16 noviembre, 2016
por Juan Antonio Del Monte Madrigal
Realizar un ejercicio reflexivo en abstracto sobre las formas de habitar las calles de la ciudad, suele derivar en el mismo tono del ejercicio realizado: resultados en abstracto. La utilidad de ejercicios de este tipo es innegable. Gracias a ellos podemos comprender que los procesos globales de desarrollo están fincados en enormes brechas de desigualdad que, entre otros efectos colaterales, están generando poblaciones con una acumulación de carencias abrumadora: personas sin vivienda digna, con redes de apoyo limitadas, que pernoctan y llevan a cabo su vida cotidiana apropiándose de diversos espacios de las urbes.
Sin embargo, estas omniabarcantes narrativas sobre los procesos socioeconómicos de producción de sujetos residuales tienen como limitación que derivan en figuras-parias neutras, impersonales y universales que bien pueden colocarse en cualquier ciudad del mundo. Ello, por ejemplo, ha llevado a que algunos análisis que buscan explicar la indigencia en ciudades específicas, olviden la particularidad del contexto y de las personas que lo habitan en aras de integrar las explicaciones generales. Un botón de muestra lo constituye la retahíla de discursos sobre la gentrificación como generadora de indigencia y desplazados sin hogar. Si bien esto puede ser muy acertado en algunas ciudades metropolitanas como Nueva York, Berlín o Londres , tratar de entender el proceso de habitar la calle en ciudades como Mexicali o Ciudad Juárez a través de la gentrificación es algo forzado y alejado de la especificidad contextual fronteriza. Las geografías de la indigencia, como dicen los geógrafos críticos, no son las mismas en ninguna ciudad, ni siquiera en las ciudades del mismo país. Aún dentro de una misma ciudad la experiencia de vivir en las calles es diversa y heterogénea.
Pensemos entonces en la vida callejera de una ciudad particular desde la experiencia misma de las personas que habitan sus calles. Tratemos de, por lo menos, acercarnos a ello. Para ello propongo salir del centralismo político y académico al que siempre acudimos desde la esfera pública. No retomar a la Ciudad de México como explicación paradigmática de los procesos urbanos de este país, ni hipostasiar la cualidad sui generis de sus procesos hacia otras ciudades mexicanas. Continuemos con la idea planteada anteriormente y usemos el caso actual de una ciudad fronteriza, Tijuana por ejemplo. Observemos sus peculiaridades, tratemos de advertir cuál es la especificidad de las formas marginalizadas de habitar esa ciudad, reparemos en las circunstancias, en las historias personales, en las emociones y significados involucrados.
La gran particularidad contextual en esta ciudad tiene que ver con su situación geopolítica fronteriza. Situada en la esquina noroccidental de este país –y de América Latina–, Tijuana es vecina de San Diego en el estado de California, que por sí mismo se coloca como la sexta economía mundial. Las desigualdades económicas y estructurales entre dos espacios nacionales son evidentes en esta región. Sin embargo, al interior de la ciudad también suceden procesos de precarización y desigualdad que responden igualmente al efecto limítrofe nacional. Así, cuando atajamos el problema tomando en cuenta esta particularidad y nos acercamos a conocer la historia de las personas que viven en las calles de esta urbe, lo que se revela es que los procesos generativos de las poblaciones callejeras en la ciudad están más cercanos a experiencias migratorias y de deportación que a procesos de gentrificación y/o precarización laboral. La situación fronteriza incide evidentemente en el devenir callejero en esta ciudad (aunque no es la única determinante).
Pensemos en el ejemplo más sonado en los últimos años a nivel internacional sobre poblaciones precarias y callejeras en esta ciudad: El Bordo. Este espacio consiste en una cuenca de cemento que corre a lo largo de la valla fronteriza y que funge como la estructura de canalización del Río Tijuana que sigue su curso hasta introducirse a Estados Unidos. El proyecto de canalizar el río formó parte de un plan de urbanización de los años setenta cuya pretensión era hacer de la zona un centro moderno, financiero y comercial, toda vez que es aledaña a la garita de cruce internacional y al centro de la ciudad. Entubar el río pretendía ser una acción de ordenamiento urbano en donde las pestilentes aguas del río podrían estar contenidas. Y si bien los esfuerzos por hacer de la zona un corredor comercial prosperaron, cuando uno se asomaba a El Bordo podía observar una realidad social en condiciones completamente distintas de las que se vislumbran alrededor de dicha zona.
Debajo de los puentes que cruzan el río, en las alcantarillas y desagües de la canalización, así como en la arena detenida que acarreaba el agua, se podía observar cómo iba y venía una gran cantidad de personas en condiciones de precariedad extrema. Con materiales improvisados que se encontraban a su paso o con basura que arrastraba la corriente, muchos de ellos convirtieron estos resquicios urbanos en refugios para habitar –los denominados “yongos”, anglicismo proveniente de “jungle”– y sobrellevar los avatares de la vida en la calle. Las características y condiciones de esta población eran particularmente complejas. El 91% eran deportados de Estados Unidos a través del paso fronterizo que se encuentra a unos cuantos metros de distancia de El Bordo. Muchos de ellos carecían de documentos de identidad (el 70%) y eran objeto de persecución y violencia policiaca (más del 90%), de estigmatización social y de desentendimiento estatal. El 69% eran consumidores activos de drogas, vivían en condiciones de salubridad deplorables y su subsistencia dependía de algunas organizaciones de la sociedad civil que los proveen de alimentos una vez al día. La mayoría del tiempo estaban forzados a deambular por algunas zonas de la ciudad en busca de algún tipo de apoyo, trabajo informal o refugio. Para comprender la existencia de dicho espacio habría que remitirnos a las secuelas del 11 de septiembre de 2001. Éstas se hicieron visibles en El Bordo a partir del endurecimiento de las políticas migratorias de contención de la migración indocumentada. Las deportaciones aumentaron y Tijuana recibía cantidades anuales considerables. Es evidente que aquí el tema fronterizo, vinculado al proceso de deportación, jugó un rol importante en los mecanismos de inserción en las dinámicas callejeras.
En marzo del 2015, el gobierno municipal, con anuencia y participación federal, desalojó dicho espacio con el argumento de que las personas que habitaban allí no eran migrantes sino drogadictos y serían llevados a centros de rehabilitación. Bajo una estrategia discursiva, se acababa de un plumazo un problema con implicaciones nacionales e internacionales (migración y deportación) para ser atajado como un problema local (drogadicción) y poder intervenir sobre él. Los excesos cometidos durante el desalojo por parte de las instancias policiales fueron documentados ampliamente por la prensa en ese momento. Incluso me tocó asistir con organizaciones de la sociedad civil a los centros de rehabilitación donde habían sido llevados, corroborando que estaban siendo detenidos en dichos lugares en contra de su voluntad y que las condiciones en las que los retenían eran inhumanas.
El desalojo de El Bordo no acabó con el problema de la gente que vive en la calle en Tijuana. Por el contrario, sólo hizo más evidente que, más allá de dicho espacio, había muchos otros lugares que habían sido apropiados desde tiempo atrás y eran usados cotidianamente por poblaciones con características similares. La vida en la calle se reveló entonces en múltiples puntos de la ciudad y no sólo contenida en un espacio como El Bordo.
Al recorrer durante meses los otros espacios de la indigencia por esta ciudad uno se puede dar cuenta que la frontera sigue operando de alguna manera en la experiencia de la vida en la calle. Aunque son muchos más, destaco aquí tres formas en que sucede: la construcción de ‘yongos’, el tema de la deportación y las redes transfronterizas de apoyo. La idea de los ‘yongos’ es quizá una de las imágenes más representativas de esta situación. Los ‘yongos’ son pequeños refugios construidos con material de refugio y que se localizan en diversos espacios como laderas de vías rápidas, bajo puentes o alcantarillas. Su presencia, invisible para quien circula por las avenidas de la ciudad, es el testimonio de la apropiación de los espacios residuales de la ciudad por parte de estas poblaciones. Llamarle ‘yongos’ responde a la palabra inglesa ‘jungle’ que es como normalmente se refieren a los campamentos de homeless en California. La circulación de simbología transfronteriza y la apropiación de códigos callejeros ha penetrado hasta estos ámbitos. En ese sentido, y en segunda instancia, el tema de la deportación cobra relevancia. Se trata de personas que han pasado buena parte de su vida en Estados Unidos, cuyas familias se quedaron de aquel lado y que, por lo tanto, tienen conocimiento de las dinámicas urbanas y callejeras de las ciudades al norte de la línea. Imposibilitados para regresar a sus lugares de origen y expuestos a ser detenidos y encarcelados si intentan cruzar de nuevo, la deportación es un acontecimiento importante para el devenir indigente en esta ciudad (no está de más anotar, de nuevo, que no es el único factor y que se cruza con otra serie de procesos de precariedad vital cuya explicación excede los límites de esta breve reflexión). Por último, hay una infraestructura importante por parte de la sociedad civil transfronteriza dedicada al apoyo y cuidado de la población migrante y vulnerable en esta ciudad. Casas y albergues para migrantes y comedores para poblaciones vulnerables son algunos de los esfuerzos que se gestionan con apoyo de ambos lados de la frontera. En ese sentido, hay una red de apoyo transfronterizo de la cual estas poblaciones echan mano para obtener comida, ropa y, en algunas ocasiones, refugio.
La vida cotidiana de estas poblaciones, según mi experiencia en campo, discurre entre los espacios residuales apropiados, las caminatas por circuitos adyacentes a la infraestructura urbana, los lugares de asistencia social a población vulnerable y, en menor medida, en recicladoras y trastiendas de mercados de abasto. Además de ello, habitar y caminar en las calles de esta ciudad involucra emociones abrumadoras para estas poblaciones. La que es más visible es el miedo que tienen a ser detenidos y torturados por elementos policíacos. De ahí que la clandestinidad de sus lugares y sus circulaciones sea una opción para evadir estos acosos.
Como puede observarse, este escueto e incompleto panorama sobre las personas que no tienen hogar en la ciudad de Tijuana es completamente diferente al relato que se nos ha ofrecido desde las narrativas gentrificadoras o desde los análisis en grandes centros metropolitanos. Es más, la dificultad de categorizar a estas personas y la multiplicidad de etiquetas para referirse a ellas –como indigentes, personas sin hogar, en situación de calle, sin techo, parias urbanos, vidas desperdiciadas, etcétera– hablan precisamente de la diversidad de experiencias y procesos involucrados (por supuesto, este texto no tiene, ni mucho menos, las pretensiones de resolver esta discusión). Pero ello, es una muestra, precisamente, de la necesidad de atender las grandes explicaciones generales de la producción de sujetos residuales desde los contextos locales.
La necesidad de hilar fino, en el campo y desde las experiencias localizadas del devenir indigente importa ya que, como dice Grossberg, un evento, práctica, texto o proceso “no existe independientemente de las fuerzas del contexto que lo constituyen en cuanto tal. Obviamente, el contexto no es un mero telón de fondo sino la misma condición de posibilidad de algo”. De ahí se deduce que, si quiere implementarse efectivamente algún tipo de acción pública en aras de atajar este problema, es preciso conocer a fondo el problema, desde la coyuntura local específica, desde los procesos urbanos de la ciudad en cuestión, pero sobre todo, escuchando las voces de los involucrados en el problema. Quizás así podamos comprender que el proceso de la indigencia es más complejo de lo que plantean tanto las narrativas globales e impersonales como las representaciones más comunes y cotidianas que todos tenemos sobre el tema.
Cfr. Velasco L. y Albicker S., 2013, Estimación y caracterización de la población residente en “El Bordo” del canal del Río Tijuana, Reporte ejecutivo de resultados de investigación, COLEF, Tijuana
Grossberg, Lawrence. 1997. “Cultural Studies: What’s in a Name? (One More Time)”. En: Bringing it all Back Home. Essays on Cultural Studies. pp. 245-271. Durham: Duke University Press, p. 255