Verde que te quiero azul: encontrarte en el camino o la paradoja de la selva
Es verano. Camino despacio porque hay un sol inclemente que me acompaña o, más bien, me empuja a avanzar, a [...]
17 octubre, 2024
por Liana Vázquez
En 2017 fui sola a Guanajuato. En esa época todavía se podía caminar por sus callecitas angostas y empinadas con alguna seguridad. O quizás no, y yo lo asumí desde la ignorancia de una (casi) recién llegada. Lo mío con esa ciudad fue amor a primera vista y en ese mismo año regresé tres veces a la misma casa, las mismas calles, las mismas esquinas, los mismos cafés y museos. A eso había ido, en definitiva. Tengo apenas fotos de ese viaje. Las imágenes las guardo, por si acaso, en mi memoria.
A mí me llevó a Guanajuato la historia de una mujer. De una pintora nacida en Alemania y que había vivido más de 50 años, con su marido y sus perros, en una casa cerca de un acueducto del centro guanajuatense. La Pastita, es el nombre de la calle donde está esa casa que hoy es un Museo lleno de memorias y figuras prehispánicas. La pintora alemana se llamaba Olga Costa y yo la estudiaba con devoción para mi maestría sobre pintoras mexicanas, que terminó siendo un estudio únicamente sobre ella y su bellísima forma de mirar. Desde entonces han pasado siete años, y llegué a entenderla y estudiarla tanto —mediante sus pinturas, cartas y fotografías—, que aún percibo su presencia donde sea que vea alguna de sus obras. Yo siento que me hablan directamente.
Hace un par de semanas, volví a encontrarme con Olga, de casualidad, en una exposición en el Museo de Arte Moderno (MAM): Presencia infinita. Ficciones de la modernidad, que reúne un variadísimo grupo de mujeres artistas, de épocas y con discursos muy variados, y forma parte del grupo de exposiciones que el MAM ha inaugurado como parte de la celebración de su sexagésimo aniversario. Aun cuando la museografía no es particularmente innovadora, pues regresa a la organización por núcleos cronológicos y temáticos —lo que provoca, desde mi punto de vista, que la lectura de esas piezas sea repetitiva y se pierdan matices que podrían ser, a estas alturas, como mínimo interesantes—; agradezco encontrarme en las salas de museos importantes piezas de mujeres artistas que forman parte de unos archivos que de otra manera se mantendrían alejados de la mirada del espectador de a pie, en el silencio de una bodega climatizada.
En la muestra, además de un paisaje de Costa que casi da la bienvenida, hay dibujos de Frida Kahlo, la que pareciera ser la única pintora mexicana conocida fuera de México; está Remedios Varo, mi favorita, con sus gatos y construcciones imposibles; está Leonora Carrington con sus líneas y su fuerza; está María Izquierdo con ese boceto de lo que habrían sido sus murales en el Antiguo Palacio del Ayuntamiento, pero que Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros decidieron que no era apta para ejecutarlos pues, al parecer, sólo los hombres saben pintar murales; está Nahui Ollin, con sus pinturas que de tan alegres son tristes; y está Lilia Carrillo, la “única mujer” de La Ruptura. También hay artistas de épocas más recientes: está Graciela Iturbide con sus fotografías que dan ganas de llorar (o reír); y Teresa Margolles, con una obra hermosa que habla de las cosas más terribles; o María Teresa Morán, con esa pintura enorme de una mujer secuestrada que no sabemos qué espera (la pieza se llama La espera) si a morir, o a ser salvada, o a todas las cosas (¿peores?) que podrían pasar en ese intermedio. Y está Yani Pecanins con sus palabras, imágenes y sensaciones; con todas las cosas que le importan, como ella misma dijo alguna vez. La lista es satisfactoriamente larga y variada. Hay pintura y dibujos y bocetos y escultura, instalación, video, collage; y si bien extrañé nombres de mujeres más jóvenes (alguna había, pero me faltó diálogo y profundidad respecto a otras piezas) creo que es valioso que un museo de la importancia del MAM dedique en su aniversario uno de sus espacios a la conversación entre obras producidas por una otredad.
Las muestras de mujeres yo las camino de a poquito, sin prisas, mirando de verdad cada obra: las increpo, las cuestiono, a ellas y al entorno en que fueron producidas. Será deformación profesional, pero intento comprenderlas en el contexto donde nacieron y en el que existen, que no siempre es el mismo. Nos enseñaron que la Historia del Arte se contaba a través de piezas hechas por hombres, y todavía en la actualidad los porcentajes hablan por sí solos. Sin embargo, las artistas existen y resisten, lo han hecho siempre. Y sus maneras de mirar no son del todo ajenas a su época ni a los discursos establecidos, sino que muchas veces se acomodan en ellos de manera natural, tal y como lo hacen los de sus contemporáneos masculinos. Claro que hablan de “otras cosas”, somos esencialmente diferentes, pero esas “otras cosas” también forman parte de la historia. Me atrevo a asegurar que, como hiciera Maria Gimeno en su bellísimo performance llamado Queridas viejas. Editando a Gombrich, en la Historia del Arte sigue faltando precisamente la perspectiva femenina, que es otra manera de mirar.
Por eso agradezco también que se intente que el discurso de una exposición como esta sea cuestionador, como dice el texto de sala, respecto a la estructura patriarcal en que el mundo existe. Y aunque no creo que esta muestra tenga una particular crítica, sí es bella y eso ya es mucho viendo lo que vemos cada día, y creo que se va encaminando el discurso hacia el análisis y la confrontación; hacia colocar, incluso a las artistas más antiguas, en un espacio de revisión y salvamento, por decirlo de alguna manera. Y eso me devuelve un poco del optimismo que ya creía desaparecido.
“La jaula se ha vuelto pájaro”, decía Alejandra Pizarnik en unos de sus poemas más bellos. Y así se llamó mi tesis de maestría, porque Olga Costa me enseñó que no hacen falta grandes gestos para dejar una mirada marcada en un fragmento del tiempo. Su casa de La Pastita es una lección de arte. Una lección propia, porque aun cuando en esa casa convivían dos pintores inmensos, Olga estaba casada con el muralista mexicano José Chávez Morado, todo allí, aún en la actualidad, es pájaro y no jaula. Y Olga sigue allí, aunque yo ya no pueda fotografiarla.
Presencia infinita. Ficciones de la modernidad se exhibe en la Sala C del Museo de Arte Moderno desde el 5 de septiembre de 2024.
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