Las diez casas de Sergio Ortiz
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3 septiembre, 2024
por David Lozano Díaz
En 2003, durante una conferencia organizada por el Capítulo Monterrey de la Academia Nacional de Arquitectura, con el nombre de “La Arquitectura como arte urbano”, Fernando González Gortázar lanzó el siguiente comentario al público: “¿Cuál es la gran obra de arte de París? La gran obra de arte de París no es la Torre Eiffel, ni la Catedral de Notre-Dame, ni es nada. La gran obra de arte de París es París. Y hay ciudades maravillosas como Pátzcuaro, por ejemplo, que no tienen ni un sólo edificio notable; es la armonía de lo mediano, lo que hace el milagro.”
Por otro lado, desde la década de los 90, diversas administraciones municipales de Guadalajara han buscado solicitar a la UNESCO la declaratoria como Patrimonio de la Humanidad para el Centro Histórico de la capital de Jalisco y, con ello, intentar recibir los beneficios que una ciudad con esta clasificación puede conseguir, bajo el entendido de que así se podría preservar el patrimonio edificado con el que todavía se cuenta.
En todas las ocasiones, dicha solicitud ha sido simplemente improcedente, ya que el Centro Histórico de Guadalajara tiene un grado elevado de alteración, en el que no es posible reconocer una sola área con la suficiente homogeneidad para hablar de un espacio patrimonialmente íntegro, ya que el simple hecho de tener unos pocos edificios relevantes en pie, pero dispersos entre sí, no es suficiente para lograr la declaratoria.
La pérdida de patrimonio en esa ciudad se debe a la desmedida demolición de edificios, realizada a lo largo del siglo XX, con especial énfasis en las décadas de los 40, 50, 60 y 70, en las que se perdió la mayor cantidad, donde el gobierno, en sus tres niveles, fue el iniciador de esta práctica, continuada de inmediato por particulares; por supuesto, todo esto realizado siempre por arquitectos.
La motivación para demoler edificios está relacionada con el espíritu modernizador que se vivió luego de la Revolución Mexicana, en la que los gobiernos buscaron la manera de mostrarse innovadores y modernos ante el mundo, cosa que fue promovida por los arquitectos. Algunos de ellos impulsaron proyectos bastante drásticos, como la casi total reconstrucción de Guadalajara, propuesta por el arquitecto-urbanista Carlos Contreras, cuyo proyecto, que afortunadamente no se realizó, habría dejado irreconocible a la ciudad.
Esto se suma a que el criterio de los arquitectos consideraba patrimonio solo a edificios considerados monumentos como inmuebles religiosos, gubernamentales o en los que hubiera sucedido algún hecho histórico. Ante un contexto nacionalista postrevolucionario, los arquitectos desdeñaron la arquitectura realizada durante el Porfiriato e incluso en años anteriores, ya que representaban estilos europeos ajenos a nuestro contexto, como si el resto de nuestra arquitectura novohispana no hubiera sido en sí misma una importación cultural; y así se dio paso a las demoliciones.
Además, a decir del Arquitecto Fabián Medina Ramos, otra razón por la que en México se hayan demolido a consciencia bastantes edificios vigentes y en buenas condiciones tuvo que ver con la coyuntura del momento, que pretendía emular la construcción de edificios modernos en grandes ciudades europeas, reemplazando aquellos que acabaron en ruinas luego de la Segunda Guerra Mundial. Esto reflejaría la constante necesidad de los arquitectos mexicanos por imitar el exterior sin pasar por un proceso de reflexión sobre las razones de los movimientos.
Sin embargo, en Guadalajara todavía hay tapatíos que lamentan la demolición de decenas de casas y edificios eclécticos en el Centro Histórico o la zona de las Colonias. Un ejemplo es el del Edificio Genoveva, destruido en 1973: un inmueble de estilo ecléctico de tres niveles que fue sustituido por el Edificio Mulbar, un centro comercial también de tres niveles cuyo estacionamiento elevado tenía otros cinco niveles. Este hecho parece no haber recibido gran oposición, ya que “el eclecticismo no tenía un valor artístico real”, según argumentaban arquitectos y periodistas, como se vio reflejado en los periódicos del momento.
La demolición de ciudades para su posterior reconstrucción con aires modernos suele asociarse al arquitecto suizo-francés Le Corbusier y su Plan Voisin (1925), con el que pretendía rehacer la ciudad de Paris al demolerla por completo y edificar decenas de torres de vivienda, para dejar amplias áreas verdes para el ocio de los ciudadanos, pero también grandes avenidas capaces de comunicar la ciudad y sus periferias mediante el traslado en automóviles particulares.
Si bien Le Corbusier buscó posicionar sus ideas para ser replicadas en todo el mundo, él no fue el primero en concebir la idea de destruir una ciudad para rehacerla prácticamente desde cero. Como ejemplo, está Georges-Eugène Haussmann, quien sí logró este objetivo en París en 1870 tras dos décadas de trabajo; mientras que, en Barcelona, con el proyecto de Ildefonso Cerdá, iniciado en 1860, se reconfiguró la ciudad para que, al igual que en el caso parisino, se resolvieran los problemas higiénicos (derivados de la mala ventilación e iluminación natural causadas por calles estrechas y discontinuas), lo que les dio a ambas ciudades su aspecto actual.
Volviendo a la conferencia inicial, González Gortázar también comentó: “Las pocas ciudades armónicas que quedan en México, las que podríamos presumir como ejemplo, son ciudades en las que la arquitectura contemporánea ha intervenido muy poco. Los arquitectos mexicanos hemos sido capaces de levantar magníficos edificios y hemos sido absolutamente incapaces de preservar o de crear ciudades armónicas, esta es una falla brutal de nuestro gremio en este siglo.”
Y es que esta falla se desarrolla desde su formación profesional, al haber poca o nula concientización sobre la conservación del patrimonio edificado. El aprendizaje del diseño arquitectónico suele hacerse sin pensar en el contexto urbano o patrimonial, si es el caso. Incluso en la escuela de arquitectura de la Universidad de Guadalajara, al menos durante un semestre, se les pide a los alumnos que propongan intervenciones en edificios existentes y relevantes, como un ejercicio de creatividad para lograr resultados contrastantes, alejándose de transmitir una sensibilización por el patrimonio.
Añade González Gortázar: “es que de verdad es una tragedia lo que está pasando por todo el país, ya no hay lugar intocado. La Ciudad de México tuvo escenarios… Zacatecas sigue siendo la mejor [ciudad] de México, en mi opinión, porque no hubo arquitectos, porque la marginación la salvó.”
La bonanza económica, por la que pasaron algunas ciudades mexicanas a mediados del siglo XX, permitió que la arquitectura moderna se abriera paso con rapidez, en especial en las capitales de los estados, que continuaron siendo relevantes, en contraste con poblaciones pequeñas o ciudades cuyas actividades como mineras o industriales cesaron. Hacia el final del siglo, la economía del mundo había cambiado y las dinámicas de consumo se sobrescalaron, provocando un crecimiento desmedido de las ciudades y su población y, con ello, de las demandas inmobiliarias.
La dinámica destructiva que acompañó al movimiento moderno en México desde su aparición sigue vigente hoy en día. Por eso la situación de esta arquitectura que se autocondenó es irónica, y está siendo demolida para dar paso a construcciones contemporáneas, tal como los arquitectos modernos hicieron con obras antiguas, pero esta vez respondiendo a un mercado voraz cuya prioridad es el mercado mismo, lo que deja obras que no necesariamente son mejores, sino incluso lo contrario.
Aun cuando la edad de algunas obras esté alcanzando o sobrepasando los 90 años, no existen los suficientes recursos legales para protegerlas. Esto ha derivado en un reemplazo de edificaciones que, por el ritmo acelerado del mercado, no responden ni intentan dialogar con su historia, y menos todavía con su contexto cultural. El modelo inmobiliario actual ha heredado la peor parte del movimiento moderno: aun cuando sus bases iniciales eran sociales, las abandonó para integrarse a un desarrollo neoliberal que está degradando todas las partes que la integran.
La conservación del patrimonio edificado va más allá de la cosmética de las ciudades, en realidad, tiene implicaciones sociales más profundas, desde el arraigo e identidad regional de una población determinada, hasta los efectos de desigualdad que la turistificación, gentrificación y otros fenómenos provocan, sin dejar de lado que también se debería evitar que esta conservación se vuelva en sí misma causa de estos fenómenos.
Si París se puede considerar una obra de arte en sí misma, es porque todas las capas de historia se han sabido entrelazar de manera coherente, conservando lo antiguo e integrando lo nuevo con orden. El desarrollo inmobiliario podría seguir permitiéndose, pero con un debido orden. Y, en el caso del patrimonio arquitectónico, no debería permitirse en las zonas de protección, sino en zonas en las que realmente pueda significar un beneficio tanto económico como social.
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