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El regreso de los (extraños) objetos

El regreso de los (extraños) objetos

24 abril, 2019
por David Ruy

 

Desde mediados de los años noventa, la arquitectura ha acelerado su marcha lejos del discurso del objeto arquitectónico para acercarse al del campo arquitectónico. Las vicisitudes del objeto arquitectónico perdieron su extraño atractivo y el trabajo reciente está comúnmente circunscrito por la imagen mental de una red subyacente de relaciones que es profunda, dinámica y más real que el objeto mismo. Un esfuerzo maníaco por interactuar con la red global tal como es percibida, parece ser la respuesta común a la ansiedad de que la arquitectura esté perpetuamente a punto de quedar atrás en un mundo constantemente acelerado e interconectado. En retrospectiva, las fantasías paranoicas populares como The Matrix y El mago de Oz, eran representaciones razonables de la profunda sospecha de que la realidad no es lo que parece. Celebramos al héroe que devela lo que oculta la red y comparte un deseo compartido por descubrir la realidad secreta detrás de la cortina de las apariencias.

Los arquitectos hoy están preocupados por consideraciones de la arquitectura como un subproducto de los medios socioculturales, como un componente condicional de los sistemas y redes tecnocráticas e incluso como los cálculos finales pero provisionales de los parámetros medibles en el entorno literal o construido. Incluso aquellos arquitectos que están principalmente interesados ​​en la forma y la estética han tenido una tendencia peculiar a buscar parámetros y restricciones externas para acomodar la legitimidad del objeto arquitectónico en relación con un medio externo proyectado. Como Jano, la transición de objeto a campo ha tenido muchas caras pero ha compartido un cuerpo que se mueve hacia lo virtual.

En estos días, parece perfectamente natural pensar en la arquitectura como consecuencia de su contexto, como sea que se defina. La coordinación de fuerzas externas (a veces medibles, a veces hipotéticas y a veces francamente imaginarias) se entiende como una preocupación central de la práctica contemporánea. Quienes aman la arquitectura siguen siendo ambivalentes acerca de este estado de cosas. Por un lado, vemos el deseo franco de compromiso en los asuntos y las condiciones del mundo. Este deseo de relevancia y participación en los acontecimientos actuales ha hecho que el objeto arquitectónico pierda énfasis, otorgándoselo a la aplicación de la inteligencia arquitectónica a un campo de operaciones más amplio. Es importante destacar que este deseo es sincero y es difícil encontrar defectos en la inclinación a ser un participante activo en el mundo. Por otro lado, operar dentro de un campo más grande ha dado lugar a que la autoridad del arquitecto resulte vaga y ambigua. Resulta difícil definir qué es exactamente lo que se entiende por “inteligencia arquitectónica”. Tampoco ha sido claro si tal inteligencia es realmente necesaria por el “mundo real”. Puede ser una subestimación grave de la inteligencia que ya está operando en el mundo en otras formas de práctica. La falta de énfasis en el objeto arquitectónico ha eliminado algo de la magia de la arquitectura mientras la atención se orienta hacia los hechos y las figuras de la red global. Rara vez se habla del poder misterioso de la arquitectura sin cierta vergüenza, pero aún así, la pérdida del sentido y la influencia de la arquitectura como un objeto independiente parece ser una fuente inagotable de lamento.

Sólo en un panorama más amplio de la historia de la arquitectura este cambio de objeto a campo parece extraño, porque la arquitectura se ha presentado predominantemente a lo largo de su historia como una cosa en el mundo, en gran medida independiente de la influencia externa. Ese desplazamiento de la arquitectura como una práctica que materializa (valores, ideas o el mismo universo) a una que coordina, es una característica particular del legado Moderno. La peculiaridad de este cambio de intereses se nos escapa en gran medida porque la contingencia de la arquitectura en las condiciones externas parece haberse convertido en el supuesto aceptado por defecto. Las consideraciones del propio objeto arquitectónico, independientemente de su contexto, ahora parecen esotéricas y los argumentos para la autonomía de la arquitectura se consideran anacrónicos. Aunque hay algunas excepciones notables, en la actualidad los arquitectos celebran la contingencia más que la autonomía. El deseo predominante es que la arquitectura evite resultar insular, forme redes de relaciones más amplias y, en general, esté más comprometida con las condiciones del mundo contemporáneo.

Vale la pena estudiar este cambio con más detalle, porque hay algunas suposiciones profundamente problemáticas en las teorías del campo arquitectónico desde el punto de vista ontológico. Pero tal vez, de manera más tangible, este cambio ha reestructurado inesperadamente las expectativas relativas a la autoridad de los arquitectos y al poder de la arquitectura. Estas dos preocupaciones (sorprendentemente vinculadas) deben ser abordadas con el fin de evaluar el estado actual de la disciplina y desarrollar una alternativa a los sombríos pronósticos de la práctica. Pero antes de abordar estas preocupaciones, debemos mencionar la naturaleza.

Aunque la expresión de los valores culturales y la integración de la arquitectura con los tejidos urbanos son más ampliamente reconocidas como consideraciones contextuales, la urgente preocupación contextual hoy en día se refiere a la relación de la arquitectura con la naturaleza. La naturaleza es el medio definitivo, el campo omnipresente de los fenómenos materiales. A este respecto, el examen del movimiento de la arquitectura del objeto al campo, en este momento histórico, es también un examen del movimiento de la arquitectura hacia la naturaleza. Tal vez el movimiento de la arquitectura de objeto a campo culmine en el desaparición progresiva de la división entre arquitectura y naturaleza.

Es importante considerar este cambio desde el punto de vista de la arquitectura como disciplina y como práctica. Como una disciplina vieja, la arquitectura encuentra el problema de la naturaleza profundamente embebido en su historia; la naturaleza ha sido a menudo una fuente de innovación arquitectónica. A partir de la antigüedad, acelerándose durante el Renacimiento, y subyacente en el Modernismo, podemos encontrar una arquitectura que busca en la naturaleza inspiración estética, modelos formales y restricciones proporcionales. Incluso en los casos en que la arquitectura deliberadamente evitaba a la naturaleza a favor de desarrollar una teoría explícitamente racional, la naturaleza siempre fue el «otro» sublimado entre paréntesis de tal racionalidad. La geometría y la proporción, la forma y la función y la estructura y el ornamento son algunos de los principales territorios disciplinarios que han girado en torno al problema de la naturaleza. La naturaleza ha dejado de ser una fuente mítica de inspiración en el diseño, pero continúa siendo minada por el conocimiento arquitectónico con investigaciones sobre dinámicas no lineales, sistemas auto-organizacionales, algoritmos genéticos y morfogénesis biológica. Aunque algunos pretenden que tales investigaciones no son propiamente disciplinarias (debido a su origen en la ciencia), continúan teniendo como objetivo el diseño de objetos arquitectónicos significativos y son experimentos enrarecidos por un grupo relativamente pequeño de expertos que se interesan principalmente en la disciplina y no en la práctica de la arquitectura.

En contraste, la práctica arquitectónica no se ha preocupado demasiado por la naturaleza sino hasta recientemente. Además de las preocupaciones pragmáticas, básicas para manipular el suelo, evitar que entre el agua de lluvia o asegurarse de que el interior tenga suficiente luz y aire, la práctica de la arquitectura se ha preocupado más con la logística sin fin del edificio en sí. Esto ha cambiado dramáticamente. Ante la inminente fatalidad del calentamiento global y el colapso ambiental, la práctica arquitectónica se ha visto obligada a afrontar también la logística aún más imposible del medio ambiente. Para hacer frente a tales demandas, la teoría ecológica ha entrado necesariamente en la práctica arquitectónica. La teoría ecológica y su extensión en la ética de la práctica material de la arquitectura, ha esbozado el imperativo de la práctica sostenible y ha reemplazado en gran parte las investigaciones disciplinarias de la naturaleza que eran dominantes en la academia antes del modernismo.

Aunque las palabras «naturaleza» y «ecología» parecen intercambiables en el discurso contemporáneo, es importante hacer una distinción crítica entre ellas, en la medida en que el pensamiento ecológico implica una forma muy particular de comprender la naturaleza. Las teorías ecológicas proyectan predominantemente sistemas que describen un campo de relaciones discernibles, siendo de menor interés los constituyentes individuales de un sistema ecológico dado que las relaciones mismas —hasta el punto de que incluso los constituyentes de un sistema ecológico son ellos mismos teorizados como sistemas ecológicos por derecho propio (la red ecológica interna de un cuerpo humano particular, por ejemplo). La naturaleza, vista a través del telescopio ecológico, es una gran red de relaciones donde las apariencias de los objetos (roca, árbol, rana, nube, humano, etc.) son superficiales y la red de relaciones se entiende como la realidad más profunda. El gran final del movimiento de la arquitectura de objeto a campo puede muy bien ser el colapso del objeto arquitectónico en un campo de relaciones que luego se disuelve en un campo ecológico general de relaciones que constituye el mundo. Y así, la práctica arquitectónica involuntariamente se ve subsumida dentro de la práctica ecológica. Aunque es difícil (y quizás poco ético) impugnar el imperativo sostenible de principios del siglo XXI, hay dudas ante la perspectiva de la desaparición de la arquitectura, ya que se convierte en una forma totalmente nueva de práctica basada en el pensamiento ecológico.

La política sostenible se ha vuelto fuerte y monolítica en los últimos años, dando lugar a nuevos códigos y protocolos para todas las prácticas materiales. Se ha convertido en una realidad ineludible con la que ahora tiene que lidiar la arquitectura. Pero, ¿qué es exactamente lo que se sostiene en la práctica sostenible? Aunque surgen los críticos, lo que se sostiene generalmente se entiende como el equilibrio de las prácticas materiales humanas en su relación con la naturaleza. Las prácticas materiales humanas, como la arquitectura, han sido bombardeadas con críticas (en su mayoría justas) a su avaricia inconsciente y la explotación miope de los recursos materiales. La arquitectura, junto con otras prácticas (como la fabricación de productos electrónicos), debe considerar la viabilidad a largo plazo en relación con la naturaleza. Sin embargo, es importante señalar que este equilibrio deseable es una extensión de la creencia generalizada de que la naturaleza misma estaría en equilibrio si no fuera por la intervención malévola de la humanidad. Si la naturaleza es como un gran reloj calibrado, los seres humanos siguen sacándolo de sincronía. Es necesario un cuidadoso mantenimiento por parte de los encargados ilustrados para que este reloj siga funcionando a tiempo. Para decirlo sin rodeos: la naturaleza es buena mientras los humanos son malos. Leyes y protocolos son vistos como necesarios para promover el buen comportamiento, pues éste no parece venir “naturalmente”.

Como alternativa al modelo del cuidador, tal vez el escenario más oscuro desde el punto de vista de la libertad individual, se encuentra la idea de que el mundo es un único sistema o red ecológica. En tal caso, el mantenimiento del equilibrio equivale a que todos jueguen su papel en la máquina (porque también seríamos parte del sistema). En otras palabras, usted es un engranaje necesario dentro del mecanismo de la naturaleza. No puedes romper la máquina si eres parte de la máquina. Y como el diente en un engrane, no puedes cambiar tu relación con el sistema. Esto es políticamente problemático. En respuesta, los ecologistas han hecho un esfuerzo concertado para teorizar la aparición y el cambio en los sistemas hipotéticos de la naturaleza, incorporando principios tales como retroalimentación y no linealidad para tratar lo que parece ser una necesidad obvia de abordar el cambio, la novedad y una condición políticamente necesaria de indeterminación en la acción humana. Sin embargo, estas teorías siguen siendo problemáticas y la imagen mitológica de la naturaleza en equilibrio aun es una ideología cultural dominante a pesar de su obvio sentimentalismo.

Todas las evidencias observables indican que la naturaleza no está en un estado de equilibrio y nunca lo ha estado. La observación cuidadosa ha revelado que la naturaleza está en perpetuo estado de cambio. Si tomamos en serio el flujo de la naturaleza, entonces tendríamos que entender la práctica sostenible como un acto voluntario que busca mantener un equilibrio artificialmente construido con el máximo beneficio para la ocupación humana a largo plazo. Debido a que la naturaleza misma no es estable, la estabilidad tendría que ser forzada. Si se elimina el sentimentalismo asociado con la imagen mitológica de la naturaleza, la estética del atento cuidado y el sesgo contra el artificio se irían con él, dejando sólo preguntas imposibles acerca de lo que constituye exactamente el máximo beneficio para la ocupación humana y otras aún más difíciles sobre cómo construir y hacer cumplir dichas condiciones.

El flujo y la inestabilidad de la naturaleza es una condición asombrosamente problemática porque las teorías del sistema ecológico, a pesar de sus muchos éxitos, nunca han sido capaces de explicar plenamente el cambio en las redes de relaciones. Aquí es donde el filósofo Graham Harman introduce la importante observación de que el “relativismo” no deja espacio para condiciones que excedan esas relaciones (por definición propia) y, por lo tanto, proporciona una explicación inadecuada de cómo ocurre el cambio. Para citar a Harman :

Todas estas posiciones sobre-explotan al objeto, tratándolo como un sustrato inútil, fácilmente reemplazado por manifestaciones directas. Aunque afirmamos estar hablando de objetos, en realidad no son más que cualidades palpables, efectos sobre otras cosas o imágenes en la mente. Pero hay problemas para relacionar al mundo de esta manera. Por una parte, si el mundo entero se agotaba por su presente dado, no hay razón alguna para que algo cambiara. Es decir, si no hay diferencia entre el yo que es lo que es y el yo que lleva accidentalmente una camisa amarilla de la India en este momento, entonces no hay ninguna razón por la que mi situación cambie alguna vez. Por lo tanto, se hace una injusticia hacia el futuro.

Con esta observación provocadora, Harman sigue tratando de enfocar más el desarrollo de una ontología de objetos y objetos aislados, abandonando las ontologías de la mente en relación con el mundo (la fenomenología de Husserl, por ejemplo, entre muchas otras). En esta nueva ontología orientada a objetos, el ser humano es un ser como cualquier otro (un objeto como cualquier otro). La extensión provocativa de esta línea de pensamiento es la conclusión necesaria de que los objetos se retiran unos de otros. Para explicar esta idea inicialmente críptica, hay que recordar brevemente el problema señalado anteriormente en relación con el relativismo. Si un objeto puede ser agotado completamente por la suma de sus relaciones, no puede haber forma para que el objeto cambie sus relaciones. Por lo tanto, debe haber algo en el objeto que está siempre en exceso a sus cualidades y relaciones. Algún “núcleo oscuro de objetos” (como dice Harman) que se retira del acceso de otros objetos. El ser del objeto es siempre más que sus relaciones. Si nos detenemos por un momento y aplicamos esta comprensión ontológica a la discusión actual, podemos suponer que el objeto arquitectónico —si está realmente unificado— es siempre más que cualquier suma de sus relaciones internas. El objeto arquitectónico, como cualquier objeto, tendría ese “núcleo oscuro” que no puede ser agotado por una lista de sus cualidades. Más adelante, esta ontología orientada a objetos tendría que poner en duda el ser de cualquier modelo relacional. Aunque las redes y los campos pueden seguir siendo modelos eminentemente útiles de comprensión, llevan consigo una ontología defectuosa. Al final, el campo no es real en el mismo sentido que el objeto. Nada de esto sugiere el abandono de todos los modelos de campo, no obstante, podemos concluir que los modelos de campo no pueden ser legitimados como una forma más profunda de entender la cosa frente a nosotros; resulta, al analizar, todo lo contrario. Podemos seguir incorporando modelos de campo por su utilidad, pero debemos recordar que son construcciones artificiales.

Tal vez lo más asombroso en esta ontología orientada a los objetos es que dos términos que han sido utilizados liberalmente a lo largo de esta discusión actual, “naturaleza” y “mundo”, no son en sí mismos objetos reales. Lo que llamamos “naturaleza” o “mundo” está compuesto de objetos reales (esta rana, ese árbol, este río, ese edificio), pero el hipotético súper contenedor de todos ellos en realidad no es un objeto real (es una unidad falsa). En este sentido, la ontología orientada a objetos de Harman abre una posibilidad única de repensar los problemas peculiares asociados con el problema de la naturaleza. El retorno al objeto tendría que ser entendido como un alejamiento de una comprensión mitológica o sentimental de la naturaleza y un giro hacia las particularidades y la extrañeza esencial de los objetos mismos. Tal como Timothy Morton ve en la crítica ecológica la necesidad de investigar las posibilidades de una “ecología sin naturaleza”, también queremos investigar las posibilidades de una arquitectura sin naturaleza. Debe enfatizarse que esto no significa el abandono del interés por los problemas ambientales actuales. De hecho, es lo contrario: la intensificación del interés por estudiar las particularidades de los problemas que tenemos por delante. Abandonando los idealismos de la naturaleza, mantendremos mayor interés y estaremos centrados en los objetos de la naturaleza mismos. Comenzaríamos a pensar que las particularidades de los objetos no son rasgos accidentales sin sentido, sino que están imbricados con su ser. También habría una indeterminación productiva en nuestra consideración de los objetos, pues reconoceríamos que siempre están en cierto grado retirados y son extraños.

Al pensar en esta ontología orientada a objetos, es fascinante finalmente considerar cómo debe entenderse al arquitecto. Suponiendo, por un momento, que el objeto arquitectónico está unificado como un objeto, ¿qué está haciendo exactamente el arquitecto al hacer tales objetos? Recordemos que el arquitecto es también un objeto en esta ontología, no una mente iluminada fuera del mundo de los objetos que dan forma a la materia sin forma. El proceso de toma de decisiones es algo muy diferente en este escenario a lo que estamos acostumbrados. Tal vez “hacer” no es ni siquiera la palabra adecuada. Aquí es imposible hacer justicia a este movimiento emergente de la filosofía contemporánea, pero mi intención primaria es indicar posibles alternativas a la idea de arquitectura como campo de relaciones y describir algunas especulaciones iniciales sobre lo que podría significar volver a centrarse en el objeto arquitectónico en sí. Un retorno al objeto arquitectónico como una prioridad disciplinaria no puede ser un retorno nostálgico a las preocupaciones académicas pre-modernas, con el carácter, la propiedad y los ideales de equilibrio compositivo. Tampoco es este retorno al objeto un simple retorno a la figuración y la masa separada. “Objeto” aquí no debe ser entendido en un sentido literal. Gran parte de lo que se ha aprendido a lo largo del Modernismo es ahora invaluable o, al menos, indispensable para la posibilidad de la arquitectura de estar en el mundo. Incluso si el mundo no es un objeto real, el mundo proyectado sigue siendo el lugar de los valores impugnados que siguen siendo esenciales para la supervivencia. Un retorno al objeto arquitectónico, por extraño que sea, no es un llamado a rebobinar la cinta de la historia, sino un llamado a evitar cuidadosamente lo que podría ser un callejón sin salida en las direcciones actuales, debido a un fundamento ontológico mal concebido. Un nuevo enfoque en el objeto arquitectónico no debería fetichizar la historia de la disciplina, sino ser un reconocimiento de lo que es retirado y extraño en la interacción del objeto arquitectónico con otros objetos (incluido el ser humano, pero también los seres no humanos) a medida que continuamos con nuestras prácticas actuales de fabricación de nuevos objetos.

Un retorno al objeto arquitectónico devolvería el interés por la cosa misma. Lo suficientemente obvio. Pero esto no es tan obvio dada la tendencia de la arquitectura a ilustrar la teoría a través de la práctica. En otras palabras, la arquitectura tiene una tendencia a considerar la teoría como algo más importante (o real) que el proyecto a través del cual se manifiesta. Un retorno al objeto arquitectónico sugiere que la teoría es siempre retroactiva al objeto arquitectónico y es en sí misma otra forma de hacer. La teoría arquitectónica siempre tendría que ser retroactiva porque si de hecho el objeto arquitectónico es real, siempre habrá algo sobre el objeto arquitectónico que será retirado del acceso teórico. Sin embargo, como una forma de hacer por derecho propio, la producción de la teoría arquitectónica puede ser menos limitada y más creativa de lo que ha sido últimamente. Al relajar los complejos sobre la primacía, la interacción entre el teórico de la arquitectura y el arquitecto podría ser más promiscua y engendrar más criaturas.

Para quien hace el objeto arquitectónico, la idea de la musa sigue siendo absurda, pero las ideas como musas cual la intuición o la sensibilidad fenomenal persisten porque la creatividad sigue siendo desconcertante y misteriosa. En el lenguaje de la ontología orientada a objetos, la extraña y lejana interacción entre los objetos a veces produce un nuevo objeto. Sin embargo, el nuevo objeto no es una simple operación booleana de agregar objetos. Los objetos llegan a la existencia a través de una extraña interacción entre objetos donde se forman nuevas relaciones, pero sin que las cualidades de los originales sean agotadas. Para aplicarlo al problema en cuestión, en la interacción entre el arquitecto, el objeto y otros objetos (ya sea un lugar, un material, un software o una teoría preexistente), un objeto arquitectónico a veces llega a existir. Lo ocurrido exactamente en esta interacción será oculto. En otras palabras, un evento exitoso de creación de objetos no puede ser completamente encapsulado por una metodología que pueda repetir el éxito. Los buenos arquitectos lo saben desde hace mucho tiempo. Quizás la ontología orientada a objetos podría simultáneamente abrir territorios radicales mientras redescubre o afirma algunas ideas muy antiguas de la disciplina arquitectónica.

También tendría que ser reconocido, en esta línea de pensamiento, que hay mucho más en el oficio de lo que generalmente se piensa. Como una interacción no teórica entre el fabricante (como objeto) y los diversos objetos del proceso de fabricación, “oficio” es la palabra ambigua que, en el pasado, identificó la experiencia única del fabricante en su relación con los materiales. La relación es algo visible a través de técnicas evidentes pero, de nuevo, la interacción es extraña, ya que los objetos son retirados de un acceso completo a los demás. Aquí, la autoridad del fabricante no proviene de una certificación de acuerdo con normas generalizadas. La autoridad del artesano proviene de la extraña individualidad del fabricante. Hay algo en el maestro artesano, como objeto, que no puede reducirse a un conjunto de cualidades y resulta irreproducible. Si el arquitecto, como objeto, pudiera reducirse a un conjunto de cualidades, parece perfectamente natural ver comprometida la autoridad de las instancias individuales del arquitecto. De hecho, ¿por qué no vamos adelante e implantamos todas esas cualidades en una inteligencia artificial y tenemos tantos arquitectos como queramos? ¿Es sólo un problema técnico de programar la inteligencia artificial? O, más probablemente, ¿es un problema fundamental de no ser capaz de encapsular completamente al arquitecto (de nuevo, como objeto) a través de una lista de sus cualidades? Por difícil que resulte aceptarlo, la individualidad del arquitecto, a un nivel ontológico profundo, necesita ser reconocida para reclamar más autoridad, porque todo creador es entonces único.

Finalmente, con respecto al poder de la arquitectura, los múltiples significados y las interpretaciones en conflicto del objeto arquitectónico necesitan ser reconocidos no como malas interpretaciones indeseables y accidentes de percepción, sino como interacciones extrañas, pero reales, entre objetos. Debido a que las interacciones entre los objetos son irreductibles a un conjunto finito de relaciones discernibles, las interacciones son impredecibles y extrañas. El “significado” entendido como una consecuencia de la interacción no puede ser criticado en términos de la interacción apropiada e inadecuada. La multiplicación de la significación a través de la interacción de objetos extraños señala de nuevo lo que se puede pensar como un pensamiento muy antiguo: que el poder misterioso del objeto arquitectónico persiste más allá de lecturas o interpretaciones individuales.

El compromiso de la autoridad del arquitecto y la disminución del poder de la arquitectura a través de la disolución del objeto arquitectónico en un campo de relaciones discernibles parecen ser una herida accidental y autoinfligida. A través del deseo sincero de ser más en el mundo, la arquitectura puede haberse alejado accidentalmente de los objetos muy reales justo enfrente, incluyendo el objeto arquitectónico en sí. Las implicaciones completas de esta ontología naciente aún no han sido consideradas. Por lo menos, sin embargo, parece haber fuertes razones para considerar nuevamente el significado del objeto arquitectónico y reflexionar sobre su extrañeza.

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