Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
26 octubre, 2013
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Estos días han sido de diseño. Después de la semana del diseño, el centro de la ciudad de México ha sido tomado por el Abierto Mexicano de Diseño. Exposiciones y conferencias organizadas por un grupo de diseñadores alrededor del tema los oficios: “los diseñadores son productores, promotores, empresarios; trabajan con las posibilidades tecnológicas pero también con técnicas y procesos tradicionales, con oficios y artesanos.” El diseño mexicano sale a la calle y demuestra su robustez. Cada vez se produce más y mejor e incluso se empieza, poco a poco, a exportar. Pero ese diseño tal vez no sea el que, pese a todos los esfuerzos, llegue a la mayoría de los mexicanos. Incluso cuando algunos de los diseñadores que antes sólo vendían en pequeñas tiendas exclusivas han incursionado en departamentales de prestigio, ese prestigio, precisamente, implica de algún modo su alcance más bien reducido. Supongo que con el diseño pasa en México algo parecido a lo que sucede con otros aspectos de la industria creativa o cultural, incluyendo la arquitectura: el mercado es muy reducido. Según lo que escribió hace unas semanas Ricardo Raphael —¿quién pertenece a la clase media?— el 80% de las familias mexicanas tienen un ingreso mensual menor a los 14,760 pesos —sí mensual y por familia. Eso quiere decir que si el diseño se entiende como objetos —o edificios, espacios, lugares— lujosos, la cantidad de mexicanos que pueden tener acceso a esos bienes es apenas de 2 de cada 10. Si el diseño es algo que necesariamente debe pagar directamente quien resulte beneficiario del mismo, sólo 2 de cada diez mexicanos tendrían la capacidad económica de hacerlo, lo que implica que si además sumamos el interés o el gusto por esas cosas, la proporción se reduce todavía más. Claro que el tema no es sólo la distribución de la riqueza —este gráfico, por ejemplo, demuestra que en Estados Unidos las cosas no están mejor— sino el acceso al diseño, el diseño abierto, por llamarle de algún modo: aquél por el que no se tiene que pagar directamente para usarlo o disfrutarlo. El diseño que está en las calles: en las bancas del parque, en el paradero de autobuses, en las señales que informan dónde estamos y a dónde podemos ir, en los anuncios —públicos o comerciales—, en el sistema de transporte —incluyendo las micros, en las que sentarse sin que las rodillas choquen con el respaldo del asiento de enfrente es imposible incluso si mides 1.60—, en las banquetas, que ofrecen todos los obstáculos posibles para cualquier usuario, mucho más para discapacitados o personas mayores. El diseño, mucho más en este país, no llega a todos y no lo hará hasta que entendamos que no se trata sólo de un adorno en objetos de utilidad dudosa, sino de una manera de hacer más eficiente, más productiva, más económica y sí, también, más bella cualquier cosa. Después del abierto de diseño, habría que insistir en el diseño abierto, pasar de poner la mirada de algunos en el diseño a poner el diseño en las manos —o bajo los pies— de muchos, más bien: de todos . Es un trabajo en el que se han involucrado varios de los diseñadores que ahora se reúnen para presentar el Abierto, de manera individual o como colectivos, trabajando por su cuenta o con la comunidad y al que habrá que apoyar y seguirle la pista tanto o más que al otro, de excepción, que sólo podría servir al 20%.
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