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16 agosto, 2019
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
La adaptación cinematográfica de American Phsycho (2000), dirigida por Mary Harron, es un catálogo de asesinatos pero también de tendencias en diseño —industrial, textil, gastronómico— y cultura pop. La narración de la historia cuenta con diversas digresiones en las que Patrick Bateman, el protagonista de la historia y su narrador en primera persona, reseña los platillos de los restaurantes más lujosos, describe su rutina de belleza facial nombrando los ingredientes de cada producto dermatológico que mantiene su piel tersa y reflexiona, en el mejor registro de la prensa especializada del periodismo cultural, en torno a la música de Phil Collins y Whitney Houston. Igualmente, compara con una compulsión homicida las soluciones gráficas de las tarjetas de presentación de sus compañeros: sabe de tipografías, de tipos de papel y de técnicas de impresión. En una de las escenas, encuentra en la acera a una de sus amistades mientras está empacando un cadáver en la cajuela de un taxi. Le preguntan dónde consiguió la bolsa que encubre su asesinato. Visiblemente agitado, de todas formas contesta: Jean Paul Gaultier.
Pero, ¿Bateman está articulando a través de su consumo lo que podríamos llamar “buen gusto”? En la tradición de los villanos como personajes protagónicos, el cine ha consolidado su refinamiento casi aristocrático, como el emblemático Hannibal Lecter, encarnado por Anthony Hopkins en 1991, quien es filmado en su celda dibujando en carboncillo antes de comerse la nariz de uno de sus custodios. Pero en el caso de Lecter, sus espacios parecieran estar producidos desde la certeza de alguien que siempre vivió así: un rico de pura cepa. En cambio, el gusto de Bateman está informado por revistas y anuncios publicitarios. La identidad del criminal no configura sus espacios, sino al contrario: los espacios —y las formas de consumo— forjan la subjetividad del asesino. Bateman no reflexiona en el regocijo que producen los objetos, simplemente adquiere prendas de diseñador y piezas de decoración porque así lo dictan, como se dijo al principio, las tendencias de diseño.
Se sabe que la publicidad no refleja realidades, que opera casi al nivel de la proyección mental. Como señala Jean Braudillard, lo que circunda a la publicidad es la pulsión, el deseo, el inconsciente; en resumen, lo invisible. Y pareciera que todas las proyecciones de Bateman hacia sus espacios se dirigen de la misma manera en lo que respecta a sus crímenes. Al tiempo que se nos muestran cenas de negocios, la película enmarca con la explicitud necesaria su práctica como asesino serial. Las mujeres son sus principales víctimas. Esta simetría entre el consumista y el asesino es un comentario bastante evidente, aunque no moralino, sobre el personaje de Bateman. Las torturas que realiza en sus víctimas forman parte de su carisma, de la misma manera que su cuerpo escultórico. Y así como su casa y sus hábitos de compra son el escenario para un espejismo, el del hombre capitalista, igualmente sus crímenes quedan puestos en duda. El narrador de American Phsycho no es confiable: no se sabe si las atrocidades que cometió fueron reales: la esquizofrenia del consumista.
(Hacia el final de la película, Bateman está en peligro de ser atrapado por una persecución de helicópteros y patrullas. Corre hacia su oficina, de la que hasta ese momento no conocíamos su exterior. Se trata de un edificio al que se le filma como si fuera laberíntico; un proyecto que, además, pareciera imponerse sobre la escala humana del supuesto psicópata. Sus pasillos lucen infinitos, y su fachada de cristal multiplica y confunde la proximidad de los helicópteros entre sus reflejos. Pareciera que Bateman, finalmente, está aceptando su condición criminal. El edificio en el que se pierde es singular, al menos en lo que respecta a un estilo y a un autor conocido por prescribir su visión arquitectónica sobre los habitantes de sus obras. Un edificio monolítico. Se trata del Toronto Dominion Centre, proyectado por Mies van der Rohe.)
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