José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
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12 febrero, 2021
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
En el número 432 de Park Avenue en Nueva York se construyó una torre de apartamentos de lujo en una de las zonas que acumulan más dinero de la ciudad. El proyecto se caracteriza por ser una de las torres de vivienda más altas. Seis años después de su inauguración, los residentes se han quejado —y, en algunos casos, han demandado a CIM Group, la compañía desarrolladora— por departamentos que se han entregado y que todavía se encuentran en obras, inundaciones que han representado pérdidas costosísimas, elevadores que crujen durante las noches o que dejan de funcionar entre pisos. El edificio está casi deshabitado, ya que sus compradores adquieren las residencias para revenderlas posteriormente a un precio mayor. “Aquí todos se odian entre sí”, declaró una residente al periodista Stefanos Chen, mencionando también que los conflictos entre sus vecinos y los desarrolladores generalmente se preferían resolver de manera discreta. Si bien, algunos residentes sí han hecho público su descontento, casi siempre todo queda entre el afectado y el desarrollador.
En su nota para The New York Times, Stefanos Chen le da mayor contexto a lo ocurrido en 432 Park Avenue, ya que se trata de una zona en donde se ha instalado, con mucho éxito económico, la vivienda vertical. Tras una consulta con ingenieros de la ciudad, Chen especula que otras torres albergan problemas similares. Obras emblemáticas de la arquitectura han tenido deficiencias, como las famosas goteras de la Villa Savoye reportadas continuamente por Eugénie Thellier de La Neuville a un Le Corbusier que decidió hacer caso omiso no sólo de las necesidades de su clienta sino del mantenimiento que demandaba un proyecto definitivo para la modernidad. Pero el caso de este rascacielos residencial no podría ser entendido a través de un encuentro desafortunado entre un arquitecto megalómano y un cliente maltratado, sino entre una serie de clientes que prefieren lidiar silenciosamente con los defectos de los lugares que habitan y un desarrollador se reserva el derecho a transparentar la manera en la que resuelve las demandas.
Ambas partes deciden voluntariamente mantener en secreto asuntos que son comunes a la vivienda de estratos más bajos o a los espacios públicos de ciudades supuestamente diversas. De esta manera, los residentes permanecen aislados en un rascacielos cuyos defectos no corresponden al precio que pagaron por su casa. Para el escritor británico J.G. Ballard, los rascacielos son tecnologías del desapego. “Más tarde, cuando estaba sentado en su balcón comiéndose a un perro, el doctor Robert Laing reflexionó los eventos inusuales que tuvieron lugar dentro de este departamento gigantesco”. Estas son las primeras líneas de Rascacielos (1975), una novela que narra la vida dentro de un edificio que cuenta con gimnasio, albercas, supermercado y su propia escuela. La mera existencia de las instalaciones provoca que sus habitantes olviden al exterior, en lo que respecta a lo físico y lo subjetivo. El afuera de la ciudad, donde las multitudes tienen que convivir con espacios que no están construidos de manera perfecta, queda borrado por completo. Los personajes de la historia desarrollan su vida únicamente en entornos artificiales y mantienen sus vínculos interpersonales a través de los dispositivos que están ahí para facilitar la vida del usuario, algo típico de la obra de Ballard, en donde la tecnología cifra los deseos (y la capacidad de ejercer violencia) del cuerpo que la habita.
En la novela de Ballard, los actos de zoofilia, los motines y los asesinatos no tienen mayor pretexto que el rascacielos. Ciertamente, se trata de una sátira hiperbólica que no podría extrapolarse al contexto neoyorkino. Aunque la noticia sobre el edificio 432 de Park Avenue le coloca una luz distópica al skyline residencial de Nueva York. La ciudadanía que cuenta con el dinero suficiente se desvincula de la ciudad en la que vive y no denuncia de manera los abusos inmobiliarios. La tensión entre vecinos, a decir de las pocas residentes que aceptaron una entrevista para Stefanos Chen, es palpable. En Rascacielos, cuando la violencia alcanzó extremos casi risibles, la luz eléctrica falla y los vecinos, moviéndose con antorchas en la oscuridad, intentan saber dónde se encuentran y qué pasaría si se dirigen al acceso de entrada de su edificio.
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