Gobierno situado: habitar
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15 julio, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Minoru Yamasaki tuvo el extraño honor de que la historia reciente haya sido marcada por la demolición de dos de sus obras. La más reciente, el atentado de Al-Qaeda contra las torres gemelas del World Trade Center en Nueva York, el 11 de septiembre del 2001, que para muchos marca el auténtico inicio del siglo XXI pero, más importante aun, un cambio radical en la geopolítica y en las relaciones de los individuos con los estados. Yamasaki, que murió en 1986, no vio los atentados al WTC, pero sí la demolición programada de Pruitt Igoe, un conjunto de edificios de vivienda social que había diseñado.
Yamasaki nació en Seattle, Washington, el primero de diciembre de 1912. Entró a estudiar arquitectura a la Universidad de esa ciudad en 1929 y se recibió en 1934. En 1930 empezó su maestría en la Universidad de Nueva York. Ahí, al terminar, trabajó con Shreve, Lamab y Harmon, quienes habían hecho entre otros el proyecto del Empire State, hasta que en 1945 se mudó a Detroit, donde cuatro años después abrió su propia oficina. Su primer gran proyecto fue precisamente Pruitt Igoe, en San Louis Missouri. El gobierno de la ciudad venía planeando ese conjunto desde finales de los años 40 y en 1950 le encargaron a la oficina de Yamasaki el desarrollo de 33 edificios de once pisos en un sitio de unas 23 hectáreas. Los primeros inquilinos se mudaron en 1954 y tres años después la ocupación ya había llegado al 91 por ciento. Pero las cosas cambiaron y para finales de los años 50, según algunos autores, Pruitt Igoe estaba en dos terceras partes vacío.
Mary Comerio dice que a principios de los 60 la ciudad de San Louis tenía dos problemas: exceso de viviendas y falta de recursos y que la ciudad tenía poco interés en administrar y mantener su mayor proyecto de vivienda: Pruitt Igoe. Algunos dicen que desde 1967 se pensaba ya en la demolición, aunque en 1972 un equipo de arquitectos hacía planes para rescatar el conjunto, con todo y que desde 1968 el Departamento de Vivienda Federal ya alentaba a los residentes a abandonarlo.
El 16 de marzo de 1972 a las tres de la tarde se demolió con explosivos el primer edificio de Pruitt Igoe. La siguiente demolición fue el 22 de abril y la última y final, el 15 de julio. Según Charles Jencks, esa fecha, 15 de julio de 1972, es la que debe aparecer en el certificado de defunción del Movimiento Moderno, cuya fecha de nacimiento es difícil de precisar. En la nueva edición de su libro Modern Movements in Architecture, publicada en 1973, Jencks escribió:
Fuimos testigos de un buen número de desastres arquitectónicos en los años 70. El mas renombrado fue la demolición de Pruitt Igoe, un conjunto de vivienda asocial den San Louis. Varias torres, basadas en las teorías de Le Corbusier y el CIAM, fueron dinamitados. No hay datos aun sobre este sorprendente aspecto de la vida moderna, en el que el idealismo social lleva tan rápido a la catástrofe social, pero los resultados han debilitado la ideología del Movimiento Moderno. Es raro encontrar un arquitecto o un crítico que hoy se llame a sí mismo moderno y cuando lo hace, no es seguro qué quiere decir con eso.
Además de su rechazo a ciertas ideas del Movimiento Moderno, Jencks seguramente carecía de la distancia crítica que puede dar el tiempo y su afirmación era demasiado arriesgada. El Movimiento Moderno en arquitectura había muerto y renacido varias veces —es probable que una de sus primeras defunciones haya sido durante su presentación en sociedad en el MoMa en los años 30. Comerio, ya a principios de los años 80, escribía que la sociedad moderna y la arquitectura moderna habían crecido juntas y que las fuerzas que dieron forma a nuestras creencias sobre el mundo y nuestra posición ante el mismo estaban implicadas en nuestra aceptación del sistema social, económico y político. En 1984 Katherine Bristol escribía sobre El mito de Pruitt Igoe, afirmando que la versión de que el diseño arquitectónico era el único responsable de su fracaso era falsa o, de menos, reductiva. En el 2013, Edward Goetz publicó New Deal Ruins: Race, Economic Justice, and Public Housing Policy. Ahí dice que la demolición en 1972 del masivo complejo de Pruitt Igoe creo una imagen catastrófica de algo que se repetiría 25 años después con la demolición de otros notorios proyectos de vivienda pública.
Lo que se desbarató —con la precisa imagen de una implosión controlada— el 15 de julio de 1972 no fue un estilo o una forma de diseñar, ni siquiera una ideología: la del movimiento moderno en el que el arquitecto asumía, por un lado, un compromiso social y, por otro, ser poseedor de un poder excepcional para transformar a esa misma sociedad. Una gran responsabilidad derivada de un gran poder: para qué soñar con la Revolución si la Arquitectura estaba aquí para evitarla. Lo que se agotó, probablemente, fue la confianza en la posibilidad de que las promesas de la modernidad, más allá de la arquitectura, pudieran cumplirse algún día. En algunos casos, lo que se acabó fue el interés en intentar que algún día se cumplieran.
A 43 años del día en que murió la arquitectura moderna, hoy sabemos que la idea de que esa arquitectura —o la arquitectura, simplemente— era capaz de transformar al mundo era seguramente un sueño, algo demasiado simple, alimentado tanto por la ingenuidad como por la egolatría de muchos arquitectos. Pero también sabemos que gran parte de lo que ha sucedido durante los 43 años que siguieron a la muerte de la arquitectura moderna —el clasicismo de cartón, los revivals estilísticos, las estrambóticas piruetas formales de los starchitects de fin de siglo XX y principios del XXI— ha servido aun menos para esos fines que tal vez considera demasiado ajenos a sus posibilidades. Muerta la arquitectura moderna, lo que nos quedó, tal vez, fue un simpático y fútil juego parecido al de diseñar frasquitos de perfume, pero mucho más costoso.
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