Los dibujos de Paul Rudolph
Paul Rudolph fue un arquitecto singular. Un referente de la arquitectura con músculo y uno de los arquitectos más destacados [...]
1 abril, 2024
por Miquel Adrià | Twitter: miqadria | Instagram: miqadria
Llegamos a casa de Glenn Murcutt antes de lo previsto. La lluvia matutina torció el plan para llegar en transporte público y un Uber nos llevó de volada al barrio de Mosman, en Nueva Gales del Sur, al otro lado de la bahía. Nos abrió su esposa y, casi sin saludar, llamó a Glenn, quien salió hablando por teléfono, sin paraguas, haciéndonos señales para que lo siguiéramos. En breve llegamos a su coche, un Audi gris, y tras unos breves saludos húmedos en lo que nos cruzábamos los cinturones de seguridad, nos enfiló por las calles de su barrio residencial hasta llegar a un antiguo pabellón, ahora restaurante, con sabor a club campestre. Y ahí, con croissants y capuchinos de por medio se soltó a contarnos todo y más, como si hiciera tiempo que nos aguardara.
En realidad, le hablé un mes antes, desde México, anunciándole nuestra visita a Sídney. La única manera de contactarlo —lejos de los mil canales contemporáneos de este siglo— sigue siendo el teléfono de su casa, con una contestadora de por medio. Y cuando por fin conseguí hablar con él —cuando descolgó el aparato mientras yo le narraba a su contestadora nuestros planes— le conté, para ponerlo en contexto, los buenos ratos que habíamos pasado en Mérida con el Bonch y Carlos Jiménez, viendo haciendas rescatadas por el magnífico quinteto yucateco; el viaje en coche por un sacbé asfaltado que se hacía estrecho ante la velocidad ultrasónica del Bonch al volante, mientras Carlos acompañaba el viaje con rolas de Bob Dylan a todo volumen y quizá Glenn, como yo, pensaba que podía ser un final de vida absolutamente glorioso. La anécdota fue el password necesario para seguir la conversación y acordar que, llegando a Australia, le volvería a hablar por teléfono para ponernos de acuerdo sobre dónde y cuándo vernos. Ya no fue necesario recordarle otro momento grandioso —y con menos riesgo— en el Museo Pérez de Miami, en el que hizo un análisis despiadado de la obra de Zaha Hadid, horas antes de la premiación póstuma a Frei Otto como trigésimo noveno premio Pritzker.
Ya con él, resultó que su plática telefónica interrumpida por nuestra llegada era con un buen amigo de Seattle, arquitecto nonagenario y en forma, con el que sigue unido gracias a una llamada trimestral para corroborar, con sus apasionadas anécdotas, que ambos siguen vivos. Y mientras Andrea y yo escuchábamos con atención todo lo que estaba dispuesto a contarnos, tratando de masticar el croissant en silencio para no perder ni una palabra de su hermoso acento australiano, Murcutt recordó las veces que estuvo en México, cinco quizá. La primera, en 1973, cuando tenía prevista una corta escala antes de viajar a Chile, justo antes del golpe de estado de Pinochet del 11 de septiembre, que frustró el plan sudamericano y lo hizo quedarse en México. Fue entonces cuando visitó la Bacardí de Mies y descubrió que era sólo una parte de algo mucho mayor y más interesante si cabe: que era la planta embotelladora de Félix Candela. Regresó años más tarde, queriendo conocer a Luis Barragán y, con la ayuda del embajador de México en Australia, contactó a Raúl Ferrera quien prácticamente le bloqueó el contacto. Sería finalmente Toño Gallardo, ya por entonces en el Colegio de Arquitectos de México, quien le abrió la puerta de su predecesor como premio Pritzker, un año antes de su muerte. Y visitó la casa Gálvez, la Ortega y la Gilardi, conociendo a su dueño. Sin fechas más precisas, nos narró otra visita, en esa ocasión a Chiapas, y su prodigiosa memoria nos llevó de Tuxtla a San Cristóbal, con el papá de un mexicano-australiano, también médico prozapatista; y de Bonampak a Yaxchilán en una avioneta que apenas cabía en la pista de terracería. Por último, su visita a Mérida y su plática en la Marista, cuando lo conocí.
Habló de su padre, de los consejos que le daba para que, hiciera lo que hiciera, siempre fuera lo mejor posible, con humildad, sin buscar ningún reconocimiento. Y su sentido del trabajo, con responsabilidad y sin prisas, mismo que lo ha llevado a trabajar solo prácticamente siempre. De las pláticas con sus posibles clientes, los primeros croquis, el desarrollo del proyecto y la importancia del detalle constructivo. Contaba que una vez al trimestre recoge toda la correspondencia acumulada para leerla y responder cada solicitud, escogiendo aquellas que más le retaban. Una tarea que le llevaba tres o cuatro días y que, todavía hoy, sigue siendo su modus operandi. Ahora está llevando a cabo un par de proyectos en la costa oeste de Australia y, en las primeras etapas, convive con sus clientes unos días en sus casas, definiendo juntos el programa y los primeros trazos, acordando —siempre juntos— el espacio que van a habitar. Luego, en su restirador, dibujará con todo detalle cada parte, cada elemento, como si al dibujar ya estuviera construyendo. De ahí su apología al dibujo a mano, de la repetición capa tras capa, ajuste, el zoom in y zoom out constante, y su crítica a las nuevas generaciones que dibujan con programas que automatizan decisiones proyectuales sin darse el tiempo de imaginar el espacio creado en tres dimensiones.
Para terminar, elogió el trabajo de David Chipperfield, a quien recuerda desde que vivió un tiempo en Sídney; y evocó también las visitas de Rafael Moneo, quien trabajó con Jørn Utzon años antes de que éste ganara el concurso para la Ópera de Sídney, una obra, por cierto, mucho más compleja e interesante que la exitosa morfología de sus cascarones solapados. Y sus paseos con su querido amigo Juhani Pallasmaa, sus coincidencias profundas respecto a la arquitectura, hasta una cariñosa queja hacia nuestro amigo común, Carlos Jiménez, que le ha prometido demasiadas veces que lo visitará.
Horas de sabiduría y recuerdos de un gran maestro dispuesto a compartir con una generosidad enorme, sus experiencias y reflexiones, y todavía puesto a cruzar, una vez más, ese inmenso Océano Pacífico que lo separa de México.
Por fin, entre las últimas gotas y los primeros rayos de sol, nos llevó por sinuosos senderos viendo la bahía, nos compartió su interés por el paisaje, por el reciclaje de edificios, de algunos pabellones que fueron del ejército y de la marina y que hoy cobran nueva vida, de las aves exóticas que se perpetuaron en esa inmensa isla, entre frenadas y acelerones, manejando convulsamente por la izquierda. Al despedirnos, nos dejó en un muelle casi vacío, sugiriéndonos volver al puerto de Sídney de la mejor manera posible: en un ferry que nos permitió admirar la ciudad, el puente y la Ópera desde el agua.
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