Los dibujos de Paul Rudolph
Paul Rudolph fue un arquitecto singular. Un referente de la arquitectura con músculo y uno de los arquitectos más destacados [...]
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¡Felices fiestas!
24 mayo, 2019
por Miquel Adrià | Twitter: miqadria | Instagram: miqadria
Como cada año, la expectación previa a la nominación del premio más prestigioso de arquitectura dio pie a todo tipo de especulaciones (y votaciones vacuas en redes). Tras un nonagenario tardomoderno hindú como Balkrishna Doshi, parecía que se avecinaba un premio para una arquitecta o arquitecto emergente, en un acto de discriminación inversa, tan común en estos días. Para sorpresa de muchos, el elegido fue el japonés Arata Isozaki. Sin duda Isozaki es uno de los arquitectos más influyentes y destacados por décadas, un hombre culto con porte aristocrático que supo evolucionar con las modas y tendencias como lo hiciera también Philip Johnson, años antes. Como él, supo liderar —más que seguir— las corrientes que definieron la historia, con proyectos corales en los que invitó a participar a sus elegidos. Sin embargo, el que fuera uno de los arquitectos más destacados de fin de siglo XX ya es un autor olvidado, y sus obras más relevantes forman parte de capítulos pretéritos de la historia.
Arata Isozaki nació en 1931 en Oita, estudió en la Universidad de Tokio y fue discípulo de Kenzo Tange con quien trabajó desde que terminó la carrera hasta 1963, para abrir su propio estudio. Sus primeras obras cruzaron la tradición japonesa con tecnologías y estructuras avanzadas que se acercaban al metabolismo imperante de la arquitectura nipona. Progresivamente fue incorporando elementos arquitectónicos canónicos tanto de Oriente como de Occidente —pórticos, bóvedas, esferas y cilindros— que lo alinearía con la incipiente arquitectura posmoderna sin pasar por el historicismo literal. El MOCA (Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles, 1981–1986) fue el detonador de una serie de icónicos museos y edificios públicos. La aparente discreción del museo angelino que se sumerge en la topografía del downtown donde se ubicaba el histórico Little Tokio, y abría una plaza pública dejando emerger un pórtico pétreo rojo encumbrado con una bóveda de cañón, fue uno de los reactivadores de un centro histórico semiabandonado al que le seguirían el Disney Concert Hall de Frank Gehry, la catedral de Rafael Moneo y el Museo The Broad, de Diller Scofidio + Renfro. Posteriormente construyó la sala de conciertos de Kyoto (1991–1995), el cascarón de tortuga del Palau Sant Jordi de Barcelona, una de las sedes de los Juegos Olímpicos de 1992 y el Domus, la casa del hombre (1993-1995) en la Coruña, España.
Con la sutil gestualidad atemporal de un contenedor cóncavo de pizarra y granito, el Domus antecedió al Guggenheim de Bilbao, creando un referente cultural como reactivador urbano. Le siguió el proyecto para la ampliación de la galería de los Uffizi en Florencia, donde supo someterse a un diálogo con la historia, con una elegante propuesta que articulaba la salida y la tienda de uno de los museos más visitados del mundo. A su vez, diseñó el acceso de Caixa Forum (1999–2002) de Barcelona, con un palio de estructura arbórea que cubre el impecable patio blanco que da acceso a la antigua fábrica textil proyectada por el arquitecto modernista Josep Puig i Cadafalch en 1909, y a pocos metros del pabellón alemán que Ludwig Mies van der Rohe construiría veinte años después. Con el cambio de siglo, Isozaki siguió proyectando edificios con valor de autor, obras contundentes y esquemáticas como el Centro de Convenciones en Qatar (2011), que carecían del refinado y enigmático eclecticismo de años antes, en un mundo que cambió a su pesar, tras la crisis económica del 2008.
Formar parte del Olimpo arquitectónico es añadir un capítulo a la historia, y como tal, debe ser representativo de los valores de su época. No hay duda de que la arquitectura icónica de fines del pasado siglo dejó de ser un referente en una actualidad que privilegia la equidad, la sustentabilidad, el trabajo en equipo y la menor huella de carbono. Premiando a Arata Izosaki —el octavo Pritzker japonés— se valora la trayectoria impecable de un gran arquitecto veinticinco años tarde, y ante el cambio de paradigmas que rigen nuestra profesión, este reconocimiento retrospectivo pierde la oportunidad de guiar a las nuevas generaciones. Cualquier arquitecto que llegue a candidato tiene méritos más que sobrados para justificar, aún parcialmente, su inclusión en las grandes ligas y solamente un jurado con categoría podrá discernir entre lo coyuntural y lo trascendente de la arquitectura. El actual jurado, presidido por el juez estadounidense Stephen Breyer y conformado por el diplomático brasileño André Aranha Corrêa do Lago, los arquitectos Pritzker Richard Rogers, Wang Shu y Kazuyo Sejima, la arquitecta Benedetta Tagliabue y el empresario indio Ratan Tata, saldan con esta elección tardía una deuda pendiente con Arata Izosaki, bien sea generacional —los octogenarios Breyer, Rogers, Tata— o nacional —Aranha Corrêa do Lago, embajador de Brasil en Japón y Sejima—, a la vez que evidencian cierta falta de carácter.
Hoy 24 de mayo de 2019 Arata Isozaki recibió el Premio Pritzker en París.
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