Construyendo equidad
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¡Felices fiestas!
16 enero, 2024
por Dinorah Martínez Schulte
En diciembre pasado se inauguró, en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México, la exposición Brutalismo arquitectónico en México, bajo la curaduría de Axel Arañó. Se trata de una documentación de más de 60 obras realizadas en nuestro país, que supuestamente pueden agruparse bajo esta corriente en el siglo XX y lo que va del XXI. La exposición se plantea como un registro histórico y testimonial mediante planos, maquetas, esculturas, pinturas y fotografías que presentan obras de autores reconocidos: desde Augusto Álvarez, Juan Sordo Madaleno, Francisco Serrano y Teodoro González de León, hasta arquitectos contemporáneos como Isaac Michan, Rafael Pardo, Lucio Muniain, PRODUCTORA, Rojkind Arquitectos y otros con exploraciones más experimentales.
El brutalismo surgió en Inglaterra en los años 50 del siglo pasado como respuesta a la reconstrucción que se requería en la posguerra. La palabra brutalismo se deriva en parte del término francés béton brut, “concreto en bruto”, y celebra el uso del concreto expuesto, sin acabados y de bajo mantenimiento en grandes cantidades. El brutalismo buscaba atender una demanda intensiva de viviendas, pero sin pensar en necesidades futuras. Los edificios brutalistas se caracterizan por mostrar este material al desnudo y utilizar elementos estructurales a la vez como decorativos.
Y aún cuando la exposición incluye proyectos prácticamente recién inaugurados, cabe preguntarse si hoy, cuando las crisis ambientales nos rebasan, ese tipo de arquitectura se mantiene vigente, aunque sea como inspiración para las nuevas generaciones. Durante el siglo pasado, el estilo brutalista tenía sentido porque respondía a la crisis de ese momento —la posguerra y la crisis económica—. Pero hoy luchamos contra nuevas crisis humanitarias, como la emergencia climática y el aumento de la huella de dióxido de carbono (CO2), que tienen consecuencias graves para nuestra supervivencia.
La industria de la construcción es una de las más contaminantes del mundo. Es responsable del 38% de las emisiones de CO2 a nivel global, por detrás del sector energético y de combustibles fósiles, la agricultura, el sector de la moda, o la industria alimentaria y de transporte. Los materiales más usados en la construcción son: cemento (48.8%), concreto (15%), azulejos y losetas (12.3%), aluminio (10.6%), madera y piedras. Sin embargo, todos estos materiales tienen en común que su extracción y producción causan una huella de carbono perjudicial para el medioambiente. La industria del cemento produce 20 billones de toneladas de concreto cada año, lo que posiciona este material de fabricación humana como el más utilizado de la historia y el segundo recurso que más se consume en el planeta, sólo superado por el agua. Pero si bien el uso de este material ha expandido la construcción de obras de infraestructura, es cada vez más alarmante la enorme huella de carbono que deja a su paso. (Huella de Carbono: qué es y cómo reducirla, 2021).
El cemento, ingrediente clave del concreto, contribuye con alrededor de 8% de las emisiones globales de CO2, de acuerdo a lo estimado por el instituto Chatham House. Entre 50% y 60% de las emisiones de CO2 se generan durante la descomposición de la piedra caliza y otros materiales calcáreos para producir clínker. Es difícil reducir las emisiones relacionadas con la producción de clínker porque están asociadas con la transformación de la piedra caliza, que es el núcleo del proceso. También es importante mencionar que para su producción se usan cantidades enormes de agua. (Haiman El Troudi, “El cemento y su enorme huella de carbono”, 2022). Durante el siglo XX, el concreto fue el material más consumido y aceptado por nuestra sociedad por el comportamiento estructural y la seguridad que produce, así como por la abundancia de mano de obra y su asequibilidad.
Otro tema que puede cuestionarse a partir de esta muestra y que, aunque no lo parezca, también tiene sus vínculos con cuestiones medioambientales, es la inclusión, o más bien, su falta de ella. En la exposición hay trabajos realizados por más de 50 arquitectos del género masculino y sólo se incluye a 5 del género femenino. Por supuesto, esto es un reflejo de la época —de los años 50 en que comenzó el movimiento brutalista—. Pero debemos reflexionar, a partir de la misma exposición, si esa arquitectura monumental y monolítica puede corresponder a sociedades como las nuestras, con otras maneras de entender el género —o los géneros: más de dos—, el medioambiente, y muchas otras cosas.
Es claro que la exposición intenta tratar cierto periodo y cierto estilo, pero más allá de la revisión histórica y estilística, ¿qué podemos reflexionar a partir de eso sobre un momento como el que vivimos, que exige mayor responsabilidad con el medio ambiente y mayor inclusión desde nuestras prácticas? Cuando se habla cada vez de materiales y formas de producción muy distintas a la del concreto armado, como la inteligencia artificial, la fabricación digital, el retorno a lo vernáculo o la producción social del hábitat, ¿deberíamos leer la arquitectura brutalista con una visión más amplia y crítica que la de sólo un material y un estilo? ¿Hasta dónde la revisión crítica del pasado cercano, en arquitectura y más allá, puede también incubar ideas innovadoras para el desarrollo de nuestro entorno construido?
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