La casona y la semilla
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¡Felices fiestas!
30 abril, 2024
por Alfonso Fierro
Me tardé demasiado en leer Que viva la música (1977), la legendaria novela del escritor caleño Andrés Caicedo. En los años setenta, Caicedo era un joven fascinado por la cultura popular del momento: el cine, el rock, las drogas y la vida nocturna salsera que por aquel entonces empezaba a surgir en Cali, sobre todo en sus barrios populares. Cínico, malherido por el mundo en el que creció, Caicedo se suicidó muy joven, de apenas veintiséis. Nunca supo a qué grado la salsa permeó la cultura e historia de su ciudad, tanto, que hoy se autoidentifica como la “capital internacional de la salsa”.
Al libro llegué tarde y ya en este punto me incomodó su construcción de La Mona, protagonista y narradora principal de la novela. En cambio, disfruté los pasajes referentes a la cultura salsera setentera, cuando se trataba todavía de una escena nocturna transgresora y malvista. Hay un pasaje grandioso del libro en el que La Mona nos cuenta lo que sintió un joven amigo suyo al entrar al mítico concierto de Richie Ray y Bobby Cruz del 68, evento que para muchos fue un parteaguas, una clara señal de que el romance entre Cali y la salsa iba para largo:
Bastó esa primera visión repentina para saber que ya estaba integrado al extremo más furioso de los colores, al lado más vistoso de un mundo que recién se desplegaba. Maravilla tener los sentidos todos aguzados, dispuestos a florecer ante un embate de trompetas. Maravilla de reconocerse en un estado de adormecimiento, de agobiante fofa espera, anterior a esta entrada, a este empalme de luces y de voces que te dicen: “Agúzate que te están velando.” Maravilla de sabor, abría la boca y lo envolvía en sus perfumes, propios únicamente de la dicha primera y del estado más profundo de los sueños. Maravilla de tumbao, de que a cada paso de miles de personas el suelo amenazara con hundirse, el techo venirse abajo, castigo de Dios por tanta alegría junta.
Sonora Juventud
Me imaginaba yo que aquel joven del concierto era hoy en día algo muy parecido al señor panzón, de pelo canoso y más o menos largo que me abrió la puerta en el Museo Pioneros de la Salsa en Cali. Me dejó entrar al primer piso de una pequeña casa con un vestíbulo y dos cuartitos. Atrás, en lo que alguna vez fuera el comedor, su hermano chimuelo atendía el bar (el museo tenía la virtud de tener también un barra de cervezas). El señor me señaló un pequeño grupo de gente y dijo que estábamos esperando a que llegaran más. El museo de los pioneros de la salsa caleña solo podía recorrerse en una visita colectiva guiada por él.
En realidad, el sitio se concentraba en la historia de una banda en concreto: la Sonora Juventud, formada por los primos Córdova, en los años cincuenta. Por medio de su música y memoria material –partituras, fotografías, instrumentos– el señor nos explicó lo que llevó a estos primos a mezclar ritmos afrocaribeños como el son montuno, la guaracha y el guaguancó, un proceso que la diáspora boricua en Nueva York pronto empezó a conocer como salsa. El recorrido también nos llevó a los grilles, los salones de baile donde esta y otras bandas empezaron a tocar, y en donde la gente aprendió a bailar siguiendo las claves obtenidas del cine mexicano de ficheras.
En algún punto, el recorrido derivó en clase de música, seguida por una clase de baile. Esto mostró la conveniencia de una visita colectiva, si bien la verdadera razón solo se nos reveló al final del recorrido, cuando se nos mostró el poster noventero de una banda de salsa. Era la misma Sonora Juventud, pero en la tercera generación de músicos. Resultó que él, nuestro guía, era parte de la banda y miembro de la familia Córdova. En la fotografía aparecía veinte años más joven, luciendo un traje verde al igual que el resto de los músicos y con una trompeta en la mano.
–Tocamos esta misma noche –nos anunció.
Tenía sentido que él fuera el guia. De ese modo, el museo era una expresión muy honesta sobre el valor de contar tu historia, que es la historia de tu familia, de una banda, de la salsa en Cali. Al final, ¿quién en Cali no contaba con alguna historia personal o familiar o conocida que de alguna u otra manera estuviera atravesada por la salsa? En algún sentido, cada habitante tenía su Richie Ray y Bobby Cruz.
Barrio Obrero
Unos días después visité el Museo de la Salsa del Barrio Obrero. Eln un comienzo era la cochera de una casita blanca. En algunos aspectos se parecía al otro museo: también había bar, también se recorría con visita guiada y también derivaba en clase de baile (esta vez el guía era un joven llamado Marlon). Pensé que lo de bailar era de particular importancia en estos museos, porque era esa la forma como mucha gente en Cali había aprendido de salsa: se escuchaba en todos lados, se aprendía a bailar desde temprano, se empezaba a disfrutar de múltiples maneras y poco a poco iban llegando las historias, se iban recordando los clásicos, se conformaba y reconformaba el canon propio.
El soporte material de este museo era la colección personal del fotógrafo salsero Carlos Molina, que andaba por allá atrás en el bar. Molina, protagonista de la escena ochentera, le había tomado foto a todo el mundo y esos retratos tapizaban ahora las dos largas paredes del museo, como si se tratara de un mausoleo. Además, había discos, instrumentos, ropa y otros objetos. A través de esta colección vuelta al público, Marlon nos contó la historia de la salsa en el Barrio Obrero. Contó que las mercancías del puerto de Buenaventura entraban a Cali en un tren que paraba justo ahí. Entre las mercancías había discos caribeños que pronto empezaron a venderse en las tiendas del barrio. Entonces, para bailar, se comenzó a sintonizar en las bocinas de la plaza la cubana Radio Progreso. Luego aparecieron los mejores grilles de la ciudad e incluso los agüelulos, tardeadas salseras para la juventud del barrio. Todavía hoy, aunque la época dorada de salsa ya fue, el barrio sostiene esta identidad. Sus paredes están tapizadas con la cara de Piper Pimienta y Fruko y sus Tesos. En el Barrio Obrero, sugirió Marlon al final, la cultura seguía y seguiría siendo salsera. Para recordar eso estaba el museo, un homenaje barrial a la salsa.
Museos
Me gustó que los museos se trataran de cantar, bailar y tomar, una fiesta al fin. Fue lindo ver el amor que los dos guías sentían por esta música, pese a estar separados de su mejor época por cuarenta años de vida. Disfruté que los museos fueran hechos por gente como ellos, que quizá no tenían estudios de curaduría o museografía, pero que entendían mucho de salsa, del valor de juntar y exhibir la memoria material de esa cultura, y de la importante función que espacios barriales como estos tienen para la preservación de una memoria colectiva. Al final, ¿qué es la historia de la salsa en Cali sino el agregado infinito de todas esas historias personales y familiares, todas esas intimidades con la música, toda esa mezcolanza de canciones, espacios de vida y recuerdos?
Ya saliendo, en el taxi que dejaba atrás el Barrio Obrero y la cara de Piper Pimienta, me pregunté qué pensaría de estos lugares el joven cínico Andrés Caicedo, ahora que la salsa en Cali no es un fenómeno emergente, sino una larga y apasionada historia de amor, no tan distinta de la que cantaban tantas de sus letras.
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Este es un fragmento del texto que se publica en el número 106 de la revista Arquine: Libros. Un [...]