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Columnas

Entre burdeles y cabarets, los congales del cine de Arturo Ripstein

Entre burdeles y cabarets, los congales del cine de Arturo Ripstein

6 agosto, 2024
por Carlos Rodríguez

I

Luego de beber las dos primeras caguamas, mi amigo Rafael y yo comenzamos con los temas importantes. El espacio tan reducido se duplicaba y nos ponía frente a frente o lado a lado. Eso tenía aquel lugar, la magia de expandir lo minúsculo. Para entrar era necesario cruzar hasta el fondo una tienda de abarrotes. Ahí, una escalera conducía al Internet, como se llamó ese tugurio que existió hasta la última remodelación de la Alameda Central —punto de encuentro histórico de, entre otras minorías, homosexuales y en el que también se practicaba la prostitución masculina y travesti—, en el que un host, al que todos conocían como la Charlotte, acomodaba a quienes iban llegando en donde se pudiera. Entre semana los parroquianos eran militares, curiosos y vestidas, como se les decía antes a las travestis en la jerga de ambiente. De jueves a sábado las modernas, es decir, la gente alternativa de aquel momento, acaparaban el sitio, que apenas si tenía un mingitorio y un baño al fondo, lo que es decir mucho porque era un espacio muy chico, mal ventilado y sucio. No era infrecuente esquivar cucarachas escalando las paredes. El Internet era el hoyo al que todos queríamos entrar, un universo de visitantes aleatorios en el que nunca se sabía con quién se iba a compartir el sitio.

Pues bien, aquella ocasión, luego de las primeras frías, mi amigo, que hacía poco tiempo se había mudado a otro país, me preguntaba por las películas mexicanas recientes. Me hablaba con mucha emoción de un británico amigo suyo al que le interesaba en particular el cine de Carlos Reygadas. Yo le conté que un par de semanas atrás lo había entrevistado con ocasión del estreno de Post Tenebras Lux (2012) —sí, la película donde sale un diablito con su caja de herramientas—. Rafa me decía que le habían gustado sus filmes anteriores. Quizá sonaba una de Juan Gabriel o de Depeche Mode —las canciones en el Internet se pedían en la barra, cerca de donde había una ventana insignificante, se reproducían en YouTube y costaban 10 pesos— cuando ocurrió lo inesperado. De repente vi que por las escaleras subía nada más y nada menos que al mismísimo Reygadas con su esposa Natalia, y otro hombre. ¡No mames, Rafa! ¡Ahí está!, dije casi escupiendo la caguama. ¿Quién?, preguntó él. ¡Reygadas! Siempre había imaginado que a él, que encuentra algo estético en lo sórdido, le gustaría mucho el Internet. Con otro amigo había fantaseado varias veces que quizá algún día Reygadas filmaría ahí algo à la Gaspar Noé, algo así como la secuencia en otro tugurio, el Rectum, de Irreversible (2002), pero en versión vernácula. Después de un rato me acerqué a él y le conté que lo habíamos invocado. Le dio risa y dijo que le gustaba mi camisa azul con pequeñas flores rojizas, y que le había pedido a su esposa que volteara a verme. Para él, quizá el Internet era sugerente, para nosotros, simplemente permisivo.

II

Aunque la Real Academia Española consigna la palabra congal como prostíbulo, es verdad que el uso coloquial del término aglutina más de un espacio y abarca un campo semántico más amplio. Un congal es un lugar de baja categoría, un sitio más bien desordenado, sucio y a veces miserable. Si hablamos de estos lugares, y su presencia y representación en el cine mexicano, es preciso abordar las películas de Arturo Ripstein, que a lo largo de toda su obra ha privilegiado al burdel como un espacio de subversión y encierro que evidencia la manía por la abyección y la vileza que encierran sus filmes. En la historia del cine hay muchas representaciones de los sitios relacionados con el vicio y la farra. Una de las más evocadoras es aquel donde canta y baila una joven y casi irreconocible Marlene Dietrich. El filme toma prestado el nombre del cabaret para su título, El ángel azul (1930). En la película de Josef von Sternberg la Dietrich arrastra a la ruina a un profesor respetable que se enreda con ella. Digo enredarse porque el verbo alude a la confluencia de líneas en un mismo punto, es decir, que el espacio conduce y condiciona a las personas o personajes a situaciones de las que no pueden escapar. Eso es lo que ocurre en El lugar sin límites (1977), una de las películas más comentadas del cine mexicano.

Antes de abordar el filme paradigmático de Ripstein, que tiene como locación o escenario un burdel, hay que ir hacia atrás y recordar que en películas anteriores filmó algunas secuencias relacionadas con prostíbulos que apoyaban la narración y delineaban los móviles de los personajes, así como su personalidad. En apenas unos segundos se ve cómo el severo e impenetrable Claudio Brook entra a un lugar contiguo a un hotel para encontrarse con una prostituta en El castillo de la pureza (1972). La recreación del espacio, un cuarto delimitado por cortinas pedestres que dan efecto de privacidad, es de Manuel Fontanals, escenógrafo, y Lucero Isaac, a cargo del diseño de producción. Ripstein muestra un cuchitril, una habitación estrecha y desaseada, con una floja cortina de flores al fondo, en la que sólo cabe una cama individual. También en Los recuerdos del porvenir (1968), el segundo largometraje del director, que adapta su guion de la novela homónima de Elena Garro, tiene una secuencia en la que el personaje de Gonzalo Vega se acuesta con Aurora Molina, quien interpreta a la madrota del burdel. La habitación en la que ocurre el encuentro está detrás de una cortina de cuentas, elemento característico del imaginario de los prostíbulos.

El burdel de La Japonesa, interpretada por Lucha Villa en El lugar sin límites, es una casa con un patio interior abierto, alrededor del cual están dispuestas las habitaciones. Es un tipo de vivienda relacionado con la provincia mexicana donde el clima es caluroso. Los espacios del burdel dan detalles de las güilas, como llaman ciertos personajes a las prostitutas, que ocupan sus respectivos cuartos. Así, el espectador conoce las delicias de la recámara de La Japonesa que, entre sensuales sábanas y cortinas, seduce a La Manuela, travesti con la que procrea una hija. O el cochinero de la recámara de Lucy, en la piel de Carmen Salinas, por usar una expresión que alude al desorden y suciedad relacionados con los congales. En el salón principal del burdel, con la barra enmarcada por un vitral de colores al fondo, el mobiliario es de color rojo. A pesar del exuberante colorido, la austeridad predomina en la casa de citas, atrapada en un pueblo olvidado, ya sólo alumbrada con velas y lámparas de petróleo. El salón es el escenario de La Manuela, quien ahí baila flamenco para deleite de Pancho, otra vez Gonzalo Vega, actor que hace de macho que se come con los ojos a la travesti bailaora, encarnada por Roberto Cobo en una interpretación antológica del cine mexicano. Como espacio arquitectónico, el burdel —o putero, según la variante dialectal del español mexicano— sugiere la suspensión del recato: a los asistentes se les permite ver y ser vistos, así como iniciar el juego de seducción que va a culminar en un lugar privado: una habitación. El descaro, por supuesto, también tiene límites. La película de Ripstein subvierte esta regla tácita del burdel cuando los avances entre Pancho y La Manuela se vuelven menos furtivos y más explícitos en el salón. Es apenas un beso —el primero entre dos hombres en una película mexicana—, pero es suficiente para que el cuñado de Pancho, compañero de farra y testigo, le reclame sus actitudes de joto por bailar y besar a la travesti. De no haber roto la regla de arreglarse en privado, quizá el destino de La Manuela hubiera sido menos aciago.

III

Otro congal memorable del cine de Ripstein, donde se baila al ritmo de Pepe Arévalo y sus Mulatos, es el que frecuenta El Tarzán (Pedro Armendáriz Jr.), en Cadena perpetua (1978). Con sus pequeñas mesas y estrechos gabinetes, que dan la impresión de que hay que acomodarse en la austeridad, el cabaret es el lugar donde El Tarzán lleva a las mujeres que trabajan para él como padrote. El rojo del mobiliario y la iluminación acentúa una atmósfera malsana y calurosa, de apretujamiento, para el escenario donde una orquesta toca al fondo. El cinefotógrafo Jorge Stahl Jr. filma las escenas de baile de Armendáriz y Angélica Chain con muy poca distancia para generar la sensación de proximidad extrema que propician estos espacios donde los cuerpos se rozan de manera ya involuntaria. El hotel rascuacho —frase coloquial que nombra a las cosas de mala calidad— donde El Tarzán se quita las ganas con las prostitutas que él manda, es casi una extensión del congal. En un santiamén, Armendáriz va y viene de un lugar a otro. 

Después, y ya con Paz Alicia Garciadiego como guionista, Ripstein hizo la obra maestra del congal: La mujer del puerto (1991), película que no se puede narrar sin las imágenes de El Eneas, un burdel enclavado en una vecindad ruinosa, otro espacio arquitectónico emblemático de la filmografía del director mexicano. Las imágenes ensayan una especie de sinestesia que añade al congal, donde toca un pianista, una nota de humedad en sus espacios. Cuando llega El Marro (Damián Alcázar), la lluvia tupida genera una sensación de calor que se traspasa al interior. Hay que cruzar el largo pasillo encharcado para llegar al fondo y después bajar unas escaleras para acceder a El Eneas, que se anuncia con un letrero de neón en la entrada del edificio. La guionista y el director conocen bien estos lugares, hay una riqueza notable en los detalles: el techo desvencijado, luces de neón que generan un alto contraste en la penumbra, sillas plegables de fierro, un viejo ventilador al fondo que no sirve. Aquí, todo parece que funciona a medias, incluso los personajes que, como Tomasa —la protagonista que engendra la tragedia de la historia (interpretada por Patricia Reyes Spíndola)—, arrastran los pies para juntar pasos y recorrer el congal.

IV

La revisión de los cabarets, burdeles y salones de baile en las películas de Ripstein, recién condecorado con el premio Más Cine del Festival Internacional de Cine de Guanajuato y la medalla de la Filmoteca de la UNAM, es apenas un atisbo de la dimensión espacial y arquitectónica de su filmografía. Prácticamente en cada una de sus películas hay alguna secuencia en la que el ritmo y la cadencia tanto de la historia como de las situaciones parecen estar determinadas por la fuerza invisible, y al mismo tiempo innegable, de los espacios que determinan (El lugar sin límites), constriñen (El castillo de la pureza) y anudan (La mujer del puerto) a los personajes del universo fílmico de Ripstein. Las imágenes de Sylvia Pasquel ensayando tangos en un salón de baile en El diablo entre las piernas (2019), la última película del director, sirven de coda al recuento de los congales de Ripstein. Unas sencillas cortinas de tiras de papel metálico entre los bailarines dotan al blanco y negro del filme de un matiz sensual y también de reflejos de antaño que corresponde con la historia de una pareja en el degradante ocaso de su vida conyugal que, sin embargo, se resiste a renunciar al deseo.

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