Espacios | Los lagos de Plitvice: Naturaleza con protección sistémica
Espero que para los lectores, que hayan conocido este sitio, esta narrativa les reviva bellos recuerdos, y para quienes no [...]
3 marzo, 2021
por Jose Maria Wilford Nava Townsend
Hoy la reflexión va encaminada a algo diferente. Dejamos un poco de lado la mamposta, el sillar, el acero y la madera aserrada para tocar un espacio temporal. Aunque la realidad es que no hay espacios permanentes. Algunos quizá más longevos que otros y sólo eso.
El espacio al que me refiero es uno que, cuando yo estudiaba la carrera, era admirado pero discriminado como arquitectura: el espacio que se puede construir con la vegetación.
Así, si planteábamos algo acotado por especies vegetales, los profesores nos preguntaban con cierta sobradez: ¿y qué va a pasar con tu espacio el día en que se mueran las plantas? Y nosotros, bastante menos contestatarios y con menor posibilidad que hoy día de conseguir fuentes inmediatas, callábamos y nos resignábamos a renunciar al espacio vegetal, como algo más que un simple ornato.
En mi mente, y seguramente en la de varios de mis compañeros, batallaban imágenes de extraordinarios espacios definidos por y con árboles, como los deambulatorios exteriores en el convento del carmelita del Desierto de los Leones, o los del huerto del Colegio de San Francisco (hoy Museo Nacional del Virreinato) en Tepotzotlán. Paseos con vetustos árboles como el de la avenida Horacio en Polanco, donde jugaba yo desde niño, venían a mi memoria, así como las enormes sombras provocadas en los atrios centenarios de conventos del siglo XVI que nos llevaba a visitar mi padre, recorrían mi mente después de escuchar las contundentes palabras de mis queridos maestros que, sin afán de desinformar, nos repetían que la arquitectura solo existe cuando se construye, y con ello se referían exclusivamente a las compresiones y tensiones logradas a través de materiales procesados.
Así, como he dicho antes, nos prejuiciaron inconscientemente a considerar la arquitectura de paisaje como un ejercicio paralelo, ornamental, interesante pero no esencial en nuestra enseñanza. No era parte del proceso conceptual del que derivaba el espacio, era siempre un adorno posterior.
Admito que en mis juventudes docentes repetí con toda seguridad esos argumentos, formando parte de la cadena que construye murallas mentales absurdas. Y es quizá por ello que hoy, mientras nos acercamos galopantes a la primavera y sintiendo ya a principios de marzo, en este maravilloso clima del altiplano tropical, que la manga larga comienza a estorbar en el vestido (compadezco a mi hermana que, viviendo en Nueva York, tendrá que esperar hasta finales de mayo para sentir realmente el tibio clima primaveral) y como una especie de anticipación premonitoria, decido reflexionar sobre el espacio de temporalidad cíclica que podemos constituir, edificar, y sintetizar rompiendo todos los prejuicios, entendiendo la materialidad dinámica de la vegetación.
No sólo renuncio plenamente a la idea de que pegar ladrillos, acomodar sillares, compactar tierra, tensar metales y maderas es la única forma de hacer arquitectura. Concluyo que lo que sucede en un espacio diseñado con plantas, cuando éstas mueren, es lo mismo que sucede cuando las estructuras de arte y oficio levantadas por nuestra especie se desploman: el espacio se transforma una vez más. Y así como talamos y segamos para conquistar el territorio natural y convertirlo en espacio de habitación confortable, también la naturaleza, a la vuelta, conquista re sembrando vegetaciones que se terminarán apoderando incluso de ciudades enteras.
Mientras tanto, y dejando más reflexiones al respecto para la siguiente entrega, hoy sin más palabras, comparto los espacios maravillosos que, durante un par de meses sólo, pero replicados año con año, nos regalan los violetas pétalos de una jacaranda en flor, por los que, cual intrincada celosía, se filtran los rayos de luz entre el cielo que mira, y el suelo al que cubren.
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