14 septiembre, 2017
por Esteban Dávalos
No sé de inicio si es una virtud o un gran defecto: el gobierno de la Ciudad de México decidió, al fin, intervenir la Plaza de la Constitución, en medio de una gran opacidad y hermetismo respecto de los alcances del proyecto y la inversión requerida. Después de la muy anunciada “reinauguración” del Zócalo capitalino, me detengo frente a los portales del costado poniente donde se ubican las joyerías y, viendo hacía la plaza, no alcanzo a apreciar apenas alguna diferencia entre el resultado y lo que hemos estado acostumbrados a ver y experimentar como la Plaza Mayor de México. ¿Es una virtud o una oportunidad perdida?
Los trabajos para tener un #ZócaloRenovado concluyeron. Les comparto cómo fue este proceso histórico #mm pic.twitter.com/sqTPu1ofB3
— Miguel Ángel Mancera (@ManceraMiguelMX) 26 de agosto de 2017
Los mismos autos dando vueltas en carrusel alrededor de una inmensa plancha de concreto, los mismos peatones sorteando a esos mismos autos en los ángulos de la plaza, la misma jardinería raquítica, las mismas carpas plastificadas. Me pregunto si habré leído bien la noticia que anunciaba la reapertura del Zócalo. Cruzo la avenida asfaltada cuando me lo permite el flujo continuo de autos, principalmente taxis, que emplean la plaza como una glorieta, girando en sentido contrario a las manecillas del reloj buscando un cliente circulando en sentido contrario, muy escasos como para recordarnos las plazas provincianas con hombres y mujeres circulando en ambos sentidos para ligar una mirada furtiva. Ya en la plancha (que lleva anhelando varios sexenios sin conseguir cambiar sus letras para convertirse en plaza), noto que ahora las nuevas losas de concreto se han teñido de un pálido color rosa, supongo que los palafreneros del sistema han querido complacer al regente en turno, sabiendo que su régimen ha mostrado preferencia por ese color. Apenas se alcanza a percibir la diferencia y alcanza un pálido e indefinido tono amoratado. Se han colocado unas placas con textura y de color grafito para que los invidentes encuentren su camino al circundar la plaza y, en el mejor de los casos, llegar a las entradas del metro. Lástima que nada les alerta ante la posibilidad de tropezar con obstáculos y cables y cuerdas que sujetan las carpas. No importa, no hay ningún invidente en el sitio con ánimo de andar dando vueltas a una plancha de concreto sin ton ni son, por señalizada que esté, sabiendo que es mejor caminar por una animada y segura banqueta a seguir sin rumbo guías táctiles, respuesta de funcionario de escritorio que sólo ven lo que el jefe les ha dicho que vea.
Confieso que mi interés es más bien arqueológico. Vi publicado que se había encontrado el basamento, el zócalo que le da nombre a este inmenso espacio y a muchas plazas del país. El rastro de la construcción sobre la que Lorenzo de la Hidalga edificaría el primer ensayo de columna de la Independencia me atraía y era el verdadero motivo de mi visita. Examino milímetro a milímetro en torno al asta bandera para encontrar algún registro o marca de la existencia del zócalo original y originario. Nada. Ni una marca. Ni una placa. Mucho menos una ventana arqueológica que nos refresque la memoria y nos reconcilie con el pasado. Sólo concreto, carpas, coladeras y visitantes indiferentes. ¿Quién habrá tomado la decisión de borrar el vestigio? De la Plaza de la Constitución hay multiples proyectos para su rehabilitación. El último fue resultado de un concurso nacional en 1999. Luis Barragán se ocupó de una propuesta. Ramírez Vázquez, Enrique de la Mora y Teodoro González de León hicieron lo propio. Nada, tampoco. Ni la menor referencia a ninguno de ellos, ninguna restricción a los autos, ninguna ventaja al peatón, ninguna banca, fuentes, vegetación, ninguna piedra noble para marcar ejes o dar escala y decoro. Nada. Más bien pareciera que decidieron cambiar el piso para que cada vez que al usuario del Palacio Nacional se le ocurra estacionar los autos de sus invitados y escoltas en la plancha lo hagan sin preocuparse por dañar el suelo. O sus neumáticos.
Camino hacia la Catedral Metropolitana y la ilusión se desvanece. El autor desconocido de esta obra invisible —cemento y metros y metros cuadrados de desnudez estéril— me desengaña. Quedo pasmado al aproximarme a Catedral. A los pies del mejor tesoro colonial se levantan cinco postes de acero que soportan horrorosas lámparas, supongo para iluminar la fachada de noche. A partir de ahora nadie podrá ver o fotografiar esa fachada sin la obstrucción de unos fierros ya hoy avejentados. Me pregunto en que pensaban los señores del Instituto Nacional de Antropología e Historia, quienes debieron aprobar tales adefesios. Hasta ese momento había pensado que la intención de los restauradores era pasar desapercibidos, hacer el menor ruido posible, pero esos grotescos postes me desengañan y me convencen de que era mejor la neutralidad gris anterior a esta obra innecesaria, redundante y rosada.
La apuesta por un inútil anonimato no deja dudas. No es una virtud. La intervención se nota demasiado y aunque no debía verse termina imponiendo su ausencia no por sus aciertos sino por su torpeza, por el despilfarro igualmente estéril y decorativo. No sé cuánto dinero haya invertido el Gobierno de la Ciudad de México en esto, pero cualquier cifra es demasiado en relación al resultado. Mejor no haber hecho nada. Entre el afán de los gobernantes por verter concreto a cambio de votos y la incapacidad histórica del Instituto que aparentemente le tutela, el INAH, el resultado es una plancha de feria, sin identidad, fea y con luminarias anticuadas que no iluminan y no dejan ver. Las autoridades responsables no se conformaron únicamente con borrar el Zócalo: además lo presumen.