Habla ciudad: Londres
La ciudad habla, y nos regala un telón de fondo en cada fachada. El espacio se pliega, se ensancha y [...]
30 enero, 2014
por Ana Asensio Rodríguez | Twitter: AnaArquitectura
Nunca creí llegar a un lugar como éste, a una ciudad vegetal meciéndose sobre aguas gélidas. El cuerpo tumbado en una capa de un metro de totora, bajo el brillante sol del lago Titikaka. Frente a la ciudad de Puno, aún en la parte peruana del lago, se extienden las Islas de los Uros, islas flotantes en un lago de aguas puras pero turbias.
En estas mágicas islas doradas, la acuosa caña rige la vida. Da el suelo que se pisa, las paredes que te abrigan, y un alimento nutritivo. La totora dibuja senderos en el agua, da cobijo a truchas, patos y carachis, y regala una fibra con la que se confecciona todo lo que tu mente decida realizar. El gran lago y sus entrañas gestan una cultura milenaria, que crece arraigada a sus ancestros y su paisaje.
La isla Suma Suyawi (La gran esperanza), una de las ochenta que se extienden a lo largo de la franja azul que la vegetación deja libre, es el hogar de una familia quechua – aimara. En ella, vestidas con capas y capas de ropa, las
mujeres de la familia adornan su piel chocolate con telas turquesas, rosas y rojas, y su cabello con largas trenzas negras; sabiamente tapan su cabeza con sombreros, para protegerse del afilado espejo que es este gran lago en calma. La sombra hiela los pies, el sol enrojece la cara.
Su arquitectura se lee como una leyenda, se comprende cuando se mira con los ojos cerrados su forma de vida, sus lazos familiares, sociales, y su amor a un paisaje que es calle, plaza, muralla y bosque al mismo tiempo. A pesar de encontrarse a menos de 6 kilómetros de tierra firme, su cultura y ritmo difieren totalmente.
Los Uros han mantenido su cultura a lo largo de los siglos, consiguiendo asentar en un mundo rápido y agresivo como el actual, una belleza serena, un ecosistema frágil y un crecimiento pausado. Este pueblo suspendido sobre islas artificiales, supone un paradigma de construcción y forma de vida sostenible. Unas islas que crecen de manera orgánica, casi celular, según las necesidades familiares, que cumplen sus ciclos naturales de vida, envejecimiento y muerte, para descomponerse y convertirse en alimento para el Titikaka. “Yo nací aquí, y el lago es mi padre”.
Las etnias aimara, quechua y uro han guardado y guardan una estrecha relación con el Titikaka, el lago navegable más alto del mundo, a 3800 metros de altura. Un lago entre el altiplano boliviano y peruano, con un clima extremo, y grandes diferencias de temperatura entre el día y la noche, entre el sol y la sombra.
Con una temperatura promedio anual de 13 °C, y unas noches de perpetuas heladas, sorprende lo liviano de sus construcciones. El frío nocturno apenas lo regula la fuerte humedad, fruto de la evaporación diurna, que supone un 95% del agua que pierde el lago.
“Neblina viene”, me anuncian. El lago frente a mí se esconde en una densa y gris masa, iluminada sólo por un blanco círculo que es el sol tras ella. Se va la esperanza de un sol que derritiera la helada de la noche, y volviera a calentar y secar las húmedas cañas y nuestros húmedos huesos.
Este pueblo precolombino habita estas aguas desde tiempos inmemoriales. Su sangre, con un origen distinto a la aimara y quechua, ha ido mezclándose con otras etnias, pero sin perder sus tradiciones ancestrales. Viviendo aislados, escondidos entre cañas y bruma, hicieron su piel resistente al frío, y su pueblo superviviente a los colonizadores españoles. “La madre de mi madre vivía en grandes totorales, escondidos de la gente. Eran pájaros libres, que se asomaban entre las totoras y se escondían si veían a alguien”. De esta manera, los uros, que siempre habían hecho de su entorno el lago, hicieron de él su hábitat. Por ello, sus prados se construyen como balsas, y sus casas como habitáculos sobre ellas.
Cuentan las viejas historias que antes se vivía en tierra firme, y se cultivaba quinoa. Un día, empezó a llover, hasta que el agua llegó hasta la más alta de las montañas de Puno. La totora empezó a crecer, y con ella construyeron barcos para sobrevivir al continuo diluvio. Entonces comenzaron a cultivarla, para construir con ella sus casas.
La totora (Scirpus californicus) es una planta herbácea, acuática y perenne que abunda en los humedales latinoamericanos. Esta planta hunde sus raíces en el agua enmarañando sus fibras, y haciendo crecer un tallo que puede tener hasta tres metros de altura. En época de lluvias y deshielos, las raíces afloran, y son recogidas y empleadas en la construcción.
El hábitat uro estará conformado por una isla artificial de raíz y capas de totora, sobre la que se apoyarán las livianas construcciones de madera y tejidos de caña. El proceso de construcción comienza engarzando una base de raíces de totora, de 1 a 3 metros de espesor, cortadas en bloques como si fueran grandes sillares vegetales, y atadas entre sí con cuerda.
Esta base se anclará al lago con un tronco de eucaliptus en la zona de menor profundidad del mismo, y con una serie de puntales internos. Sobre las raíces, comienzan a echarse capas de caña, una capa en cada sentido, hasta completar al menos un metro de espesor. Para el suelo de la isla se utilizarán las fibras de menor calidad, ya que aquellas que tienen una gran longitud se emplearán para el cerramiento y cubierta de los habitáculos.
La isla requerirá un mantenimiento constante, ya que las capas sumergidas en el agua se descomponen rápidamente. Por este motivo, una vez al mes aproximadamente, se cubre la isla con una capa de totora nueva y fresca. Toda la familia participa en el proceso de construcción, que tarda casi un año en finalizar.
Sobre ésta se comienzan a construir las habitaciones, hechas con una fina estructura de madera, y vestidas con esteras de las mejores totoras del lago, hasta cuatro capas de ellas. Cada habitación albergará un uso diferente: cocina, dormitorio, sala común, etc, y su ligereza es tal que se puede levantar y transportar entre cuatro personas.
La isla, construida exclusivamente con materiales naturales, extraídos de las aguas, o traídos en barcas desde la costa, tendrá una vida de más de 30 o 40 años, componiéndose y descomponiéndose de manera continua, hasta su deterioro final, dejándose engullir por el lago que le dio la vida.
La Isla nace como unidad de estructura social, correspondiente al núcleo de una familia. Mientras la familia va aumentando, se va ampliando lateralmente la isla. Cuando se unen nuevas parejas, el conformar una nueva familia va de la mano de conformar una nueva isla.
La isla, más allá de su valor paisajístico, ecosistemático y de hábitat, supone una comunidad. El pertenecer a una isla será pertenecer a una familia, que trabaja en conjunto pero de manera autónoma respecto a otras islas.
La familia construirá y mantendrá los espacios y embarcaciones; pescará, cazará, cultivará. Esta unión interna convierte a la isla en un espacio privado, un espacio abierto pero sin lugar para la comunidad más allá de la estructura familiar. La isla actúa como tal: el espacio exterior ejerce como placeta, como punto de reunión, pero con un límite muy claro: el agua. Éste será el verdadero espacio social.
El río central, como una gran avenida, se llena de embarcaciones construidas como islas móviles, de encuentros, e intercambios. Una interacción que liga las 80 islas unas a otras como una red se construye con cuerdas y nudos, y que asegura una estructura administrativa con la cohesión necesaria para mantener la comunidad uro, y el lago Titikaka, gestionado de manera autosuficiente.
Una barca atraviesa el espejo, camino de recoger las redes recién amanecidas, que el día anterior recién atardecido se lanzaron a la espera de peces. Unas verdes algas danzan en sus aguas. “¿Y estas algas se comen?”; “no, no podemos. Son casa de peces, hay que dejarle espacio a los peces para dormir.” A pesar de que todas las actividades de subsistencia y supervivencia dependen del agua, existe con ella una relación respetuosa, casi amorosa. Cada elemento tiene la posición que le corresponde, y el bienestar de todos los agentes cierra un círculo perfecto. Si agotan sus propios recursos, los recursos del lago, del cual los uros son también hijos, su vida dependerá de tierra firme, y ni su cultura ni su arquitectura tendrían ya sentido.
A pesar de ser una comunidad con una forma de vida independiente, no son ajenos al mundo que les rodea, ya que darle la espalda completamente al Perú los dejaría indefensos. Los uros ya no son un pueblo escondido entre totoras, sino que a las actividades autosustentables como alimentación (caza, pesca), construcción y economía, se les suma una más: el turismo. Un turismo controlado, en el que las barcas cargadas de viajeros visitan una única isla cada día, explicando su funcionamiento y mostrando su artesanía. Así, el turismo visitará una misma isla cada 80 días, sin interferir más en las estructuras sociales que allí viven.
Este apoyo controlado al turismo del país les ha ayudado a conseguir mejoras, como placas solares, cocinas más seguras contra los incendios (el mayor enemigo de la totora), etc, alcanzando así un equilibrio perfecto. El pueblo uro es parte dinámica del ecosistema en que habitan, viviendo de manera sencilla, dura, pero a la vez, eterna, y regalándonos el más bello ejemplo de la sostenibilidad, no sólo energética, sino económica, social y ecológica.
Fotografía © Ana Asensio Rodríguez
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