Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
2 mayo, 2016
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Dos hombres. Dos celdas. Cada uno en su propia celda, separados por un muro. No pueden tocar al otro así que se tocan a sí mismos imaginando al otro. El muro está perforado por un pequeñísimo orificio. De un lado del muro sale, poco a poco, procaz, una pajilla. Del otro lado, el preso más viejo fuma un cigarrillo, acerca los labios a la pajilla y sopla. Al extremo opuesto, en la otra celda, el preso más joven espera con la boca abierta a que salga el humo. No lo aspira inmediatamente. Deja que las volutas de humo hagan lo suyo y entrecierra los ojos, extasiado. La escena es de la película Canto de amor, escrita y dirigida por Jean Genet en 1950 y cuya proyección fue prohibida todavía en 1966 en los Estados Unidos por su fuerte carga erótica. Años después, en la portada de uno de sus álbumes, se puede ver a Tricky de perfil con los ojos cerrados y la boca entreabierta. Una mujer desnuda exhala humo directamente en la boca del músico. El álbum se llama Blowback, palabra que nombra el hecho de introducir un cigarro de mariguana a la boca con la parte encendida hacia adentro y soplar el humo en la boca de otra persona. Compartir así el humo, boca a boca, incluso por medio de una pajilla para librar el estorbo de un muro en una cárcel, es un acto más íntimo y sensual que sólo pasarlo de mano en mano.
Hace unas semanas la ciudad de México tuvo uno de los mejores días de su historia reciente. El cambio climático nos ofreció un viento frío y velocísimo que nos permitió recordar que el cielo es azul y a los más jóvenes entender por qué se habló alguna vez de la región más transparente. La Secretaría de Educación Pública decretó un día sin clases en la ciudad. Quizá algún funcionario temió que los vientos le hicieran a los más pequeños lo que el tornado a Dorothy o pensó que sería bueno dejar que los niños, sobre todo aquellos que por la condición económica de sus familias no acostumbran abandonar la ciudad, pudieran comprobar, más allá de la televisión o el cine, el azul celeste y atesorar ese recuerdo. Esa segunda razón es más bella que la primera por parecer una idea improbable para un burócrata: tengan, les regalo un recuerdo. Pero el recuerdo hubiera sido buen regalo: a las pocas horas no sólo volvió el cielo a su habitual color entre gris y sepia sino que empeoró la contaminación. El ozono, que se siente con fuerza en los ojos aunque no pueda verse, llegó a niveles que no había alcanzado, dicen, en décadas. La contingencia, como le llaman, debía decretarse y entre otras consecuencias, varios cientos de miles de automóviles estarían obligados a dejar de circular. El fin tantas veces anticipado parecía estar llegando.
Unos meses antes de la contingencia el Distrito Federal había dejado de existir. No, no se trata de un relato catastrófico de ciencia ficción sino, más bien, de un ejercicio de ficción política. El Distrito Federal nunca fue la ciudad de México. Sus territorios no se correspondían exactamente. Al principio, el Distrito Federal le quedó grande a la ciudad de México. Después, ésta creció y lo desbordó. En su libro Historia de la desaparición del municipio en el Distrito Federal, Sergio Miranda Pacheco cuenta que en 1824 el Constituyente determinó al Distrito Federal, residencia de los poderse supremos de la federación, con un radio de dos leguas con centro en el Zócalo. “De acuerdo a esta delimitación territorial, dentro del área que comprendía el recién creado Distrito Federal, aproximadamente 220 kilómetros cuadrados, se incluían, además de la ciudad de México, las poblaciones de Guadalupe Hidalgo, Azcapotzalco, Tacuba, Tacubaya, Mixcoac e Iztacalco.” El Estado de México reclamó Iztapalapa y Mixcoac, además de Mexicaltzingo y Churubusco, que para 1852 se reincorporaron al Distrito Federal, además de Popotla, La Ladrillera y Nativitas. Dos años después, en 1854, “durante el gobierno de Santa Anna, se agregaron los territorios de la Prefectura de Tlalpan, Xochimilco, Santa Fe, Cuajimalpa, Tlanepantla y Texcoco.” En 1903 se vuelven a definir la extensión y conformación del Distrito Federal, quedando en trece municipalidades: “Azcapotzalco, Coyoacán, Cuajimalpa, Guadalupe Hidalgo, Iztapalapa —a la que se fusionaron las municipalidades de Hastahuacán e Iztacalco—; Mixcoac y Milpa Alta —que se ensanchó con las municipalidades de Mixquic, San Pedro Atocpan y San Pablo Ostotepec—; San Ángel, Tlalpan, Tacuba, Tacubaya —a la cual se integró la municipalidad de Santa Fe—; y Xochimilco —que ser redujo por la desaparición de las municiipalidades de Tlaltenco, Tláhuac y Tulyehualco.” En 1929 se instauró el Departamento Central, formado por varias municipalidades y trece delegaciones que en 1931 se redujeron a once. La división territorial se modificó de nuevo en 1941 y finalmente en 1970, con las dieciséis delegaciones actuales.
En otras palabras, los límites del desaparecido Distrito Federal no eran los de una isla, como en Manhattan, o de una vieja fortificación, como en el caso del periférico en París. El Distrito Federal nunca fue la ciudad de México. La incluyó en algún momento, junto con otras poblaciones cercanas y más pequeñas, y cuando ésta creció y absorbió muchos de esos poblados y otros más hasta llegar a ser una megalópolis con más de veinte millones de habitantes, la ciudad de México se desbordó fuera del Distrito Federal en ciertas zonas. La desaparición del Distrito Federal y su transformación en CDMX —más el resultado del toma y daca entre el Gobierno Federal, urgido de apoyo para las reformas que propuso, y el gobierno del ex Distrito Federal— no implica ningún cuestionamiento sobre la artificialidad de esos límites y sus efectos políticos y económicos, sociales y urbanos.
Al contrario de los dos prisioneros en Canto de amor, separados por un muro aunque el deseo los hiciera suponer que el humo soplado por un orificio los unía, la ciudad de México está unida pese al límite administrativo y el humo nos lo vino a recordar. El reciente e involuntario blowback entre el gobierno del ex Distritio Federal y el del Estado de México lo confirma: la ciudad no es lo que nos dicen que es.
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