Serie Juárez (I): inmovilidad integrada
No todo se trata de dinero. Algunas cosas se tratan de dignidad. Por eso, desde el momento en que me [...]
4 noviembre, 2016
por Pablo Emilio Aguilar Reyes | Twitter: pabloemilio
El mundo contemporáneo vive inmerso en la fetichización de la técnica. Se tiende a sobreestimar por encima de muchas otras destrezas y capacidades la facultad del ‘saber hacer’, aún más que la del propio ‘hacer’. Traducido esto a la arquitectura, se le atribuye más mérito a quien sepa dibujar un plano constructivo, que a quien se haya ensuciado las manos al ejecutar dicha construcción —o sea, aquel que trae el diseño a la realidad.
Este fetiche por la técnica se refleja en la profesión arquitectónica de forma interesante. Resultado de esto es la idea moderna de que el arquitecto —o su equipo— tiene que diseñar hasta el último detalle al proyectar una construcción. Es decir, especificar de forma minuciosa las características de hasta la más diminuta pieza del rompecabezas que representa un edificio, y peor aún, con planos —cortes por fachada— y otras herramientas técnicas, explicar la relación entre una pieza y otra.
Lo aquí señalado es el resultado de una sucesión de importantes cambios históricos. Resultaría difícil imaginar que así haya sido a lo largo de los siglos. ¿Cómo hubiesen sido los llamados cortes por fachada o las especificaciones técnicas necesarias para construir una iglesia barroca, un templo clásico, o cualquier otro edifico construido hace más de cien años? Imposible imaginar, pues las personas que diseñaban estos edificios históricos eran aquellas que los construían, es decir, les iban dando forma conforme a la marcha. El proceso de diseño y el de construcción eran el mismo.
El oficio de constructor y la disciplina arquitectónica solían ser dos almas de un mismo cuerpo en aquellos tiempos premodernos. La sucesión de acontecimientos que surgieron de las teorías de Descartes sobre la gloria de la razón fue lo que provocó esta división entre arquitecto y constructor1. Con el paso de los siglos tras la ilustración, inició un proceso de demistificación de los oficios constructivos y el conocimiento técnico cobro ventaja por encima del práctico. La sabiduría que hay detrás de labrar una piedra no necesariamente se puede entender científica o racionalmente.
Esto resulta un problema si contrastamos tiempos históricos. Mientras que antes los oficios de la construcción eran destrezas prestigiosas y los que diseñaban eran los mismos que construían, hoy la brecha entre arquitecto y constructor es enorme. Uno tiene un trabajo precario2 mientras que al otro se le denomina trabajo intelectual, esto causa que ninguno de los dos —ni el constructor ni el arquitecto— vea la totalidad del proceso constructivo.
Dejar de perseguir la supuesta planeación perfecta de un edificio puede ser una práctica lúdica, pues así queda en misterio el resultado final de una obra arquitectónica. A final de cuentas, un edificio en realidad nunca acaba de construirse. Desafiar esta y otras concepciones modernas es lo que montará los andamios con los cuales se puede construir e enriquecer a la arquitectura. Pienso que esto es muy importante en un mundo en el cual se busca tener el control hasta sobre el último detalle.
Notas:
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