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Columnas

El ruido de los otros

El ruido de los otros

24 julio, 2017
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

El video en YouTube se llama Parked Ice Cream Audible Inside NYC Apartment A Block Away. Dura 29 segundos. Los primeros diez o quince segundos no se oye más que el ruido producido al manipular el teléfono con el que se grabó el video y otro grave, mecánico, que desaparece al segundo diecinueve. Era el aire acondicionado. Entonces se oye un ruido más: el de la ventana al ser abierta. Se escucha entonces el ruido de los motores de automóviles en la calle y, a lo lejos, la música de campanas del camión de helados.

El video fue subido por Gothamist, “un sitio web sobre Nueva York” y lleva a un artículo firmado por Nathan Tempey con el título New Harlem Resident Declares War On Jingle-Happy Mister Softee Man. El artículo cuenta que Mackenzie —“quien pidió que no se revelara su apellido por miedo a que la encasillaran como la señora blanca que se queja de su nuevo barrio”— “compró un departamento cerca de Central Park en la primavera. «Ésta es una cuadra generalmente tranquila, serena. La llegada del camión de helados ha terminado con la tranquilidad.»” Según el artículo de Gothamist, lo peor de todo, según Mackenzie, es que parece querer hacer algo al respecto. The Gothamist no logró encontrar al dueño del camión para entrevistarlo, pero Carolyn Graham, de 55 años, vecina del lugar, les dijo: “se mudan a Harlem y eso es lo que pasa en Harlem” —traducción libre de that’s what the fuck happens in Harlem. Graham también dijo que el ruido del camión de helados no le molesta y que si lo hiciera simplemente iría a su recámara y prendería el televisor. En Harlem, les dijo, “la gente oye música, hay ambulancias y motos que pasan. Es el latido de Harlem. Lo odiamos, pero así es.”

 

Lo odiamos, pero así es. Aunque habría que preguntarse si realmente odian el ruido de Harlem y más: si acaso lo oyen. Mientras sean los ruidos cotidianos y no los causados por algún malestar, uno no oye los ruidos de su propio cuerpo. Y así uno no oye, tal vez, su propio barrio. El ruido del motor del elevador o el de los niños que salen a jugar en el patio de la escuela todos los días a la misma hora se vuelven, el latido del barrio que, como el latido de nuestro corazón, es normalmente inaudible. Sólo quien recién llega y no se ha acostumbrado lo percibe como ruido, como Mackenzie, la nueva vecina blanca.

El 27 de octubre de 1839 se embarcaron en Nueva York con destino a México, Frances Erskine Inglis, nacida en Edimburgo en 1804, y su marido, Ángel Calderón de la Barca, recién nombrado ministro plenipotenciario de España en México. Desde su salida de Nueva York y hasta 1842, que permanecieron en México, Frances, la Marquesa Calderón de la Barca, escribió regularmente a su familia que vivía en Boston contando su experiencia mexicana. En 1843, Frances seleccionó algunas de esas cartas y las publicó con el título Life in Mexico During a Residence of Two Years in That Country. En sus cartas cuenta desde el abordaje en el Hércules, vapor que los llevó a la Habana, para después de unos días tomar otro barco con destino a Veracruz. Su camino a la ciudad de México pasando por Puebla y antes por la hacienda de un hombre con “porte de caballero, apuesto, discretamente vestido y más bien de aire melancólico y con una sola pierna.” Santa Anna. En la carta fechada el 26 de diciembre de 1839, cuenta su paso por Río Frío y la entrada a la ciudad de México. “Las innumerables torres de la ciudad distante se veían apenas. Los volcanes estaban envueltos en nubes excepto sus cimas nevadas, que parecían cúpulas de mármol coronando el cielo.”

En la séptima carta cuenta su debut en México, en una misa en catedral y de la ciudad azteca que le dicen está debajo y del Calendario Azteca, “una piedra circular cubierta con jeroglíficos, que se conserva a las afueras de catedral.” También cuenta la primera visita, con su marido, al Presidente. “El palacio es un edificio inmenso que contiene, además de los apartamentos del Presidente y sus ministros, todas las cortes de justicia principales. Ocupa un lado de la plaza, pero no es nada notable por su arquitectura.” La marquesa Calderón de la Barca le dedica buena parte de esa carta a algo que le llamó particularmente la atención de la ciudad de México: los pregones:

Hay una cantidad extraordinaria de pregones (street-cries) en México, que empiezan al amanecer y continúan hasta la noche, realizados por cientos de voces discordantes imposibles de entender a la primera, pero el Señor __ me ha dado una explicación de ellos hasta que pude empezar a tener una idea clara de su significado. Al amanecer te despierta el grito chillón y desesperado del carbonero: Carbón, ¿señor? que suena algo así como ¿Carbonsiu? Luego el que vende mantequilla: ¡Manteca, manteca a real y medio! ¡Cecina buena!, interrumpe el carnicero con voz áspera. ¿Hay sebo, o, o, o, o?, es el grito prolongado y melancólico de la mujer que compra desperdicios de cocina y se para en el quicio de la puerta. Luego pasa la cambista, una india que intercambia y hace trueque que canta ¿tejocotes por venas de chile?, una pequeña fruta que cambia por pimientos picantes. Ningún daño nos hace (no harm in that).

La marquesa Calderón de la Barca sigue enumerando los pregones, sorprendida tanto por lo que se vende e intercambia, como por el modo de hacerlo. Gritos ofreciendo o pidiendo agujas y alfileres, botones y espejos, canastos de frutos —cada uno por su nombre—, gorditas y pasteles de miel, requesón, merengues, caramelos, bocadillos de coco y tortillas de cuajda. Hay de todo. No harm in that.

Hoy en la ciudad de México hay menos pregones. Se sigue oyendo el grito potente, sacado desde el vientre para no dañarse la garganta, de los repartidores de gas y de garrafones de agua. Y los de reproducción técnica como el de los tamales oaxaqueños o el inigualable se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas o algo de fierro viejo que vendan. Sonidos y pregones que habrá que seguir registrando antes de que las Mackenzies del mundo prosigan con su gentrificación sonora y declaren, precisando la frase de Sartre, que el infierno es el ruido de los otros.

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