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14 febrero, 2025
por Carlos Rodríguez
Dos películas recientes tienen como escenario la Ciudad de México, Emilia Pérez y Queer. Los films de Jacques Audiard y Luca Guadagnino reconstruyen la ciudad o una idea de ella que apoya sus narrativas, sus equipos de diseño de producción los encabezan arquitectos. Con éxito de público y de crítica desigual –Queer no levantó ámpula como Emilia Pérez, de la que no se ha dejado de hablar–, se trata de obras que imaginan la urbe de diferente forma. Su mirada es cinematográfica, sujeta a ciertas voluntades, como la reconstrucción aparatosa de Egipto primero en las películas épicas italianas, y después en las hollywoodenses à la Cecil B. DeMille. O la entelequia de Marruecos en Casablanca (1942).
Tanto en Queer como en Emilia Pérez la ciudad no es un personaje, la urbe no informa la narración ni participa de ella, solo es una estampa o escenario que la ilustra. En el caso del film de Guadagnino, la visión de la Ciudad de México de los años cincuenta es una postal hecha a partir de un collage que combina obras emblemáticas como telón de fondo, por ejemplo el Monumento a la Revolución y un edificio que recuerda al Hotel del Prado, otrora sobre la avenida Juárez. Uno puede imaginar al arquitecto italiano Stefano Baisi, encargado del diseño de producción, tendiendo imágenes de la época sobre la mesa de trabajo para darse una idea de cómo era la ciudad y decidir el aspecto visual de la película.
Queer’s Mexico City built on the Cinecittà soundstage in Rome. Courtesy of A24
A pesar de que Guadagnino tiende a embellecer y adornar sus películas, a veces con resultados francamente anodinos, el diseño de arte de Queer es cabal, se ajusta a un estilo que no es realista sino que recrea la mirada de un extranjero sobre un lugar y contexto particular. La Ciudad de México de mediados del siglo pasado es la base del guion de la primera parte del film. Es verdad que a la adaptación del italiano de la novela homónima de Burroughs le falta más suciedad que malicia; Daniel Craig, que interpreta a William Lee, es demasiado correcto y pulcro para ser un gringo apestoso que, además, es precursor de la experiencia alternativa del forastero en México.
La representación de la ciudad en tonos pastel, muy estilosa, es una postal de cartón piedra construida en sets en los históricos estudios romanos Cinecittà. La ambientación incluye afiches en las calles de Juan Charrasqueado (1948), la película de Ernesto Cortázar con Pedro Armendáriz; el letrero luminoso del Salón México, igual que en el film del “Indio” Fernández; perros en las calles y puestos de comida en segundo o tercer plano. También una imagen de la virgen de Guadalupe ¡en la mesa de un bar! donde está sentado el chichifo –al que interpreta el cantante de origen mexicano Omar Apollo, que lleva una prótesis de dientes chuecos– con el que Daniel Craig se quita las ganas en un hotel impoluto, para nada mugriento.
Omar Apollo playing one of Lee’s lovers in the bar, Chimu, designed for Queer. He’s wearing the silver millipede necklace, a motif that appears in the film. Image by Yannis Drakoulidis courtesy of A24
Como obra fílmica, Queer es un esfuerzo fallido, tiene algunos momentos geniales como la secuencia en la que Lee se asoma a una maqueta del edificio que habita y, así, se espía a sí mismo; sin embargo, se engolosina demasiado con la belleza de los intérpretes cuyas pasiones, por otro lado, están filmadas de manera timorata, sin el interés genuino de sugerir el arrebato que produce lo raro, lo contrario, lo amenazante.
El alboroto causado por Emilia Pérez se genera, entre otros aspectos, por el desequilibrio de su apuesta, que inventa la Ciudad de México de manera realista. La producción de Jacques Audiard utiliza como macguffin, mero pretexto, la realidad violenta de México, el narcotráfico y las desapariciones forzadas, para contar la historia de reivindicación y venganza de “Manitas del Monte”, un narco que, con ayuda de una abogada, transiciona de género. Ya como Emilia Pérez, deja atrás su turbio pasado, así como a su esposa e hijos (por lo menos por un tiempo), y decide corregir su vida. La actriz española Karla Sofía Gascón, ella misma una mujer trans, encarna a “Manitas” y Emilia.
El discurso y la forma de Emilia Pérez pretenden ser naturalistas, es decir, aspiran a establecer la ilusión de que los espectadores están en contacto directo con el mundo representado, un mundo coherente, acorde y natural. El naturalismo atraviesa todos los géneros cinematográficos, incluso lo deliberadamente fantástico parece real en la pantalla. No importa si se trata de un western, una historia de ciencia ficción o un musical. La naturaleza del cine, por otro lado, es arbitraria y engañosa, por eso su principio es el montaje. El cine corta y pega elementos para crear un mundo de costuras invisibles; a veces el cine más vanguardista muestra sus dobleces, el zurcido de la imagen, con interés crítico.
Emilia Pérez es una adaptación libre de la novela Écoute (2018), de Boris Razon, que trabajó como periodista en Le Monde. Se trata de una coproducción entre Francia, México y Bélgica, una de las productoras es la mexicana Pimienta Films. El mundo de Emilia Pérez está demasiado anclado a su pretexto argumental, tanto en lo espacial como en lo discursivo, y no deriva en un universo congruente. Aunque su representación de la ciudad es precisa, otros aspectos del film muestran sus costuras de forma involuntaria. El problema del naturalismo de la película es que su seriedad, es decir, la construcción y el minucioso cuidado arquitectónico y decorativo, supone una actitud de respeto a la verdad que no se cumple. Y hay algo peor, en su carácter se descubre un engaño. El público francés –y al parecer también el estadounidense– no detecta las inconsistencias porque desconoce los referentes. Sin embargo, especialmente la audiencia mexicana, que comparte las referencias del mundo que representa, nota los parches de la película de Audiard.
Emilia Pérez, que ganó el Premio del Jurado en el Festival de Cannes de 2024, sigue la tradición del musical francés que se consolidó con Los paraguas de Cherburgo (1964), de Jacques Demy, con Catherine Deneuve cantando, más bien fraseando, su desilusión al despedir a su enamorado que parte a la Guerra de Argelia para hacer su servicio social, eficaz macguffin de la época. En esa misma línea se encuentran películas tan distintas como French Cancan (1955), de Jean Renoir; Golden Eighties (1986), de Chantal Akerman; Bailando en la oscuridad (2000), de Lars von Trier; 8 mujeres (2002), de François Ozon, y Annette (2021), de Léos Carax. El artificio y la extravagancia de esta pléyade de films no quiere copiar la realidad sino inventarla, dejándose llevar por la fantasía impetuosa de sus personajes. Ahí es donde patina en el lodo Emilia Pérez, que le debe más a la sección de noticias internacionales de los diarios franceses que a la imaginación ampulosa del musical. Desafortunadamente, el film no se desentiende de las coordenadas reales para proyectar un mundo fársico o paródico, desmesurado, de enredos, con una voluntad discursiva y de estilo propias.
Audiard inicia su película con el pregón de “Se compran colchones”, habitual en las zonas populosas de la ciudad, que pone en alerta a los espectadores que lo conocen, es como un aviso de la realidad a la que se refiere la historia. Otro creador francés, el artista sonoro Félix Blume, que también trabaja el video y la instalación, dedicó parte de su obra a captar los sonidos de la ciudad en el álbum Los gritos de México, editado hace más de una década, que se puede escuchar en Spotify. Estos días el Laboratorio Arte Alameda expone parte de su obra en la muestra Félix Blume: Variaciones sobre el murmullo.
Para la primera secuencia musical de Emilia Pérez se reconstruyó de manera cabal una calle que podría ser de las colonias Obrera o Doctores; sin embargo, la película se filmó en París. La diseñadora de producción Emanuelle Duplay hizo varios viajes de exploración a México, no obstante Audiard decidió filmar por completo en estudio para tener por completo el control de la película. Formada como arquitecta, Duplay hace un homenaje a Luis Barragán, arquitecto al que admira, en la escalera de papelito de la casa de Emilia. Los escenarios y ambientes de la película se hicieron a través de una combinación de elementos decorativos y efectos visuales generados por computadora. Los intérpretes trabajaron con pantallas azules como fondo, a los que luego se añadieron las imágenes de la ciudad.
La reconstrucción espacial, realista y minuciosa, verdadera, enmarca un número musical en el que Rita, la abogada a la que da vida Zoé Saldaña, que ayuda a “Manitas” en su transición y desaparición del mundo criminal, expresa su descontento con la impartición de justicia en su país al que se suman paseantes, trabajadores y otros colados. Con ímpetu y vigor, la escena –sacada de Los paraguas de Cherburgo y replicada en el video de la canción de Björk “It’s oh so quiet” (1995), que dirigió Spike Jonze, e incluso en “Eres para mí” (2007), de Julieta Venegas– contagia la joie de vivre de los musicales.
Aunque insiste en una reconstrucción apegada a la realidad, por ejemplo las imágenes aéreas de la urbe, esta voluntad no se acopla con otros aspectos de Emilia Pérez. Los acentos de las actrices, que representan a mujeres mexicanas, contradicen la apuesta naturalista del film. El seseo automático de Karla Sofía; el acento dominicano de Zoé, ¡porque Rita estudió en República Dominicana!, torpeza mayúscula del guion, audacia del director para justificar la presencia de la actriz; el español atolondrado de Selena Gómez, que interpreta a Jessi, la esposa de “Manitas”, una joven que apenas si mastica la lengua de Cervantes; y el español mexicano de Adriana Paz. A pesar del desempeño eficaz de las actrices, las dotes de Saldaña para el musical son innegables, los espectadores hispanos detectan una realidad mal fabricada, falsa y mentirosa. Esto se nota especialmente en Selena Gómez y sus líneas extravagantes, involuntariamente cómicas, delicia de la cuenta de Instagram Inventadas, dedicada al pitorreo de la cultura pop: “hasta me duele la pinche vulva nada más de acordarme de ti”.
Por supuesto, hay más elementos desproporcionados. En la segunda parte del film, Emilia y Rita están comiendo en un tianguis, la reconstrucción del espacio es fiel, con sus respectivas lonas como techos. Ahí una mujer les da un volante con información de su hijo desaparecido, entonces Emilia decide corregir el camino, enmendar sus errores, ayudar a quienes violentó directa o colateralmente, e inicia una carrera como filántropa. Se propone crear una asociación civil para colaborar en la búsqueda de los desaparecidos. Sí chucha. Ni que fueran enchiladas. Audiard demuestra que ignora las implicaciones del macguffin de su película, del que no logra deshacerse. Como melodrama, el film se pone más interesante cuando Emilia y Jessi se disputan a sus hijos, poniéndolos en medio de una venganza de pareja.
Emilia Pérez trastabilla y no por las razones que se le imputan. La mayoría de las críticas, las serias y también las necias, se desgarran en arrebatos casi nacionalistas, como si no hubiera suficientes ejemplos de creadores mexicanos que cuando les viene bien “visibilizar” la realidad la toman como fuente de inspiración, razón por demás sospechosa. Ahí están, solo por citar algunos ejemplos, Bardo (2022), de Alejandro G. Iñárritu; Ruido (2022), de Natalia Beristáin; y Nuevo orden (2020), de Michel Franco. Si en lugar de copiar la realidad la inventara, Emilia Pérez ya sería parte del canon iconoclasta del cine. Audiard, no obstante, nunca ha sido un renovador del lenguaje sino un buen narrador que, aquí, está limitado más que nunca por la contradicción de hacer un filme naturalista que pretende ser fiel a una realidad que desconoce.
En suma, Emilia Pérez y Queer son productos que demuestran que el diseño de producción, que recrea e inventa ciudades, mundos y universos, es apenas una parte que colabora en la creación de una película. No obstante, en su planeación y ejecución se compromete su discurso. Para la siguiente ocasión, en las siguientes películas de Audiard y Guadagnino, habrá que considerar a un público global y pensante.
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