Las palabras y las normas
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18 enero, 2018
por Rosalba González Loyde | Twitter: LaManchaGris_
El simulacro no es lo que oculta la verdad.
Es la verdad la que oculta que no hay verdad.
El simulacro es verdadero.
–Jean Baudrillard, Cultura y simulacro
El espacio público moderno refiere a exposición, encuentro y debate; elemento fundamental y de construcción en las ciudades. Desde la perspectiva de algunas teorías (1) es en estos espacios donde se construye ciudadanía y donde ocurre la ciudad,(2) por lo que son espacios que no sólo no pasan desapercibidos sino que son referentes dentro del sistema urbano.
Quizá uno de los ejemplos más emblemáticos de transformación urbana en espacios públicos esté en la modernización de París, a manos de Haussmann por encargo de Napoleón III, la renovación incluía la apertura de grandes avenidas por “seguridad y salubridad”, lo que decantó en la expulsión de las familias obreras que habitaban esa zona de la ciudad y en que llegaran habitantes más pudientes a habitar el remodelado París. De esta forma, Napoleón no sólo mostraba su capacidad para gobernar sino que exponía, de forma permanente, su habilidad para transformar la ciudad y crear nuevas estructuras que satisficieran su ímpetu dictatorial, algo que dejara huella y que fuera evidente para quienes llegaran a la ciudad.
También es posible reconocer esto en la Italia fascista que buscaba expulsar a toda “enfermedad o peste”(3) de la ciudad, lo que significó demoler viviendas en la zona central y la construcción de grandes avenidas, sumado esto a un discurso que romantizaba la vida rural para promover un retorno al campo y limitar la migración de éste a la ciudad.
El poder condicionaba la forma urbana y también la manera en que las ciudades debían habitarse. Los espacios públicos, en este escenario, eran los que mostraban mayor cambio frente a este tipo de intervenciones. Así, los movimientos de poder en la ciudad moderna se manifestaron en el espacio público y, aunque con más o menos menor espectacularidad, esto se sigue ejerciendo en la actualidad. Es quizá porque este espacio dentro la ciudad es la moneda de cambio más rentable en tiempos de cambio o quiebres de poder; es el más visible y tangible para mostrar transformaciones y también es el espacio donde puede ejercerse con mayor efectividad el poder.(4)
No es menor que las mega-intervenciones en la historia de México sean una constante que no discrimina el color del partido o el tipo de gobierno. De Porfirio Díaz con el inconcluso Palacio Legislativo, hoy el Monumento a la Revolución, hasta la reubicación del aeropuerto de la Ciudad de México con Peña Nieto con una propuesta enmarcada en la espectacularidad, los dirigentes políticos han intentado dejar una marca en el país a través de grandes proyectos. Son estas manifestaciones las que resuelven, desde el espectáculo, la justificación de ejercicios presupuestales de manera “pública”, pero que pocas veces son soluciones a los problemas y necesidades de la población. Un par de ejemplos más están en la Megabiblioteca Vasconcelos y la remodelación de la Cineteca Nacional, resultado del narcicismo y el centralismo de los proyectos en la Ciudad de México, negando sistemáticamente su periferia.
Los años electorales también son los años de las inauguraciones apresuradas y espectaculares de las administraciones salientes con afán proselitista. Es quizá en estos momentos en los que las ciudades mexicanas sufren más cambios, más repentinos y también los más difíciles de dar seguimiento. La forma en la que trabaja el sistema político mexicano “permite” diversos mecanismos en los que el control, seguimiento y transparencia son -en el mejor de los casos- deficientes; en el peor, inexistentes o inaccesibles. Además, dados los periodos, cuando la opinión pública se percata de que es necesario dar seguimiento a un proyecto, las administraciones ya no estarán para la rendición de cuentas. Así, cada periodo, el círculo vicioso de reproduce.
Es así que el año de elecciones vemos desfilar un gran número de renovaciones, intervenciones, remodelaciones, recuperaciones y otros “ones” en espacios públicos porque en su condición pública son un excelente escaparate para la autopromoción (nótese, por ejemplo, si las coladeras de su colonia llevan el periodo de gestión de quién las renovó).
En defensa a esta forma de intervenir la ciudad, hay quienes, vestidos con banderas de activismo, expresan que “es mejor hacer algo que no hacer nada”, sobre ello se arropan contra lo que llaman inmovilismo y se convierten en partícipes y legitimadores de intervenciones urbanas que están destinadas al fracaso, pues en el afán de hacer/producir se ejecutan propuestas que pocas veces están sustentadas en planes o proyectos a largo plazo y/o no son manifestaciones de necesidades a mayor escala, se producen al vapor y se inauguran sin estar terminadas. Así, tenemos inauguraciones fotográficas de espacios que, poco después, son vueltos a poner en pausa para continuar su construcción o aquellos que por las condiciones de premura (sino por corrupción), resultan deficientes y fallan con la misma rapidez con la que fueron construidos.
La consigna “o hacemos esto o nada se hará” no sólo es falsa sino derrotista, pues afirma que sólo es posible “hacer algo” trabajando con la estructura existente, aún con grandes posibilidades de fracasar, despreciando alternativas que muestren cambios no sólo en la forma en la que se ejecutan en los espacios públicos, sino la manera en que habitamos y proyectamos la ciudad.
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