¿De quién es el aire?
Al edificio que hasta hace unos años ocupaba el predio ubicado en Avenida Juárez 92 se le conocía como el [...]
23 enero, 2017
por Ernesto Betancourt
El 30 de octubre de 1975 se leía en la primera plana del Daily News de Nueva York uno de los titulares más famosos en la historia de las ciudades: FORD TO THE CITY: “DROP DEAD” (Ford a la ciudad: “cáete muerta”), declaraciones del entonces presidente de los Estados Unidos Gerald Ford —parece que nunca dijo exactamente eso sino lo que “quiso decir el Sr. Presidente” fue que el gobierno Federal no rescataría de la bancarrota a la mayor ciudad de la Unión, la más emblemática del capitalismo triunfante; sede de las Naciones Unidas, la mayor de las bolsas de valores y el centro financiero más influyente del mundo tras la Segunda Guerra Mundial.
Nueva York, después de décadas de crecimiento ininterrumpido, como muchas de las ciudades que vieron florecer sus economías y sus perspectivas durante la posguerra, en la década de los setenta se enfrentó abruptamente a una crisis financiera, principalmente debido al embargo petrolero de la OPEP y el alza del precio del crudo, la crisis de la deuda externa en los países emergentes y la guerra de Vietnam. La sacudida económica dejaba a las ciudades con grandes hoyos fiscales y deudas escandalosas. Nueva York, bajo amenaza de bancarrota, quedó sin fondos para trabajadores y servicios: limpia, policía, transporte, hospitales y educación pública sufrían recortes y paros que dejaban la ciudad a oscuras, sucia y expuesta de la criminalidad. Son los años de filmes como Carlito’s way, Serpico, Taxi driver, los años del crime, sex, drugs, sin rock and roll. El fin del Estado de bienestar keynesiano. Terminaba la primavera del New Deal y el sueño americano y comenzaba el verano de Sam*, efectivamente parecía que la ciudad caería muerta como vaticinaba Gerald Ford.
Afortunadamente no fue así. Todo lo contrario. La ciudad renació. Edward Koch —el alcalde neoyorkino que sucedió a Abraham Beame—víctima de la crisis de la bancarrota declaró que la negativa de Ford para apoyar a la ciudad les hizo un favor, las ciudades no podrían en delante endeudarse irresponsablemente y sobre todo depender de fondos federales. Las ciudades que fuesen capaces de generar sus propios ingresos y administrarlos con sabiduría financiera y social serían las que sobrevivirían. Nueva York se reinventó y nacía la ciudad “marca,” la ciudad “temática”: I♥NY.
A principio de los ochenta otras ciudades más, a cargo de una nueva generación de políticos jóvenes, tomaron las riendas de sus finanzas y adoptaron los modelos de gestión metropolitana de revalorización y rehabilitación, iniciados principalmente en Barcelona y París: las áreas centrales y los barrios históricos se renovaron, se recuperó el espacio público, se construyeron equipamientos culturales de gran impacto como hitos arquitectónicos —museos principalmente—, refuncionalización de infraestructuras y equipamientos de transporte: metro, ferrocarriles y aeropuertos, se crearon distritos especiales con cambios de regulación para atraer comercio, corporativos, oficinas, viviendas de renta elevada y turismo. Ciudades como Bilbao, Berlin, Baltimore, Buenos Aires, Chicago, San Francisco o Londres se convirtieron en centros privilegiados de turismo, desplazando a los destinos de playa o montaña tradicionales.
En Manhattan, en la calle 42 y Broadway, antes nido de proxenetas y vendedores de drogas, hoy hasta altas horas de la noche las familias consumen los productos del ratón de las famosas orejas. En Bilbao donde antes hubo astilleros abandonados —refugios y escondite de terroristas vascos— millones de turistas de todo el mundo acuden a la catedral de titanio diseñada por Frank Gehry, a rendir culto en el Guggenheim a la obra de muchos de los artistas que sufrieron en Nueva York las épocas difíciles. En Buenos Aires, en la rivera del Río de la Plata, en las antiguas bodegas abandonadas hoy la renta más baja está arriba de los veinte dólares por metro cuadrado.
Gentrificación, globalización, consumismo, sí. Fue necesario pagar un precio por rescatar a la metrópoli. También sus universidades recibieron mejores presupuestos y mejores estudiantes, se logró más recaudación y mejores oportunidades de empleo. Las ciudades reconstruyeron sus economías y sus finanzas para los de adentro y para los de fuera, lo hicieron con imaginación y fondos propios. Pagaron sus autobuses, sus calles, mejoraron sus parques y los servicios públicos, tras la crisis y en cierta forma —como lo dijo el alcalde Koch— gracias a ello, las ciudades se volvieron autónomas y más fuertes. Por cierto fue en esas ciudades donde los ciudadanos conquistaron derechos civiles, de genero, diversidad, expresión y étnicos.
El Distrito Federal se convirtió recientemente en Ciudad de México, el estado 32 de la República y como tal se debe dar una Constitución. El proceso para su redacción —como era de esperarse— ha estado en el centro de discusiones y polémicas, principalmente en torno a los derechos ciudadanos (muy poco a las obligaciones), plusvalía, representación política —sobre todo en las demarcaciones delegacionales— y otros temas.
De lo que prácticamente no se ha hablado es de lo fundamental: ¿quién va a pagar? ¿Quién soportará el gasto público y las nuevas atribuciones? Por ello el proemio con el que inicié este artículo: la autonomía fiscal de la ciudad; el dinero –sí, el horrible dinero, el financiamiento que le de independencia a las ciudades. Como dice el refrán: “el que paga manda”. Mientras la Ciudad de México (o cualquier otra) no sea capaz de generar y administrar sus propios recursos, quienes realmente mandan son el ejecutivo federal y los diputados, y mientras estos no tengan un interés específico y personal por poner dinero en la ciudad: cáiganse muertos. Sí, de acuerdo a sus intereses, se gestionan presupuestos previamente etiquetados que sirven a sus agendas y proyectos personales y partidistas y nada más. En la medida en la que el Ejecutivo o las fracciones parlamentarias tengan o no interés en apoyar a determinada entidad lo harán con magnificencia o darán solo limosnas. Los gobiernos del PAN y PRI que han gobernado el país, no tienen el menor interés por la capital que hace mucho perdieron electoralmente. Es por ello que la Ciudad de México presenta esos contrastes tan acusados entre los barrios pobres y los ricos, el exiguo presupuesto se va en el gasto corriente y no hay excedentes para mantenimiento.
El presupuesto de la Ciudad de Nueva York es de 83,457 millones de dólares, de los cuales recibe 54,166 de impuestos (64%) —24,024 corresponden al predial (28%)— y sólo recibe 8,534 millones de dólares de aportación federal (10%).** Mientras que en la Ciudad de México, con un presupuesto de 181,334 millones de pesos, por concepto de predial recibe 20,687 (11%) y por aportación federal: 82,143 millones de pesos (45%).*** Es decir, casi la mitad de los ingresos de la Ciudad de México provienen de la federación mientras que en Nueva York sólo el diez por ciento.
Esas partidas autorizadas por el legislativo —que en su mayoría provienen de la renta petrolera, se traducen en mega proyectos que casi siempre son pensados en función de lucimiento personal o su reverberancía electoral. Por ello las discusiones urbanas entre vecinos y gobierno son tan estériles, se reducen a cuantos pisos debe tener un barrio o que “literal” y que color de uso debe llevar una calle u otra. Recuerdan a los hijos de una familia discutiendo quién se queda con qué recamara, de qué color pintar la casa o cuándo hacer una fiesta sin tomar en cuenta al que realmente paga la casa. Sí: el que paga manda y como los llamados recursos “autogenerados” son escasos y no son indispensables para los proyectos fundamentales —principalmente en las Delegaciones— estos son administrados con irresponsabilidad cuando no por pillaje. La cuota local se dedica al gasto corriente (excesivo e ineficiente) pero nunca suficiente para mantener calles, parques o iluminación, por eso el aspecto de la ciudad es de una creciente ruina: calles y banquetas maltrechas, camiones de basura ruinosos, oscuridad y desigualdad. Esta es una ciudad pobre donde viven muchos ricos. Necesitamos una ciudad que enriquezca a todos sus habitantes, no sólo porque tengan más y mejores ingresos, sino que los enriquezca con buenas banquetas, escuelas, vivienda, transporte y espacios públicos, seguridad y buenos servicios, pagados con dinero propio no con deuda petrolera. La única manera para poder planear, programar y debatir el rumbo de las ciudades es con la certeza de los recursos con los que se cuenta.
La Ciudad de México no está en bancarrota (todavía) —como estuvo Nueva York—, pero depende totalmente para su sobrevivencia de la gracia del poder central. Debimos realizar cambios para lograr autonomía económica no solo política hace rato —vamos tarde. Sólo cuando la ecuación financiera cambió en otras ciudades, el poder y el potencial de la metrópoli floreció. Es posible que veamos cambios desafortunados en las próximas décadas ahora que una ola de populistas y neo-fascistas parecen estar avanzando en las preferencias electorales del mundo: medidas contra el calentamiento global, derechos civiles y gasto pueden sufrir reveses desde la cúpula de las federaciones. Por ello las ciudades deben ser más capaces que nunca de gestionar sus leyes y sus políticas públicas con autonomía para poder blindarse ante la amenaza autoritaria, eso solo será posible con independencia fiscal; es cierto, CDMX admite hoy un menú amplio de derechos civiles, pero mientras no sea una ciudad realmente autónoma, las discusiones o serán cosméticas o podrán revertirse muchos logros y se agudizará la batalla entre vecinos pobres y enojados, desarrolladores inmobiliarios y autoridades. La ciudad arrastra un deficit permanente y eso nos mantendrá a merced del designio de la corte presidencial en turno y los intereses del legislativo partidista.
Sólo hasta que la ciudad sea realmente autónoma, sus ciudadanos podremos discutir cómo obtener y generar más recursos, de qué manera repartirlos y usarlos mejor y quiénes queremos que realmente manden.
*Durante el verano de 1976 y hasta 1977, un asesino serial que se hacía llamar “el hijo de Sam” atemorizó Nueva York. Spike Lee tituló el filme sobre esta historia: “The summer of Sam.”
**www1.nyc.gov
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