Un vacío entre muros y techos
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3 marzo, 2017
por Pablo Martínez Zárate | Instagram: pablosforo
New York City's Brooklyn Bridge is seen looming over a sightseeing boat, July 3, 1964. In the background is the lower Manhattan skyline. (AP Photo)
“Smoke makes prosperity”, escuchamos de la voz de Lewis Mumford mientras, como falanges, la cámara recrea una avanzada de chimeneas industriales, obreros a su sombra persiguiendo la vida que corre deprisa, siempre deprisa, en la ciudad moderna. “El humo hace la prosperidad”, repite Mumford, “sin importar que nos asfixiemos en él.”
En el documental The City (1939), la estrategia de partida es la nostalgia. Antes de presentarnos la ciudad opaca, sin horizonte, la obertura nos ofrece un panorama bucólico: un molino de agua por el que brota un chorro transparente, un granjero recorriendo un camino apacible en carreta, niños nadando desnudos en un río transparente, hombres y mujeres que están en contacto con la tierra, que saben cómo usar sus manos para trabajarla.
Del taller campestre de un herrero que repara el aro de la rueda de una carreta saltamos a una olla dentro de una acerera, escupiendo fuego líquido como el que corre por los ríos del averno. Del idilio a la turbulencia, con las humaredas la voz se exalta, cabalgan también las imágenes, retumba la banda sonora. Precariedad, escasez, pobreza para hombres, mujeres, niños, blancos, negros, todos con las miradas largas como las columnas de humo.
En la ciudad, nos dicen las imágenes realizadas por Ralph Steiner y Willard Van Dyke, todo se precipita. Los cuerpos bajo grandes gigantes huyen de los autos, guiados por los titulares del día, engullendo emparedados express, café rápido que mantenga las piernas en movimiento. Tan veloz va la vida en la ciudad, que se paraliza: las máquinas se enredan unas con otras, los nervios también.
Una de las invenciones propias de este ritmo veloz, nos propone Mumford en la narración ideada por Pare Lorentz, es el sistema de educación. Las escuelas toman control sobre el divertimento. Desde pequeños nos incorporan a los caprichos de ese “tirano”, como calificó Aldous Huxley al tiempo industrial. Ya no aprendemos sobre la tierra, no sabemos nada sobre cómo alimentarnos, más allá de pasear por pasillos asépticos, utilizar los dedos para sacar la tarjeta bancaria y teclear el código de seguridad.
En The City, la nostalgia es una estrategia también para la construcción de futuros. La Ciudad Jardín atiende la misma necesidad que enuncia Mumford, necesidad que muchas veces parece tan obvia, que ignoramos por completo: “la tierra y el sol es lo que necesitamos para vivir”. Hacia el cierre de la película, se plantea un cuestionamiento: “¿podemos darnos el lujo del desorden?” Una pregunta como esa, en México, no hace ningún sentido. No es una cuestión de lujo, es una condición cultural. Pero el desorden no es el problema, tal vez es el orden vigente desde entonces el que nos consume, un orden necrófilo.
Han pasado casi 80 años desde la realización de la película. Mientras escribo este texto, miro por la ventana. Una nata opaca, cafesosa, empuja cada vez más el azul del cielo de la megalópolis que me vio nacer, valle llamado por Alfonso Reyes la “región más transparente del aire”, ciudad donde día con día se talan árboles, se dan permisos de construcción ilícitos, donde los lagos son también nubes de nostalgia, una ciudad donde salir a caminar, en ocasiones, equivale a una guerra contra las máquinas que manejan todos esos autos. ¿Que no caminar fue lo que nos hizo humanos? “El humo hace la prosperidad”, resuena en mi cabeza. Tal vez lo que necesitamos no es tanta prosperidad, sólo aire limpio y respirar, tan sólo respirar.
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