Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
18 junio, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
“Nací en 1964, empecé la escuela primaria en 1970 y me gradué en la universidad en 1988, un año antes de la caída del Muro de Berlín. Recibí 18 años de educación pública, durante los cuales la noción/dogma de que uno progresaba mediante el estudio y el trabajo duro estaba fuertemente implantada. Te ganabas tus derechos y no heredabas privilegios. La educación se recibía en base proporcional a tus talentos y no al tamaño de tu billetera.” Así parecía ser la vida hace no tanto, y no sólo en Holanda, donde nació Reinier de Graaf, quien escribió las líneas precedentes, sino en buena parte del mundo libre y desarrollado. Y esas eran también las aspiraciones de los países en vías de desarrollo —algunos de los cuales luego fueron calificados como economías emergentes, otra manera de decir, tal vez, que seguían en vías de un desarrollo aun no alcanzado. De Graaf explicaba esas condiciones aparentemente ya pasadas en un texto publicado el 24 de abril en la Architectural Review con el largo título La arquitectura es hoy un instrumento del capital, cómplice de propósitos antitéticos a su misión social y que saca algunas de sus conclusiones de las ideas planteadas por Thomas Piketty en su libro El capital en el siglo XXI.
De Graaf dice que el análisis de Piketty es “extremadamente simple: identifica dos categorías económicas básicas: el ingreso y la riqueza.” El primero es resultado de un flujo y, por lo mismo, supone cierta distribución, mientras que la segunda es producto de la suspensión de ese flujo, de la acumulación y concentración. El estado de bienestar, ese en el que nació de Graaf y al que aspirábamos quienes nacimos en las economías en vías de desarrollo, prometía una mejor distribución del flujo. Pero la realidad hoy es otra, clama el otro noventa y nueve por ciento. “Quienes adquieren riqueza mediante el trabajo quedan cada vez más atrás de quienes acumulan riqueza simplemente por tenerla” —o heredarla. Aquella economía no fue más que un oasis, una pausa en la mecánica real de acumulación del capital generada por presiones externas: las guerras y sus consecuencias económicas, sobre todo.
De Graaf continúa esos argumentos a su conclusión cultural y, sobre todo, arquitectónica lógicas. La confianza en el progreso y en las oportunidades de desarrollo social igualitario que ofrecía, fueron motor de muchas concepciones arquitectónicas del siglo pasado. La obra más importante y reconocida de muchos arquitectos de ese período era arquitectura pública y social: hospitales, escuelas, centros de investigación, edificios de gobierno, pero sobre todo vivienda. Donde antes estaban el Palacio y la Catedral, ahora aparecían la sede del Congreso y la Unidad de Habitación. Hoy, ni palacio ni congreso, ni catedral ni multifamiliar: el mall y el rascacielos.
No sólo de Graaf, que ha sido el más articulado, sino starchitects como Toyo Ito o Steven Holl han hablado recientemente de la crisis de una arquitectura demasiado plegada a las exigencias del gran capital —“como siempre, inevitablemente, ha sido”, dicen otros. Pero la diferencia es que aquella arquitectura de vocación social parece haberse esfumado junto a las promesas de progreso y equidad del estado de bienestar. Se trata, tal vez, de la crónica de una sumisión anunciada.
El título del texto que en 1980 publicó Jürgen Habermas —nacido en Düsseldorf el 18 de junio de 1929— criticando lo que varios arquitectos presentaron en la Bienal de Venecia calificaba a la modernidad como un proyecto incompleto. La traición entonces parecía estilística o, para no ser tan superficiales, estética. El espíritu de la modernidad estética, decía Habermas, se caracterizaba por rebelarse “contra las funciones normalizadoras de la tradición,” pero sus formas parecían agotadas: la ruptura con la tradición convertida en la tradición de la ruptura. De ahí la revisión conservadora de las tradiciones descartadas: el posmodernismo de pastiches clásicos. Pero Habermas insistía en que “el proyecto de la modernidad no se ha completado” y que no era sólo un asunto estético sino que implicaba que la modernización social se encaminara en una dirección diferente, en la que la gente llegara a ser capaz de “desarrollar instituciones propias que pongan límites a la dinámica interna y a los imperativos de un sistema económico casi autónomo y a sus complementos administrativos.”
Hoy, cuando el posmodernismo neoclásico parece un mal rato olvidado con fugaces reapariciones, la posmodernidad se ha vuelto moderna, o al revés —desplazamiento que empezó al menos en el momento en que las vanguardias, deshuesadas, se trasvistieron en estilo internacional. Pero las promesas de una modernidad cultural y estética, crítica pues, siguen lejos de cumplirse. La arquitectura que de Graaf denuncia como instrumento del capital es, en apariencia, más moderna que nunca: grandes torres o pequeñas cajas de vidrio o de acero con superficies lisas y transparentes o retorcidas y reflejantes, que hacen uso de todos los avances tecnológicos a su alcance y no escatiman en recursos para sorprender. Modernísimas pero sólo por fuera, no sólo incapaces sino absolutamente ajenos a la pretensión de cumplir cualquiera de las promesas de una modernidad que ya no comparten.
“Una vez descubiertos como una forma del capital —dice de Graaf—, no hay elección para los edificios más que operar bajo la lógica del capital. Finalmente, en ese sentido, no hay algo así como arquitectura moderna o posmoderna, simplemente arquitectura antes y después de ser absorbida por el capital.”
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