7 mayo, 2021
por Eunice Hernández
Publicado en colaboración con Este País
Memoria y olvido. Dos fuerzas en tensión atravesadas por la angustiosa certidumbre de que las tragedias en México terminan siempre con signos de interrogación y puntos suspensivos.
La impartición de justicia, el esclarecimiento de los hechos, los puntos sobre las íes son hazañas que parecen irrealizables en un país donde las probabilidades de que un delito se esclarezca son del 1.3% —de acuerdo con cifras de Impunidad Cero—, situación que se agrava si tomamos en cuenta que sólo el 10% de los delitos son denunciados. Es en esta imposibilidad, en este desasosiego, en esta ausencia de cuerpos, verdades, evidencias y justicia donde se inscriben los antimonumentos en México.
Hace cinco años, aunque frecuentemente era ocupado por diversas marchas, exhibiciones de alebrijes o intervenciones artísticas, Paseo de la Reforma todavía era la representación más emblemática de la lógica del monumento. Sus glorietas cumplían con la función de recordar a los héroes o acontecimientos que forjaron a la nación, como el monumento a Cristóbal Colón, comisionado por Maximiliano, o el monumento a Cuauhtémoc, inaugurado por Porfirio Díaz, uno de los principales promotores de centrar la mexicanidad en el pasado prehispánico que, en su visión, evolucionaba al ritmo del orden y el progreso.
Un siglo más tarde, en 1994, durante el quinto centenario del ¿descubrimiento?, ¿encuentro?, ¿conquista?, de América, la escultura de Colón fue dañada y cada 12 de octubre es amenazada por grupos que rechazan la Conquista como acto fundacional y que toman como punto de partida para su marcha la escultura del último tlatoani de México Tenochtitlan.
En esta avenida están también las esculturas que desafiaron la moral y las buenas costumbres de los años 1940 como la Diana Cazadora, que provocó un escándalo por su desnudez, así como el “corazón de la ciudad”, representado por las aventuras e infortunios del Ángel de la Independencia, como su derrumbe en el temblor de 1957 o sus cientos de retratos como paisaje de fondo de los pomposos vestidos rosas y azules de las quinceañeras que festejan sus XV primaveras al pie de las escalinatas.
Pero la lógica del monumento como operación política no radica en las disputas de la historia ni en los vaivenes de su uso popular, sino en algo más sutil y siniestro: el monumento, al erigirse como recuerdo, tiene una agenda oculta: es estrategia de olvido y silencio.
Los hechos idóneos para ser “monumentalizados” son aquellos que forman parte del pasado y, en más de un sentido, un caso cerrado. Ahí radica la ambigüedad de memoriales como el construido en 2013 en el Campo Marte, sobre suelo militar, en memoria de las víctimas de la violencia en México, cuando es un problema vivo. Con más de 73 mil desaparecidos desde 1964, 3,978 fosas clandestinas desde 2006 —cuando inició la “guerra contra el narco”— y cientos de feminicidios, este espacio ha sido renombrado, en la jerga coloquial, como el memorial de las víctimas del Estado. Irónicamente, a pocos años de su inauguración, se encuentra abandonado a las inclemencias del tiempo en una metáfora más del absurdísimo y la indiferencia estatal.
Algo similar sucedió con las conmemoraciones del bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución. La Estela de luz, inaugurada con dos años de retraso, fue un magno ejemplo de la corrupción en cadena, con un sobrecosto que alcanzó los 1,575 millones de pesos; la Auditoria Superior de la Federación ha dictaminado que se tienen que regresar más de 400 millones al pueblo mexicano.
La noción de antimonumento encuentra su genealogía en las reflexiones de James E. Young, especialista en memoria del Holocausto. Frente a las obras que exaltaban el heroísmo de la Segunda Guerra Mundial, Young utiliza el término counter-monument para designar aquellos dispositivos de memoria que no buscan enaltecer la gloria nacional sino hacer un trabajo de memoria viva a través de las experiencias de las víctimas. Tal es el caso del Monumento contra el fascismo, en Hamburgo, seleccionado en 1986 mediante un concurso que ganaron los artistas Jochen Gerz y Esther Shalev-Gerz, quienes propusieron una estela de 12 metros de altura para que los ciudadanos escribieran su nombre y cavilaciones. Conforme se fuera cubriendo de inscripciones, la estela quedaría sepultada en el suelo para encarnar la ausencia del fascismo. Otro ejemplo es el bloque de piedra negra que el artista Sol LeWitt colocó frente al Palacio de Münster, Alemania, irrumpiendo el entorno urbano con una marca en memoria de los judíos desaparecidos.
En América Latina, el fenómeno de los antimonumentos surge, como propone Seligmann-Silva, ante la necesidad de lidiar con las dictaduras y la violencia de estado. Sus formas no son concretas y con frecuencia incorporan estrategias de las prácticas artísticas como lo no-figurativo, lo no-objetual, el sitio específico, el performance, el arte-acción y las estéticas participativas. Existen toda clase de acciones que pueden entrar dentro de esta categoría, como la simbólica marcha circular que, desde 1977, realizan las Madres de la Plaza de Mayo en Argentina.
Hace cinco años, el Paseo de la Reforma fue intervenido en el cruce de Bucareli para dejar un recordatorio físico que exigiera al gobierno el regreso de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, quienes desaparecieron la noche del 26 al 27 de septiembre de 2014, tras ser atacados en Iguala por la policía municipal de Huitzico y Cocula, en presunta colusión con organizaciones criminales, y en presencia —¿o participación?— de fuerzas policiacas estatales, federales y elementos del ejército.
El antimonumento +43 apareció en plena luz de día durante la marcha del 26 de abril de 2015 y rescata la consigna “¡PORQUE VIVOS LOS LLEVARON, VIVOS LOS QUEREMOS!”, utilizada años antes por los familiares de los desaparecidos de la “guerra sucia”. Su colocación tomó menos de dos horas y, gracias al apoyo citadino, ahora forma parte de la emblemática avenida para plasmar las heridas y los estragos de un viejo mecanismo de terrorismo de estado: la desaparición forzada.
Como recuerda la investigación de Forensic Architecture —expuesta en el MUAC en 2017 y próximamente en el M68 Memorial 1968, movimientos sociales— la desaparición forzada no sólo se traduce en la violencia y privación de la libertad contra las víctimas, sino también en casos de impunidad, desinformación, destrucción de evidencia y fabricación de falsas narrativas como sucedió con la llamada “verdad histórica”, presentada por la PGR; de acuerdo con ella, los 43 desaparecidos fueron supuestamente incinerados en el basurero municipal de Cocula por el grupo del crimen organizado Guerreros Unidos. Una versión que ha sido refutada por los informes del Grupo Internacional de Expertos Independientes (GIEI) y comparada por Forensic Architecture con otras narrativas que se desprenden de datos y testimonios para generar una cartografía de la violencia sobre el caso Ayotzinapa.
Dos años después, durante la octava marcha con motivo de la tragedia de la Guardería ABC que provocó la muerte de 49 niños y decenas de heridos, se instaló el 5 de junio de 2017 el antimonumento 49 ABC frente a las oficinas centrales del Instituto Mexicano del Seguro Social, con la consigna “¡NUNCA MÁS!”
El 5 de enero de 2018, apareció frente a la Torre Caballito el antimonumento en memoria de David Ramírez y Miguel Rivera, quienes fueron secuestrados mientras viajaban a Ixtapa, y el 18 de febrero, frente a la Bolsa Mexicana de Valores, el antimonumento 65+ con la consigna “A UNA VEZ, ¡RESCATE YA!”, para demandar la búsqueda de los cuerpos de los mineros fallecidos en 2006 durante la explosión de la mina de Pasta de Conchos, en Coahuila.
En esa misma lógica, ese mismo año, durante el cincuenta aniversario del movimiento estudiantil de 1968, apareció un nuevo antimonumento en el Zócalo capitalino, utilizando la paloma de la paz montada sobre las leyendas “2 DE OCTUBRE NO SE OLVIDA. FUE EL EJÉRCITO, FUE EL ESTADO”, y, en la cara opuesta, “2018. NUESTRA LUCHA NO CLAUDICARÁ JAMÁS ¡VENCEREMOS! CNH. 50 AÑOS DE IMPUNIDAD”.
Numerosos participantes, líderes históricos y especialistas han insistido en no reducir el 68 mexicano a la masacre de Tlatelolco, cuyo número de muertos continúa en disputa. El expresidente Gustavo Díaz Ordaz reportó que hubo 26 muertos, 100 heridos y mil 43 detenidos. Los generales Marcelino García Barragán, entonces secretario de la Defensa Nacional, y Alfonso Corona del Rosal, jefe del Departamento del Distrito Federal, estimaron 38 muertos, más un niño de 12 años y 4 soldados del 44° Batallón de Infantería. El periodista John Rodda, quien cubría los XIX Juegos Olímpicos —y que se encontraba el 2 de octubre en el balcón del edificio Chihuahua— estimó 500 muertos en su crónica de aquel día publicada en The Guardian; cifra que posteriormente sería rectificada por el periódico británico a 325 muertos y que ha sido el número más citado por los colectivos de víctimas. Como concluye Sergio Aguayo en 1968. Los archivos de la represión, “es terrible haber llegado a una cifra de muertos por consenso” y no a través de investigaciones judiciales fidedignas.
En un último intento, Kayte Doyle del National Security Archive, en colaboración con Susana Zavala, revisaron los cientos de informes resguardados por el Archivo General de la Nación, varios provenientes de la Dirección Federal de Seguridad y la Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales, que durante los años sesenta y setenta ejecutaron acciones de espionaje, persecución, tortura y desaparición forzada en contra de los opositores del régimen. Tras sortear toda la clase de peripecias para acceder a los documentos desclasificados, encontraron registros que confirman 44 muertos, 34 identificados con su nombre y 10 “desconocidos”.
Con motivo de los 50 años del 68, esta investigación se extendió para contabilizar entre las víctimas también a heridos, detenidos y desaparecidos, así como para expandir los límites temporales más allá del 2 de octubre: desde el 22 de julio, cuando se registran las primeras represiones policíacas tras el pleito de la Vocacional 2 y 5 contra la Preparatoria Isaac Ochoterena, hasta el 5 de diciembre, cuando se disolvió el Consejo Nacional de Huelga. Dicha investigación, cuya cabeza fue Susana Zavala, quedó versada en la instalación Semillas. Nombrar las víctimas, ubicada en el M68 Memorial 1968, movimientos sociales, donde se proyectan los nombres de los 78 muertos, 31 desaparecidos, 186 heridos y 1491 detenidos que se han podido consignar, por medio de documentos, como víctimas de la represión estatal en 1968, en la que estuvieron involucrados granaderos, agencias de espionaje, policías y fuerzas militares. De ahí la consigna “FUE EL EJÉRCITO, FUE EL ESTADO”.
La Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas y el Centro Cultural Universitario Tlatelolco de la UNAM impulsaron la construcción de un memorial, en forma de intervención artística como medida de reparación simbólica. El proyecto ganador, Monumento a la ausencia, estuvo a cargo de Yael Bartana, quién convocó a los sobrevivientes del movimiento estudiantil a plasmar sus huellas en la plancha del centro cultural en memoria de los estudiantes caídos para infringir una cicatriz en el edificio de la antigua sede de Relaciones Exteriores, con las consignas “¡PUEBLO, NO NOS ABANDONES – ÚNETE PUEBLO!” y “NI PERDÓN, NI OLVIDO.”
El 8 de marzo de 2019, en el marco del Día Internacional de la Mujer, se colocó frente al Palacio de Bellas Artes la antimonumenta Ni una más, como parte de las acciones que diversos colectivos de mujeres convocaron para exigir un alto a los feminicidios y la violencia de género. A través del símbolo de Venus, utilizado para sexo femenino, y el puño en alto, como símbolo de apoyo y solidaridad, la antimonumenta tiene inscritas las consignas “EN MÉXICO 9 MUJERES SON ASESINADAS AL DÍA”. “EXIGIMOS ALERTA DE GÉNERO NACIONAL”. “NI UNA MÁS”.
Como sucede con otros espacios de memoria, los antimonumentos son frecuentemente rodeados con fotografías de las víctimas, flores y veladoras, a manera de altar. A estos objetos se suman, en el caso de Ni una más, las cruces rosas que acompañaron las protestas contra los asesinatos de mujeres registrados desde 1993 en Ciudad Juárez o, en el caso de +43, la siembra de milpa y flores en el camellón de Reforma.
Finalmente, el pasado 20 de agosto se colocó frente a la embajada de Estados Unidos en México el antimonumento +72 con las consignas “MIGRAR ES UN DERECHO HUMANO” y “NADIE ES ILEGAL EN EL MUNDO”, como recordatorio de la masacre de San Fernando, donde 72 migrantes —58 hombre y 14 mujeres—, principalmente oriundos de Centro y Sudamérica, fueron asesinados por el cartel Los Zetas.
A simple vista, los antimonumentos no escapan de la condena que hizo Barnett Newman sobre la escultura, al definirla “como aquello con lo que tropiezas cuando retrocedes para mirar un cuadro” o, en este caso, con lo que tropiezas cuando caminas en medio del tráfico. No obstante, atrás quedaron los días en que los objetos, desde un punto de vista estético, sólo eran juzgados por su belleza, conforme a un canon artístico determinado.
Los antimonumentos son artefactos cargados de afectos y significados que sólo pueden ser comprendidos a través sus dimensiones afectivas, estéticas, colectivas y de acción política. En ese sentido, resulta vital que surjan a partir de operativos sorpresas que irrumpen en el espacio público, cuyo uso es controlado por el gobierno. Con esta acción subversiva, los antimonumentos contribuyen a reincorporar al espacio público su sentido comunitario, en un ejercicio libre de ciudadanía que visibiliza —e incluso impone— su propia agenda de demandas y preocupaciones.
Los antimonumentos son el recuerdo del dolor, de la impotencia, del desamparo. Son la consecuencia de esa intuición que tuvo la sociedad civil de lo “inconfiable que resulta el depender de las autoridades”, como narró Carlos Monsiváis en No sin nosotros. Los días del terremoto. Es, precisamente, ese desencanto en la procuración de justicia, lo que invoca y convoca a que víctimas, familiares y ciudadanos se organicen en acciones colectivas como los antimonumentos.
Cuando cada 2 de octubre se grita “¡No se olvida!”, ¿qué es lo que no olvida? No es tan sólo la falta de claridad sobre el número de muertos o la falta de condenas de los responsables. Lo que no se olvida es la memoria subalterna que hace uso del espacio público para gritar otras historias distintas a la oficial. Lo que no se olvida es esa memoria sintomática, como propone Ángel Octavio Álvarez, que vive la imposibilidad continua de fundar en México una sociedad más justa y libre de violencia.
Aunque los antimonumentos de la Ciudad de México son dispositivos de memoria, su operación política no se inscribe en el pasado ni en el lugar donde sucedieron. Su acción se ejerce en el presente e invade a los centros del poder hegemónico. Por ello, son colocados de manera estratégica en espacios emblemáticos como Paseo de la Reforma y el Zócalo, así como frente a edificios que representan algún tipo de poder económico, político, comunicativo o cultural, como la Bolsa Mexicana de Valores (65+), la Esquina de la información (+43), el Palacio de Bellas Artes (Ni una más), las oficinas del IMSS (49 ABC) o la Embajada de Estados Unidos (+72).
Su producción refleja el alto nivel organizativo de los colectivos de víctimas y activistas, que a través de comisiones se encargan de contar con la aprobación de los familiares, conseguir financiamiento, establecer la logística para su colocación, solicitar a través de redes las firmas para asegurar su permanencia y darles mantenimiento para evitar que caigan en el abandono de los monumentos, instaurados desde el gobierno. Frente a este andamiaje organizativo, lo noción de autoría —propia del arte— no tiene cabida.
Los antimonumentos se configuran como formas de protesta que irrumpen el espacio público para renovar los repertorios de lucha, con frecuencia desgastados por las manifestaciones. Suscriben marcas o huellas, que pueden tomar formas escultóricas, como prácticas de (con)memoración; es decir, de memoria colectiva, duelo social y resistencia. Se consideran a sí mismos como impermanentes, pues no buscan instaurar una memoria rígida sino acompañar las demandas de verdad y justicia. Cuando la demanda se cumple, el antimonumento alcanza su objetivo y desaparece.
A su vez, son formas innovadoras de procesar la pérdida y visibilizar la ausencia. Su fuerza política y simbólica radica en estar entrelazados; a pesar de las diversas circunstancias que representan, los antimonumentos de la Ciudad de México no se entienden como hechos aislados, sino como resultado de la impunidad estructural del México contemporáneo. Por supuesto, los antimonumentos no son exclusivos de la capital. Alfonso Díaz Tovar y Lilian Paola Ovalle han mapeado al menos siete más en Creel, Ciudad Juárez, Chihuahua, Monterrey, Lagos de Moreno, Córdoba y Tijuana, relacionados con distintos tipos de masacres o de desapariciones forzadas.
Lo que caracteriza a algunos de los antimonumentos de la Ciudad de México —a diferencia, por ejemplo, de los memoriales que suelen nombrar a la víctima para dignificarla— es que han optado por una estrategia visual basada en el símbolo, el número y el signo de + para potencializar su significado: no son 43, 49, 65 o 72 víctimas. Son la suma de 43, 49, 65, 72 familias, tragedias, impunidades, ilegalidades, abusos, tristezas, ausencias. Es esa sumatoria de casos sin verdad ni justicia lo que los antimonumentos no olvidan.