa sobre los restos de roca volcánica que dejó la erupción del volcán Xitle, al suroeste de la Ciudad de México, en el 162 de la calle de San Jerónimo, en el Pedregal de San Angel. Adquirió el terreno en 1949 e inició su construcción en paralelo a la de la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria, entre 1950 y 1952, año en el que Le Corbusier, su guía y modelo en la juventud y el peor arrepentimiento en su último momento ideológico, comenzara la construcción de su maison de vacances, Le Cabanon, en Cap Martin, una zona de acantilados entre Mónaco y Menton, casi en la frontera con Italia.

Casi simultáneamente contemplaron la posibilidad de reconciliarse con su entorno y establecer un pacto con la naturaleza. Le Corbusier desde su humilde barraca de Cap Martin, O’Gorman desde su casa-cueva en el Pedregal. Ambos en la búsqueda de una vida distendida, más bien propia del campista o de quien pretende vivir con lo mínimo: pocos muebles, pocas ventanas, un único material. La economía extrema de la arquitectura. Le Corbusier fiel a sus ideales modernos, O’Gorman a los suyos de izquierda.

Finalmente, el hombre-arquitecto reconoce que el espacio de su cabaña no es nada sin el sol, sin el aire, sin el paisaje en el que se encuentra situada. Se reivindica con la naturaleza y hace honor a esa llamada de atención, conservar este tesoro de escala, con la que se inició ese diálogo entre lo construido y el entorno, el artificio y la naturaleza.

A su cabaña, la más atada a su vida personal, hermana de su maison domino, le sembró jardines, murales, algas, raíces, cantos rodados, moluscos, caracoles, nopales, mariposas, soles, caras y árboles, árboles muy grandes, porque la casa es en esencia refugio y morada, territorio propio y espacio de libertad.

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