La selva domesticada
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11 octubre, 2019
por Miquel Adrià | Twitter: miqadria | Instagram: miqadria
“A través de entrevistas —se apunta en la contraportada—, recuerdos y anécdotas, De la tierra al cielo recrea la particular visión artística de cada uno de los arquitectos que han logrado redefinir las formas y los espacios en México: Luis Barragán, arquitecto de lo esencial; Teodoro González de León, poeta del concreto; Andrés Casillas, amante de la libertad; Diego Villaseñor, artista del mar; y Francisco Martín del Campo, dinámico y atrevido.” Y termina con otro párrafo cautivador: “Elena Poniatowska elabora en este libro un testimonio íntimo y entrañable de los protagonistas que han forjado un nuevo lenguaje arquitectónico para México.” Y efectivamente el anzuelo resultó irresistible, colmado con el atractivo título De la tierra al cielo, inspirado en los libros que la autora menciona de la fotógrafa Mariana Yampolsky La casa en la tierra y La casa que canta.
Tras una breve introducción, la autora se adentra en las cinco entrevistas realizadas a lo largo de los años, aunque no queda reseñada la fecha ni las condiciones de las entrevistas, ni se justifica las razones de esta selección.
Cabe deducir que Elena Poniwatowska entrevistño a Luís Barragán en los últimos años de su vida, juntó recuerdos de varios encuentros propios y ajenos y desarrolló un texto que perfila al personaje, más que a su arquitectura, al “hombre-castillo con todos los puentes levadizos amarrados a los muros”, que “no quiere balcón a la calle ni periscopio ni jardín de invierno, ninguna intrusión.” Poniatowska describe un personaje con respeto y admiración no exento de simpáticas anécdotas de coquetería al sentirse auscultada por un Barragán exquisito y elegante. Recorre algunas de sus obras y sus influencias, de De Chirico a Chucho Reyes, así como su aversión por codearse con otros arquitectos. Si duda es la entrevista más interesante en la que la autora se volcó en el rescate de acuerdos y se sumergió a la bibliografía más poética.
El retrato de Teodoro González de León, sin embargo, no podría ser más desolador. La única plática con el arquitecto que reporta una fecha (cuatro meses antes de su fallecimiento) es banal, con algunos lugares comunes y citas bibliográficas (algunas mías) para dar contenido a una plática con muchas preguntas y pocas respuestas. Llega a apuntar que “a propósito del crecimiento demográfico, González de León se casó en primeras nupcias con la escritora Ulalume Ibáñez (…) y años más tarde encontró su pareja en Eugenia Sarre, una mujer color naranja y muy bella que inspira serenidad” o que “Teodoro come All bran seco para desayunar.” El arquitecto más culto que ha tenido México, el melómano y urbanista visionario que fue, le confesó lo que desayunaba…, con él habló de Zaha Hadid y el valor de ser mujer-arquitecto-árabe, para regresar a Barragán, único arquitecto que realmente interesó a la autora.
El capítulo de Andrés Casillas es un monólogo del arquitecto casi sin editar —por la repetición de anécdotas y datos— que permite oír la voz elocuente, alegre a veces, entusiasta otras, con la que se desnuda ante la entrevistadora. Quizá sea la entrevista que mejor fluye y que se puede oír el timbre agudo y la risa del arquitecto. Sobre todo, al leer la siguiente entrevista a Diego Villaseñor, más se reconoce y extraña la frescura de la plática con Casillas. Villaseñor se hunde en un personaje autorrefencial, que se tropieza en los tópicos y los lugares comunes de lo mexicano y lo singular: la arquitectura de playa de lujo con supuestos orígenes vernáculos. Ahí, la autora del libro se esforzó por ampliar el campo de la plática y hasta apuntó a otros autores para conocer la opinión de Villaseñor, quien descalificó directa o veladamente a todos sus colegas, desde Pedro Ramírez Vázquez que “tenia una visión totalizadora (…) y usaba mármol blanco que es una influencia europea”, pasando por Andrés Casillas “demasiado barraganesco”, o Teodoro González de León, que “hacía una arquitectura muy dictatorial”. El quinteto arquitectónico se cierra con un Francisco Martín del Campo “dinámico y atrevido”, apunta la autora, que entró en el selecto club de arquitectos “por razones familiares” ya que lo conoció de niño y lo vio crecer. Martín del Campo aprovecha la oportunidad para describir su práctica del día a día, sus colaboraciones y el valor del trabajo en equipo, y el respeto por todos sus colegas nacionales e internacionales a los que describe con conocimiento.
En resumen, este desigual paseo por las vidas y las obras de algunos arquitectos mexicanos, termina sin aclarar qué los une —más allá de su condición nacional ya que “ninguno abandonó el país pese a tentadoras ofertas”— y en qué medida este compendio pretende trazar, o no, una condición singular de la arquitectura mexicana.
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