Los dibujos de Paul Rudolph
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¡Felices fiestas!
3 noviembre, 2013
por Miquel Adrià | Twitter: miqadria | Instagram: miqadria
El antiguo mercado central de Barcelona ha reabierto sus puertas como centro cultural después de diez años de obras interrumpidas.
La espléndida construcción de hierro proyectada en 1876 por el arquitecto Josep Fontseré, albergó el mercado central de frutas y verduras hasta 1971 que, como en tantas ciudades europeas, desplazó su contenido a la periferia.
Por entonces, en París decidieron prescindir de su antiguo mercado central de Les Halles, mientras que Londres perpetuó la estructura decimonónica de Covent Garden: un vacío urbano y un contenedor en busca de programa. Corrían tiempos sin modelos claros, dirimiendo si tirar o conservar, y en cualquier caso, que hacer con ellos. En Barcelona pasó una década que El Born albergaba exposiciones y conciertos si vocación clara. Después estuvo abandonado hasta que a principios de milenio de apostó por instalar una biblioteca. Empezaron las obras y apareció un yacimiento arqueológico de gran valor ya que emergieron los restos de la ciudad previa a la guerra de Sucesión de 1714, en la que las tropas borbónicas españolas sometieron a los catalanes. A trescientos años de la fecha y en plena efervescencia nacionalista, el contenedor decimonónico emerge como una caja de Pandora.
Sin duda se trata un gran palimpsesto urbano donde confluyen tres capas: la ciudad del 1,700, la cubierta de Fontseré y la urbe contemporánea, sin mencionar la playa que llegaba hasta sus pies o el castillo de la Ciudadela que construyeron las tropas de ocupación. Actualmente el Born reconstruye un itinerario urbano crucial que une el parque de la Ciudadela (con sus edificios Modernistes y su zoológico) y la iglesia gótica se Santa María del Mar, a la vez que es el espacio urbano más amplio de un barrio efervescente.
La delicada intervención final dejó la biblioteca deseada en aras de un programa más integrador de los valores ciudadanos y nacionales. Cuatro cajas de cristal en las esquinas albergan los espacios climatizados con dos salas de exposiciones –la historia humillante del asedio que todavía hoy es la fecha más importante de una nación que celebra las derrotas- una sala polivalente y otra de restaurante y librería con todos los gadgets del nacionalismo imperante. Un proyecto sobrio y anónimo –de la mano de notables autores- suple las aventuras formales que convirtieron a la ciudad condal en la meca del diseño de fin del siglo XX. El espacio interior se organiza con una plataforma perimetral con un puente central para ver el yacimiento ubicado cuatro metros más abajo. Este espacio se trata como una extensión del exterior, donde se borraron las calles adyacentes de las últimas décadas, y se plantó un palo de bandera de 1,714 cm. (demagógica coincidencia numérica con la fecha llorada, como hizo Dani Libeskind con su frustrado proyecto de torre para el Grown Zero neoyorkino). Más ceiba que mástil- la bandera es una réplica gordota de la de Jose Plecnik en el castillo de Praga.
Lo que tenía vocación de ser una máquina de interpretación de una ciudad que se reinventa permanentemente, con programación contemporánea, se ha convertido en la Zona Cero del catalanismo independentista. Quizá delata como la ciudad de los prodigios que concibió su futuro y fue modelo del urbanismo más progresista, con esta caja implosiva quizá dará resonancia al victimismo y a la nostalgia.
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