Espacios. Memorias de una ausencia: Un paseo por espacios que evocan a quienes ya no están con nosotros.
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17 diciembre, 2024
por Jose Maria Wilford Nava Townsend
El año se cierra, al menos en el calendario al que estamos acostumbrados en Occidente. Se acerca el solsticio de invierno para el hemisferio norte. Cada latitud, cada microclima expresa el momento de manera diferente. En la otra mitad de esta casa multicolor, donde el agua marca la pauta, se proclama el final de primavera y el comienzo del verano. Nada es absoluto.
En las noticias, solo saben hablar del terror, que es lo que vende. El aparentemente incurable crimen de la guerra, alimentado por la polarización política extrema; izquierdas y derechas atizan el fuego, sin puntos intermedios. Territorios y franjas en disputa, piedras, balas y misiles intercambian miles de millones de recursos económicos solamente destinados al aniquilamiento. Veo renacer la amenaza con la que unos poquísimos seres toman como rehenes al resto de los habitantes del planeta, sin importar su especie. El cataclismo nuclear renace cuando los ingenuos como yo creen que estaba claro para toda la humanidad su nivel absurdo de peligro.
Ante esta avalancha que pretende ejercer el poder del miedo, la última reflexión del año, en estos “Espacios” que comparto con mis queridas y queridos lectores, tiene, por el contrario, la intención de compartir el escenario maravilloso de la vida: “¡Vida por bandera!”, diría don Juan Manuel Serrat. Así que entrego imágenes y texto sobre dos sitios opuestos, tanto en su dimensión como en su localización geográfica y sus condiciones puntuales y, aunque muy cercanos en latitud, no tanto en longitud relativa, tomo en cuenta el territorio de mi bello país. Así que comienzo la narrativa.
Primero, la vastedad del Océano Pacífico mexicano.
El punto se encuentra a los 20º48” de latitud norte, y 105º28” de longitud oeste. Una larga franja de arena corre a lo largo de unos tres kilómetros en dirección sur-norte, acotada en ambos extremos por promontorios rocosos. El espacio es accesible por ley, a todo el mundo, pues las playas en nuestro país no pueden ser privatizadas, al menos en la teoría; aunque triquiñuelas siempre habrá para hacer sentir un bien público, como un entorno privado y exclusivo. Un poco sucede esto en Litibú, como se ha nombrado a la playa previamente descrita. Los habitantes de Higuera Blanca, o de cualquier otro sitio, pueden llegar directamente a la playa y transitar por ella, pero los dos grandes desarrollos hoteleros al sur de esta, así como las casonas privadas ubicadas en el frente de mar al norte, dejan la sensación visual y física de que el espacio no es para todos.
Afortunadamente, a la gente local esta sensación no la inhibe de disfrutar su costa y deambula libremente por ella, interactuando de manera alegre con el oleaje y la siempre espectacular sensación de la vista, cuyo infinito es el punto donde se toca el cielo con el mar. A pesar de encontrarse a unos pocos kilómetros de Puerto Vallarta y la famosa Bahía de Banderas, que cobijan a más de 5 millones de turistas al año, este punto parece mantener una frontera mística donde la industria del turismo masivo no acaba de contaminar del todo la biodiversidad.
La exuberante y variada flora nayarita se mantiene presente en la perspectiva tierra adentro, ahí donde los hoteles no estorban. En sus bosques selváticos crece enorme el huanacaxtle, mientras que, pegadas a la playa, son las palmas cocoteras las que predominan entre cientos o miles de especies vegetales. Durante el día, el cielo es surcado de tanto en tanto por los majestuosos cormoranes. Por la tarde, cuando la luz del sol se proyecta rasante sobre la curvatura del planeta, pequeños cangrejos de tamaños varios se aventuran a salir a la superficie arenosa.
Sin embargo, para mí no está ahí la sorpresa más grande, pues ya me habían tocado en otros escenarios. El esplendor de la vida en la visita a Litibú lo refleja. Sí, esa es la palabra, un animalito diminuto, que no aparece en las fotografías. Su presencia se va anunciando poco a poco, mientras mi afición a la fotografía me mantiene absorto cada tarde, intentando obtener una secuencia de imágenes en la que pueda retratar los efectos que la rotación terrestre genera entre la luz del sol y la atmósfera que nos cuida y permite desarrollarnos en vida. Según el día, el efecto cambia, con nubes o sin ellas. Tonalidades azules, grises y plateadas se interceptan con amarillos, naranjas y rojo, mientras el negro acentúa a contraluz.
En ese universo cromático, percibo de repente un brillo peculiar. Al inicio pienso que es solo la refracción de luz provocada por el reflejo del sol en el agua, pero hay algo más. Algunos de los haces de luz pertenecen evidentemente a la superficie y responden al fuego del sol rasante. Su tono varía de acuerdo a la posición del astro rey, pero otros elementos lumínicos parecen surgir desde el interior del agua, y su tonalidad no necesariamente corresponde con los colores del cielo.
Al parecer, es el fitoplancton, abundante en esta región de las costas mexicanas, y parte esencial de que esta zona sea uno de los santuarios migratorios para diversas especies de ballenas. Tristemente, la estación del año en la que estuve por aquellos parajes con mi familia era impropia para el avistamiento de los grandes cetáceos, por lo que, de ello, no puedo ofrecer fotos, pero quedan las impresiones de la luz, proveniente de la vida, que comparto en esta sección.
Segundo, la puntualidad contenida en el vaso de un cráter, en el estado de Puebla, parte del altiplano central mexicano. El cráter se encuentra a 19º24” de latitud norte, y a 97º24” de longitud oeste. Forma parte de un sistema de 4 axalapascos regionales, término que explicaba yo hace tiempo, en otra publicación, y se refiere a escenarios volcánicos ya extintos en su actividad. Se han llenado de agua formando una laguna al interior, relativamente cercanos unos de otros. El valle tiene una altura aproximada de 2,400 metros sobre nivel del mar.
Alchichica es el nombre de este cráter laguna y es el mayor en tamaño del sistema. Su forma elíptica se dimensiona con un eje mayor cercano a los 2,300 m de longitud por un eje menor de 1,900 m. La laguna se expande de manera respectiva en el eje mayor hasta los 1,800 metros por 1,500 en el sentido opuesto.
Una pequeña población, de nombre Zalayeta, marca su trama reticular al oriente del cráter y sus habitantes suelen bajar, en especial por las tardes, en busca de un escenario propicio para el disfrute relajado y contemplativo, desde un encuentro familiar a manera de picnic, hasta momentos de soledad para el romance. Tristemente, a pesar del aprecio que la comunidad tiene del sitio, estas actividades derivan hoy día en procesos contaminantes que se deben atender.
Ustedes, queridas y queridos lectores, pueden pasar por ahí cientos de veces sin darse cuenta de la existencia de este espacio, ya que no es visible con claridad desde el exterior. Desde las carreteras cercanas, el cráter se percibe como un pequeño cerro en la llanura, y oculta del todo la superficie líquida de la laguna. A menos que vayan ustedes con el objetivo específico de conocer el sitio, su vista viajará más hacia las monumentales montañas de la sierra madre oriental hasta los yermos campos de El Salado o analizará, con emociones diversas, los muros temporales que levantan a la orilla de la carretera, incipientes ladrilleras de block de concreto, o las curiosas bodegas industriales que venden cubiertas para pickups tipo camper.
Pero si van con la decisión de encontrar la ranura por la que un camino se abre paso para penetrar el cráter, entonces descubrirán algo excepcional. La perspectiva se abre a toda la dimensión de lo que fuera una explosión volcánica, en donde un bello entorno de vegetación desértica envuelve la tersa superficie de un agua calma, cuya coloración, ahora sí, depende al cien por ciento de la tonalidad del cielo que refleja. Al borde de la laguna, se observan lo que, a simple vista, parecen formaciones rocosas, de un blanco impresionante. A pesar de la interesante flora y fauna que genera el microclima del cráter, son estas formaciones blancas las que ocupan la reflexión de este espacio de vida.
Las formaciones provienen de una importantísimo y poco conocido ser: el estromatolito. Los estromatolitos son la forma de vida más antigua de la que hay registro en nuestro planeta, y lo han habitado desde hace aproximadamente 3,500 millones de años. Son comunidades microbianas que van estableciéndose unas sobre otras, dejando al paso del tiempo, y placa tras placa, estas estructuras rocosas que, en este caso, vemos sobresalir desde la superficie, en las orillas de Alchichica. Al interior, por debajo del agua en lo profundo, aún viven miles de estos organismos, haciendo que la laguna sea un santuario excepcional para este peculiar ser.
A su vez, los restos fosilizados se han convertido en hogar de otros miles de especies de pequeña envergadura, entre las que destacan arácnidos como la viuda negra o “capulina”, en el léxico popular mexicano. La vida se aferra, combinándose con el agua en su abundancia o escasez. La luz, el fuego, la tierra y el aire, los cuatro elementos esenciales que detectaron y reconocieron hace miles de años nuestros antepasados. La vida maravillosa, resiliente, diversa e incansable.
Espero mis queridas y queridos lectores, que este ejercicio de texto e imágenes, les permita ver, a pesar del interminable bombardeo mediático, un futuro siempre lleno de esperanza.
A mi hermana Carla; mis sobrinos Andoni, Carla y Maite, Nico, Kelly y Greg. A mis amigas y amigos Alejandro, [...]
Espero que para los lectores, que hayan conocido este sitio, esta narrativa les reviva bellos recuerdos, y para quienes no [...]