El cajón de estacionamiento para un auto grande que indica el reglamento de construcciones del antiguo Distrito Federal tiene 12 metros cuadrados de superficie. Las cápsulas individuales de la Torre Nakagin diseñadas por Kisho Kurokawa en los años 70 miden menos de 10 metros cuadrados y según una guía de jardinería en internet, con cultivos intensivos se pueden conseguir todas las verduras necesarias para alimentar a una familia de cuatro personas en 46 metros cuadrados: menos área que la requerida para estacionar cuatro automóviles según el reglamento.
Los 12 metros cuadrados son los que ocupa un automóvil estacionado. Falta tomar en cuenta el espacio necesario para maniobrar el coche, lo que prácticamente duplica el área y eso sin contar el espacio para que circule en la ciudad, que no es poco. Multiplíquese eso por casi cinco millones de automóviles privados y se obtiene el absurdo vial y urbano que tenemos en la ciudad de México, aunque el desastre no es menor en ciudades menos populosas. Como escribió André Gorz desde el primer párrafo de su Ideología social del automóvil, el problema es la innecesaria y ridícula multiplicación de un objeto que se concibió como excepcional:
El mayor defecto de los automóviles es que son como castillos o fincas a orillas del mar: bienes de lujo inventados para el placer exclusivo de una minoría muy rica, y que nunca estuvieron, en su concepción y naturaleza, destinados al pueblo. A diferencia de la aspiradora, la radio o la bicicleta, que conservan su valor de uso aun cuando todo el mundo posee una, el automóvil, como la finca a orillas del mar, no tiene ningún interés ni ofrece ningún beneficio salvo en la medida en que la masa no puede poseer uno. Así, tanto en su concepción como en su propósito original, el auto es un bien de lujo. Y el lujo, por definición, no se democratiza: si todo el mundo tiene acceso al lujo, nadie le saca provecho; por el contrario, todo el mundo estafa, usurpa y despoja a los otros y es estafado, usurpado y despojado por ellos.
Con todo, esa proliferación incontrolable de los automóviles no es precisamente democrática. Son los menos los que han despojado a los más de, al menos, espacio en las calles y aire limpio en la ciudad. En la ciudad de México la diferencia en el uso —o abuso— del automóvil entre las clases con mayores y menores ingresos es notable, literalmente una manifestación de la misma desigualdad económica en la ciudad y en el país. Por eso el pretexto —que no es otra cosa— de quienes usan mayoritariamente el automóvil particular para moverse en la ciudad de la mala calidad del transporte público no es otra cosa más que muestra de la ceguera ante un privilegio. Sí, el transporte público en México es muy malo e ineficiente, pero es el que utiliza la mayoría y en el que se invierte lo menos, mientras que buena parte del dinero público invertido en infraestructura vial se usa para beneficio de los menos —aquellos que se benefician del lujo que representa el automóvil sin ser siempre conscientes de la carga social que implica.
Gráfica tomada de la cuenta de Twitter de Andres Lajous.
Ante esta situación, muchos grupos y organizaciones han empezado a trabajar intentando cambiarla, puesto que resulta ya insostenible. Proteger a los peatones y ciclistas, limitando la velocidad de los autos, mejorando banquetas y construyendo ciclovías o invirtiendo en transporte público como líneas de autobuses con carriles exclusivos son buenas medidas —no siempre bien implementadas, es cierto— pero que muchas veces han sido vistas con desagrado por la minoría de usuarios habituales de automóviles particulares.
Entre esas buenas, aunque perfectibles, medidas está la que propusieron y, finalmente, consiguieron que se aprobara el IMCO e ITDP: transformar en el reglamento de construcciones el requerimiento mínimo de cajones de estacionamiento en máximo. Partiendo de un concurso, de estudios y solicitudes públicas, las dos organizaciones mencionadas lograron que el gobierno de la ciudad de México —acostumbrado a hablar mucho en favor de peatones, ciclistas y movilidad pero que en los hechos generalmente beneficia más con sus acciones políticas dirigidas al automóvil privado— aceptara y promulgara esta regla. Como en otros casos no ha faltado el rechazo, incluso de quienes ven la limitación como una afrenta a la libertad de hacer lo que se quiera en la propiedad privada; libertad, de hecho, más imaginaria que real: hay reglamentos y planes urbanos que ya determinan qué se puede hacer y qué no en un terreno, así como cuál es la medida mínima de una habitación o la ventilación e iluminación apropiadas. Hoy el reglamento también dice cuál es el máximo y no el mínimo de lugares para estacionamiento que se pueden construir.
Falta mucho, muchísimo por hacer en una ciudad con los grandes y graves problemas de movilidad —entre muchos más— que tiene esta, pero las soluciones, lo sabemos, no pasan por mantener los privilegios a los automóviles particulares sino por imaginar qué otras cosas podemos hacer en ese espacio que hoy ocupa un automóvil con su respectivo pasajero y pico —1.3 pasajeros por auto, en promedio. Cada vez que veas un auto imagina qué podrías hacer con ese breve espacio en que no estás.