Alberto Kalach: Panorama. Maquetas para un archipiélago
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7 julio, 2013
por Miquel Adrià | Twitter: miqadria | Instagram: miqadria
Josep Lluís Mateo acaba de inaugurar el nuevo acceso de la Galería Nacional de Praga. Resultado de un concurso internacional realizado en 2004. Participaron Frank Gehry, Norman Foster y Tadao Ando entre otros y todos apostaron por la forma, por el objeto, por el volumen que identificara su autoría. El proyecto de Mateo en cambio —neutro y anodino— se limitó a contener un espacio.
Así, en el Castillo de Praga, se acaba de construir este pequeño espacio de acceso a los museos, en el antiguo jardín entre varios palacios reutilizados como sede de la Galería Nacional. La propuesta aúna en un solo vestíbulo la entrada principal a la Galería Nacional y a los palacios Salm y Schwarzemberg, ubicados en la plaza Hradcanske de Praga, cerca de las notables intervenciones de JožePlečnik en el Palacio Real.
Su propuesta no es más que un interior ambivalente que sigue funcionando como patio y que ve al patio. Dos superficies paralelas construyen el espacio otrora vacío, sin sobreactuarlo: una conforma el suelo y la otra la cubierta. El suelo se construye como una capa superficial de la propia tierra, se pliega sutilmente sobre sí mismo para adaptarse a los pequeños desniveles y facilitar el acceso a los edificios vecinos. Es duro, pero a la vez conserva parte de su naturaleza, que se materializa en plantas, tierra y agua. La propuesta original conservaba un árbol centenario y se expresaba con materiales y acabados orgánicos. Sin embargo, el primer acto de las autoridades checas fue la poda contumaz —sin opción a réplica— por lo que la propuesta se metalizó. Se hizo más artificial. La precisión del hierro, en manos de los artesanos locales, dio la forma final.
Y el espacio es el fluido gaseoso que se mueve entre estos dos límites. La cubierta, el límite que separa este espacio del cielo, es una lámina continua que casi no llega a tocar los edificios de su alrededor, dando lugar a grandes lucernarios y generando un enigmático juego de reflejos. Un jardín de grava cubre los retazos entre los límites de los muros pre-existentes y las nuevas membranas vidriadas. Mateo privilegia el fragmento, las capas y la ambivalencia. La lucidez y el pragmatismo radical de Mateo aceptan la realidad para convertirla en un elemento de proyecto, asumiendo los signos de los tiempos globalizados. Industrializa el proceso constructivo y rechaza asumir un lenguaje que pudiera definirse como su propio estilo. Hasta cierto punto —parafraseando a Robert Musil— su construcción es un espacio sin atributos. El espacio interior es abierto, flexible, múltiple y complejo, a la vez que luminoso. Sus límites verticales son las fachadas existentes, su única tectonicidad se expresa en la topografía del suelo. El resto son luz, reflejos y el diálogo, casi sin tocarse, entre techo y paredes.
Mateo hace lo que la realidad le pide: fragmenta o une. Su obra nunca es obvia y su actitud experimental e iconoclasta asume la artificialidad de la arquitectura y la necesidad de la invención, desde la ausencia de estilo y con voluntad didáctica. Persigue atmósferas y levanta construcciones sin que sepamos si sus edificios son pesados o ligeros, sólidos, líquidos o gaseosos, bonitos o feos. “En el fondo —reconoce Mateo— el núcleo duro de mi propuesta es algo muy vago, espectral, platónico. Me interesa el orden, la claridad, la abertura, la transparencia. Y entre este paisaje fantasmal, ingrávido, bañado con homogénea y suave luz lechosa y el mundo real, surge mi obra”.
Como sucede en buena parte de sus proyectos, Mateo acomete simultáneamente dos operaciones contrapuestas y complementarias: una abstracta, pretende estructurar el proyecto; la otra concreta, persigue materializarlo. Estructurar significa utilizar una lógica clínica, en donde los cortes de las partes y los puntos de sutura son fundamentales. Viendo la realidad con indiferencia, sin nostalgia, Josep Luís Mateo crea espacios como éste, entre el cielo y la tierra.
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