José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
La Ciudad de México, entendiéndola como una extensión territorial que abarca tanto al centro como la periferia, fue dura, sinónimo [...]
19 octubre, 2018
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
Una de las propuestas de Andrés Manuel López Obrador, próximo presidente de México, es descentralizar las secretarías de gobierno para colocarlas en varios estados. Si bien uno de los ejes es la de trasladar la economía que generan hacia el interior de la república, la iniciativa también responde a la de una ciudad que necesita descongestionarse de automóviles y habitantes. El 9 de octubre de este año, Jorge Monroy reportó para El Economista que trabajadores de la Secretaría de Cultura, organismo cuyo reacomodo se tiene contemplado, realizaron una protesta en la llamada “casa de transición” para pronunciarse en contra de lo que se describe como una decisión unilateral que no se trabajó mediante un diálogo previo con los trabajadores. Fernando Nieto Morales, académico del Colegio de México y especialista en implementaciones de políticas públicas, expresó para la revista Gatopardo que se trata de “un ejercicio muy complicado logística y financieramente y, además, es un ejercicio que probablemente va a tomar muchísimo tiempo”. También comentó los supuestos beneficios económicos, apuntando que “se ha manejado una cifra que nadie sabe de dónde salió, de 125 mil millones de pesos, que es la cifra que está en el Proyecto alternativo de nación, y hay otra cifra de 20 mil millones de pesos de inversión directa pública en el primer año, pero nadie nos dice qué significa ese número”. Con menos intentos de sistematización estadística, Ángel Verdugo, columnista del diario Excélsior y colaborador de Imagen Radio, declaró que concentrar a las secretarías en otros territorios no eliminaría el desarrollo desigual de las regiones y que, además, eso no cambiaría las funciones, valga decir centralizadas, de los aparatos gubernamentales. “El único carácter o el único elemento que se puede señalar como fundamental de la descentralización, y cito textualmente a un clásico, es que los funcionarios y empleados que lo integran, o los que van a ser descentralizados, gozan de autonomía orgánica, y no están sujetos a los poderes jerárquicos. ¿Qué significa eso en buen cristiano? Que el gobierno que decide descentralizar va a ceder poder de decisión a otra entidad, que puede ser un gobierno estatal o un ente creado nuevo. Lo que va a suceder es que vas a agarrar el archivo muerto, escritorios y algunas personas que decidan aceptar la oferta para trasladarse, pero las funciones seguirían siendo las mismas. El control lo seguiría teniendo, por ejemplo, la SAGARPA”, dijo Verdugo.
Si se continuaran reseñando las múltiples críticas hacia este proyecto sexenal, encontraríamos que son especulativas —miran hacia el futuro pero no producen datos fehacientes— y que ese espíritu lo genera una incertidumbre ideológica. Pareciera que no se está denunciando una mala decisión, más bien se defiende una idea de infraestructura y gobierno. Es verdad que los trabajadores no pueden mudar a sus familias a otros estados por cuestiones que no atañen solamente a sus empleos. Resulta que la ciudad no es únicamente un archivo muerto y unos cuantos escritorios; que los transportes, las escuelas y la vivienda terminan demostrando que la idea de la capital como el único lugar posible para el desarrollo económico y personal es cierta. Si bien es verdad que en México existen otras ciudades —y que cada una busca certificarse como el verdadero centro del país—, la centralización se ha construido solamente en un lugar, asunto que no es un capricho de la subjetividad capitalina, sino que cuenta con la suficiente estructura de servicios que la demuestran, y que aquí sobra repasar. Aunque también el “yo” capitalino opera sobre lo que ha significado la capital. Aún cuando cada tanto tiempo aparezcan quejas apocalípticas de sobrepoblación, escasez de agua y aire irrespirable, los capitalinos han diferenciado su propia identidad con la del resto de los mexicanos. Para muchos, es una auténtica sorpresa que la violencia del país haya contaminado perímetros que antes eran seguros, al menos para el imaginario de los habitantes de la capital. Desarticular a las instancias del gobierno, entonces, suena a un despojo de símbolos. La capital es donde tendrían que estar los frontones con el escudo nacional; es el territorio de los monumentos y de las legislaciones federales; es el lugar donde no se vive como en el Norte o como en el Sur. Pareciera que la ciudad, a pesar del tiempo, sigue pareciéndose a sí misma.
Elaboro la idea. En 1949, Juan O’Gorman firmó la pintura Ciudad de México. En el primer plano vemos unas manos blancas que sostienen el mapa de lo que fuera la ciudad proyectada durante la Colonia. Estamos familiarizados con los mitos de la identidad criolla. La ciudad comenzó a enriquecerse en comercio y arquitectura y forjó poblaciones que pudieron llegar a compararse con la Metrópoli. “De la famosa México el asiento, origen y grandeza de edificios”, escribía en 1593 Bernardo de Balbuena, eclesiástico español que terminó entregando una laus urbis que, hasta ahora, ha sido representativa de la ciudad, muy a pesar de que la preceptiva poética de su Grandeza mexicana haya retratado a la Nueva España más a la usanza griega. De cualquier manera, inicia la tradición de las ficciones. Detrás del aquel mapa colonial, se encuentra la figura de un hombre de piel morena. Los códigos que estructuró la pintura moderna nos indica que se trata de un indígena, uno de los personajes más sobrerrepresentados y malinterpretados del arte mexicano, sólo que esta vez no aparece como un icono prehispánico. Porta un sobretodo de obrero, en la mano derecha tiene un plano arquitectónico, y en la izquierda una paleta para cemento. La ciudad ha comenzado a construirse y será un prototipo de mexicano que imaginó la institucionalización revolucionaria quien llevará a cabo ese proceso. Como menciona Sergio Galaz, “la Ciudad de los Palacios [se nos presenta] como la ciudad del sitio de obras”. En realidad, no es que la primera se haya transformado radicalmente en la segunda, sino que ambas delinean lo que de la manera más ramplona podemos definir como orgullo nacional. Georgina Cebey en Arquitectura del fracaso (FETA, 2017) lo ha explicado con mucha mayor precisión: la planeación de la ciudad moderna fue también el redescubrimiento del pasado y el aceleramiento del nacionalismo desarrollista. Que en las excavaciones del metro aparecieran monolitos prehispánicos permitió que el Estado clasificara su propia arqueología para que tanto su aparato ideológico como los ciudadanos pudieran señalar un objeto —llámese Museo Nacional de Antropología o el templo de Ehécatl en la estación Pino Suárez— y decir “esto es México”.
Justamente, eso es lo que ocurre en la pintura de O’Gorman. Detrás del hombre de piel morena vemos erigidas las torres, las avenidas, los automóviles, y sobrevolando en el cielo flota la serpiente emplumada y el águila fundadora de Tenochtitlan. Tenemos, en un solo golpe de vista, una sintaxis que a través de los años hemos hecho funcionar cuando hablamos de la Ciudad de México. Está ahí el sincretismo criollo, pero también la técnica industrial que nos permite, como alguna vez se hizo con Madrid, medirse ante otros centros urbanos como Chicago o Nueva York. Están los signos que nos vuelven cosmopolitas al tiempo que tradicionales. Es el referente que no puede ser otro. La ciudad tiene que ser siempre la ciudad, ese resumen de lo que pensamos es la patria, al grado de considerar que en el traslado de instituciones y de inmuebles está la verdadera descentralización.
Se sigue insistiendo que la serpiente emplumada continúa sobrevolando la cima de la Lotería Nacional, pero sucede que los procesos sociales y económicos han sido inevitables. ¿No acaso la ciudad está descentralizada desde hace tiempo? Por una minucia geográfica, se sigue creyendo que las zonas metropolitanas pertenecen a otra delimitación, cuando la realidad es que lo único que no está en esas zonas son transportes que conecten a los trabajadores con los sitios laborales. Quienes forman parte de la economía urbana no viven en la ciudad, por lo que podemos decir que, de hecho, la ciudad ya está en otra parte. Ahora bien, si las instituciones se encuentran en la capital, ¿cómo podríamos entender su ausencia operativa? Después del sismo del 19 de septiembre los ciudadanos gestionaron los recursos de ayuda y el espacio público, pero los alcances de la gente son cortos. Ha pasado un año y continúan los campamentos de damnificados, a la espera de la respuesta gubernamental. ¿Es verdad que esto sigue siendo un centro? La ciudad deja de parecerse tanto a sí misma y más a los achaques contemporáneos del país.
Me gusta pensar que Juan O’Gorman, más que una alegoría, puso en evidencia el artificio urbano. La ciudad es más bien frágil y los proyectos modernos —o bien, neoliberales— no han podido mitigar su propia y creciente complejidad. La ciudad estaba desdibujada mucho antes de siquiera pensar que las instituciones pudieran moverse a otros Estados.
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